Por Héctor Escandell
Y aquí estoy, al filo de la media noche, en la sala de espera de un hospital venezolano, acostado sobre unas tablas que intentan pasar como banquetas. Lo intentan, pero no les alcanza. Escucho el murmullo de los vigilantes, la gotera del baño y las historias. No me esfuerzo, los sonidos llegan de todas partes como lamentos sin sentido.
La abuela de mi esposa sufrió un infarto, el corazón se le apagó 87 años después de haber latido por primera vez. Pero volvió a encender como una locomotora, está estable. Son las 11:28 de la noche, es sábado 17 de agosto. La vieja está en mejor estado que este maltrecho edificio. “Aquí lo que hay es algunos médicos y las máquinas de cardiología, todo lo demás hay que traerlo”, me dijo el tío cuando llegamos después de viajar dos horas desde Caracas hasta Maracay. La lluvia en el camino y la angustia de la emergencia nos hizo interminable el recorrido. Cada 20 o 30 minutos salgo a vigilar el carro, el parqueadero es la calle, no hay ni un solo farol. La penumbra asusta.
“Esta clínica antes era privada y esto era bellísimo”, se lamenta un señor con quién me fumé un cigarro en la entrada. “El Centro Médico Docente de Cardiología lo tenía todo hasta que le agregaron el Bolivariano y mira cómo está”. Repuso sin reparo, mientras aspiraba el humo con calma. Las grietas en las paredes se asemejan a las venas de la abuela, así me las imagino, pero no por el desgaste de los años sino por la desidia a la que está sometido este mamotreto de dos pisos.
Ya es domingo, el celular marca las 00:08 y mis vecinas de banqueta escuchan música a todo volumen, miran videos. Supongo que es para aliviar las penas de tener a un familiar conectado a un aparato, nosotros nos reímos, también para drenar, supongo.
Más temprano, cuando trajeron a la abuela infartada, los médicos que la recibieron pidieron agujas, soluciones, un macro gotero, tubos de ensayo para las muestras de sangre e insulina (es diabética), también le mandaron a hacer exámenes para determinar el daño al corazón. Todo se compró en la calle. Aquí no hay nada, de verdad. Afortunadamente, en las clínicas y tiendas privadas había todo lo necesario.
La luz
Estar aquí me hace aferrarme a Dios en todas sus expresiones, le pido por la abuela, por los enfermos de las otras camas, por los que no tienen dólares ni euros para comprar remedios. Pido por todos. También me agarro de la divinidad para que no falle la electricidad -aunque sea mucho pedir-. “En la tarde se fue la luz y todos quedamos inmóviles”, me cuenta una prima con cara de pánico -todavía-. Afortunadamente fueron no más de 15 segundos. “Todo quedó en silencio”, el sonido del terror.
Ya son las 00:43 y el doctor de guardia nos alerta que la abuela tiene tensión 60/40, está al límite, sobrevivió a un paro respiratorio en la tarde, el riesgo de sufrir otro es alto. Se acabaron las risas. El silencio volvió a la sala. Yo escribo. Doy gracias a Papá Dios por su vida y su soberana alegría.
Nacer en dictadura
Sacando cuentas, la abuela llegó a este mundo cuando Juan Vicente Gómez gobernaba a placer. Gomecismo en pleno. Luego, también sufrió la pura y dura dictadura de Marcos Pérez Jiménez, se gozó los años de la democracia en los que se casó, viajó, conoció, vio nietos y bisnietos. Tomó cerveza, ron y comió tequeños a granel. Esta doña me recibió en su casa hace siete años con una sopa y una birra, me echó la bendición y me adoptó como un nieto más. Sin más ni menos, es mi abuela también.
En medio del infarto pidió Coca Cola, su hijo mayor le mojó los labios con un poquito del melao color petróleo. Hubiese pagado por ver la escena. Épico. Mis visitas a su casa venían siempre acompañadas de refresco, siempre Coca Cola -original-, nunca de dieta. No hay nada más divertido que ver a una viejecita feliz y exigiendo sin remordimiento:
-Ya yo viví, esa Coca Cola de dieta no sabe a nada, no quita la sed.
-Pero abuela, eso tiene mucha azúcar, tu eres diabética.
