En las Sagradas Escrituras, el trabajo está concebido como una relación armónica con Dios, donde el universo es fecundado por la presencia del Creador y refinado por la acción del hombre, no por una relación de subordinación sino de pertenencia. A la humanidad se le ha confiado la labor de cultivar y custodiar la tierra. Por tanto, a través del trabajo, nos convertimos en co-creadores de la vida y constructores del Reino, a imagen y semejanza del Padre, considerando el descanso y comprendiendo la importancia de preservar un justo dominio sobre lo creado como parte de una relación de intercambio que, bien habida, prospera
Alejandro Vera, s.j.*
El hebreo bíblico revela una polivalencia semántica al narrar los diferentes aspectos del sustantivo trabajo (ꜥabd). Al mismo tiempo, el verbo con sus derivados tiene una amplia gama de significados que incluye el “trabajo” y el “servicio” en todos los ámbitos de la vida.
Desde el primer capítulo del libro del Génesis, Dios es sujeto de trabajo, es decir, es un Dios Creador que trabaja y descansa. La creación descrita en este capítulo se estructura en seis días de trabajo más uno de descanso, sugiriendo un cuadro de orden, armonía, perfección y bondad fruto de la misma actividad creadora-ordenadora de Dios. Dios es en sí mismo trabajo, es decir, Palabra creadora que es don de sí mismo, fecundidad, plenitud. Durante seis días Dios despliega una intensa actividad de dominio con tan solo la fuerza de su propia Palabra: Él separa los elementos del caos que organiza para sistematizar un espacio en el cual la vida pueda ser acogida y se pueda desarrollar1.
El séptimo día es el cumplimiento de la obra de los seis anteriores. El descanso es un tiempo sagrado, en donde no se agota el poder creativo. Por una parte, es la negativa de Dios a llenarlo todo, es decir, coloca un límite al potente dominio desplegado hasta aquel momento y, por lo tanto, se muestra más fuerte que sí mismo, libre respecto a sí mismo2. Por otra parte, se abre un espacio de autonomía al universo, es decir, para todo aquello que no es Él, en particular a la humanidad a la cual apenas le ha confiado la tierra (cfr. Gn 1,26-28): hay un espacio de libertad y de vida para un “otro”3.
En el segundo relato de la creación que encontramos en Gn 2,4ss; Dios introduce un estrecho vínculo entre dos realidades: aquel a quien el humus necesita ser trabajado es él mismo modelado a partir del humus del que es tomado: “[…] y el humano no existía para trabajar el humus […] Y Adonai Elohim plasmó al humano, polvo fuera del humus, sopló en sus narices un aliento de vida y el humano se convirtió en un ser viviente” (Gn 2,5.7). Además, Dios espira un soplo de vida en las narices del humano (nishmat hayyim, Gn 2,7), que no se trata de una simple respiración, sino de un vínculo real entre la palabra humana y el aliento recibido de Dios: el humano articula los “nombres” (shémôt) de los animales con el “aliento” (nishmat) recibido de Dios (Gn 2,20).
Partiendo del nombre del hombre, ꜥadām, en hebreo cercano en asonancia al término ꜥădāmâ, “suelo”, esta segunda historia de la creación vincula indisolublemente al ser humano con la tierra: es tomado de ella (Gn 2,7); su trabajo es cultivarla (Gn 2,5.15; 3,17) y, a su muerte, volverá a ella (Gn 3,19). El lugar particular que ocupa en la historia el ser humano depende, pues, de que, gracias al soplo recibido, asume el trabajo específico de Dios quien distingue y nombra, ejerciendo así su suave dominio a través de la palabra. El ser humano, moldeado por el humus con el soplo de vida lo hace “imagen” de Dios.
“Y Adonai Elohim tomó al humano y lo puso en el jardín del Edén para trabajarlo y custodiarlo” (Gn 2,15). Se trata de una decisión divina que sigue inmediatamente a la creación del ser humano y del jardín, donde el ser humano tiene dos tareas: su cuidado y su trabajo4. A partir de este momento, la relación entre el hombre y la naturaleza, en la historia, es representada por este jardín plantado de árboles (Gn 2,9-10). El término gan, “jardín”, se deriva del verbo ganan, “proteger”. Por tanto, podemos imaginar un espacio cerrado cuyo recinto protege a quienes lo habitan.
