Antonio Pérez Esclarín
Primero oí la cifra a José Vicente Rangel. La dijo con convicción, como si estuviera seguro de lo que decía, aunque con claras intenciones de ofender: sólo 30.000 personas asistieron a la toma de Caracas. Y añadió con sorna: “Decían que iban a meter un millón, y les faltaron 970.000”. Yo lo escuchaba y no entendía cómo un hombre, a su edad, podía manchar su vida y terminar de suicidarse políticamente con tan descomunal mentira. ¿A quién hablaba? ¿Al grupito cada vez más escuálido, que sólo ven los canales oficiales? Luego, oí el mismo dato y con el mismo o mayor cinismo, a la canciller y también al Presidente Maduro. Si nos lanzan al rostro una mentira tan descomunal, ¿cómo creerle la información que dio, a renglón seguido, de un campamento de paramilitares colombianos cerca de Miraflores, con armas e intenciones de asesinatos selectivos? ¡Cómo es posible que la política se haya separado tanto de la ética más elemental y se mienta públicamente de una forma tan grosera! ¿Cómo van a pedirnos que les creamos si nos tiran a la cara mentiras de ese calibre?
En Venezuela, vivimos una gravísima devaluación de la palabra, incluso peor que la devaluación del bolívar, que expresa y mantiene la abrumadora devaluación de la ética y de la política. Palabras como socialismo, revolución, pueblo, constitución…, se usan y abusan tanto, y se les otorga significados tan diversos e interesados que terminan convirtiéndose en meros fetiches, palabras infladas, sin nada adentro. Aquí también, la inflación de la palabra, como la del bolívar, está matando su valor. Los mercaderes de la política han convertido las palabras en meras cáscaras huecas, en sonidos sin alma, para engañar y manipular. Y si las palabras escasamente significan algo o las forzamos para que signifiquen lo que nos interesa, no tenemos posibilidad de comunicarnos ni entendernos.
No hay peor esclavitud que la mentira: ella oprime, esclaviza. No hay nada más despreciable que la elocuencia de una persona que no dice la verdad. Hay que liberar la conciencia diciendo siempre la verdad. Es preferible molestar con la verdad que complacer con adulaciones. Como lo dijo Jesús: “La verdad les hará libres”. La verdad libera de las propias falsedades y arrogancia, de los miedos y deseos de ofender.
Ernesto Sábato deplora la pérdida del valor de la palabra y añora los tiempos en que las personas eran “hombres y mujeres de palabra”, que respondían por ellas: “Algo notable es el valor que aquella gente daba a las palabras. De ninguna manera eran un arma para justificar los hechos. Hoy todas las interpretaciones son válidas y las palabras sirven más para descargarnos de nuestras actos que para responder por ellos”.
Pero es imposible construir un mejor país, si la palabra no tiene valor alguno, si ya nunca vamos a estar seguros de qué es verdad y qué es mentira. Hemos convertido a Venezuela en una Torre de Babel en la que, al matar el valor de la palabra, es imposible comunicarnos y entendernos. Por ello, necesitamos un nuevo Pentecostés, ser avivados por el Espíritu de la Verdad que nos lleve a entendernos a pesar de hablar lenguas diferentes y nos llene de valor para hablar con sinceridad y construir un país y un mundo mejor.