-Que me importa, échame hielito.
También se toma sus cervezas los fines de semana y religiosamente desayuna aguacate, arepa y huevo frito con natilla. De Coro, supongo que eso le recuerda sus raíces, su pueblo. Nació en el occidente y en sus arrugas lleva tatuado el desierto, las playas y el queso de cabra.
Ya son las 2:52 de la madrugada, dormir sobre estas tablas es una locura. La sala de emergencia ya cerró, el vigilante habla con su colega y las cucarachas pasean sonámbulas por el pasillo. Debajo de mi zapato ya perecieron tres, las demás van muy rápido.
Estar en este hospital me hace recordar a los médicos migrantes, a los que antes trabajaban aquí y ahora reaniman corazones extranjeros. Son más de 30 mil, según el exministro de salud Rafael Orihuela. Esos especialistas ahora están regados por medio mundo, igual que los nietos de la abuela, pienso en ellos y en lo que darían por estar aquí. Es la diáspora con rostro, son nombres y angustias a miles de kilómetros. El WhatsApp de la familia arde con los mensajes de ánimo y cariño, los teléfonos repican en Miami, Bogotá, Buenos Aires, también titilan en alguna parte de Francia, Irlanda, Panamá y República Dominicana.
La espera
Me despierto con cada ruido, las tías no duermen, el reloj va en cámara lenta. Son 4:00 de la mañana. En la salita donde está la abuela hay un afiche que da cuenta de todos los pacientes atendidos durante el 2018, también cuelga un aviso de no comer y beber, otro de no fumar.
Con el alba todo se estremece. Prenden las luces y empieza la faena de una señora que limpia el piso con un coleto viejo. Los vigilantes se estiran y empiezan a dar órdenes. Ahí voy yo, a quitar el carro, ya son las 6:00 de la mañana.
Carreteras
Regreso a Caracas con las tablas marcadas en las costillas, atrás voy dejando la famosa Ciudad Jardín. “La cuna de la revolución” dice un afiche en la autopista. Este mismo trayecto lo hicieron los golpistas en el 92, el mismo día que Chávez y unos más iniciaron el camino que nos trajo hasta aquí. La abuela vivió todos estos años las aventuras y torpezas de la política venezolana. Su hoja de vida bien podría decir que es una sobreviviente de la bipolaridad de un lugar que alguna vez fue República.
La tensión de la abuela sigue igual, no mejora, no sube. Los riñones no responden. Así como tampoco responden los motores del socialismo, ni las promesas de Maduro. Por cierto, el apellido de la abuela es Maduro. Le arrecha que le pregunten si es familia de Nicolás. “la familia no se escoge”. Dice roja de la rabia.
Voy a dormir un ratico. Les sigo contando.
…
Llamada entrante…
Era mi esposa, la abuela acaba de morir.
Son las 10:00 de la mañana y me preparo para volver a Maracay, ahora con mis papás y mi tía. Nos esperan más de 100 kilómetros antes de poder abrazar a la familia y entregarles un poquito de calma en esta tormenta que siempre llega con la muerte.
Los trámites para poder sacar a la abuela del hospital son complicados, copias y más copias. El carro fúnebre espera la hoja firmada por el médico para partir, los hijos y los nietos se reúnen, se abrazan y recuerdan.
Quiero decir que la abuela murió feliz, aunque estuviera rodeada por moscas su última noche, aunque sus hijos tuvieran que brincar de aquí para allá y de allá para acá buscando los remedios. También sé que ellos lo hicieron sin pesar. Quiero pensar que se fue contenta, aunque anoche garabateaba el nombre de Maduro en un acto de reclamo por los que están lejos.
Ya son las 7:40 de la noche del domingo, he vuelto a Caracas y termino de escribir esta crónica pensando en los enfermos, pidiendo por los familiares que no tienen para comprar remedios, por los médicos que quedan y el esfuerzo que hacen de trabajar sin nada más que la voluntad.
Y aquí estoy, 24 horas después de haber llegado al cardiológico de Maracay para ver por última vez a la abuela y casi un día de pasar una noche entera en la emergencia de un hospital venezolano. Estoy aquí, recordando y escribiendo.
Cambio y fuera.