Antes de modelar al ser humano, el narrador insinuaba que debía trabajar con humus (Cfr. Gn 2,5). De hecho, este será su trabajo, lo que hará en el jardín. Dos verbos lo describen. El primero, ꜥabad, significa “trabajar”, por lo tanto, “cultivar” cuando se trata de la tierra. Más a menudo aún, significa “servir” y también, en un contexto religioso, “honrar”, “hacer un culto”. El trabajo que evoca este verbo, por tanto, pudiera implicar también respeto: “servir” al humus, es decir, está al servicio del jardín, de la naturaleza creada por Dios. Sin embargo, como lo sostiene J-L. Ska, esta traducción seguida por muchos exégetas, no encuentra justificación porque el servicio es siempre personal, es decir, es el servicio a alguien, no a una cosa5. Lo importante es que todo esto supone que el trabajo no se trata ni de propiedad ni de explotación en el sentido negativo de la palabra: el humano está invitado a “cuidar” el jardín trabajándolo.
Colocando al humano en el jardín, Dios también le da los árboles como alimento (Gn 2,16). Así comienza una relación de intercambio. Por un lado, el humano pone sus propias fuerzas trabajando el jardín; a cambio, el jardín lo alegra y alimenta ofreciéndole sus propios árboles “hermosos a la vista y buenos para comer” (Gn 2,9). Por otro lado, el humano “cuida” el jardín (shamar); a su vez, el jardín (gan) lo “protege” (ganan) de la naturaleza inhóspita que lo rodea. A través de esta imagen, el narrador sugiere probablemente el deseo alimentado por Dios, que espera que se establezca una especie de alianza entre la humanidad y la naturaleza a través del trabajo a imagen de Él, es decir, una relación armoniosa en la que el bien de uno llega a ser el bien del otro. Pero para que esta relación se mantenga equilibrada y feliz depende del ser humano y de su forma de llevar a cabo el trabajo que le corresponde. Suya es la responsabilidad de la realización de este pacto. Dios ve en la creación que “todo está muy bien”, entonces depende del humano que todo continúe estando “muy bien” o, mejor dicho, que lo sea con su cooperación.
En efecto, Dios trae las bestias al humano, espera que él les dé un nombre (Gn 2,19). En otras palabras, inmediatamente después de su creación, Dios espera que el humano cumpla la tarea recibida en Gn 1,28-29, es decir, ejercer ese suave dominio sobre los animales que consiste en darles un nombre. El creador mismo ejerce el propio dominio durante los seis días presentes, por lo tanto, para ser imagen de este Dios, también los seres humanos deberán ejercitar el dominio sobre su mundo6. Dar un nombre significa reconocer a cada uno en la diferencia que le es propia y dejar espacio a lo que le hace único. Es exactamente esta la dinámica adoptada por Dios mismo cuando, el séptimo día, limita el despliegue de su propia potencia y toma distancia para dejar espacio a sus criaturas7. Así, el ser humano participa de lo divino a través de la palabra que le permite emerger de la naturaleza con la capacidad de dominio que le es propia, a imagen de Dios.
En Gn 3,1-24 se nos narra la dinámica del cómo se ve comprometida tal armonía por responsabilidad del ser humano. Las condenas divinas posteriores (vv. 14-19) no son castigos en sí mismos, tienen más bien un valor etiológico y pretenden explicar algunas dimensiones problemáticas de la vida humana: los dolores del parto, el dominio del hombre sobre la mujer, la fatiga del trabajo; en particular, en el cultivo de la tierra y la muerte percibida como aniquilación. Es así como, al romperse la armonía, el carácter del trabajo cambia: se vuelve difícil, duro, agobiante y alienante8.
A lo largo de las páginas que continuarán, se seguirá profundizando la complejidad de esta relación: Caín es labrador (cfr. Gn 4,2.12); se hablará de trabajadores del lino (cfr. Is 19,9); los trabajos en los viñedos (cfr. Dt 28,39; 2 Sam 9,10; Is 30,24; Jer 27,11b; Pr 12,11; etcétera). El ser humano está destinado a la obra de la tierra de su creador para proporcionar el sustento; el suelo en cambio exige cuidado y trabajo (cfr. Gn 2,15). El conseguir alimento es parte fundamental del ser humano, pero también el trabajo de la tierra que le da sustento pertenece necesaria e indispensablemente a la dignidad de la creatura de Dios. En tal sentido, en el Antiguo Testamento el trabajo adquiere un valor inmenso, partiendo de la misión fundamental del ser humano: el cultivo de la tierra.
En el libro de Éxodo veremos cómo se degrada el trabajo y termina en explotación (cfr. Ex 1,8-12). La salvación que experimenta Israel a través de la liberación convertirá la esclavitud en “servicio” como miembro de la familia de Dios (cfr. Ex 6,6-8). Además, en el mismo libro encontramos una forma por excelencia de trabajo: el “servicio” litúrgico, como expresión del trabajo libre y voluntario, que tiene un valor en sí mismo y se hace por la plena satisfacción y deseo de mostrar, con toda creatividad, la alegría del don recibido (cfr. Ex 35). Por su parte, en el libro del Deuteronomio se relaciona el trabajo con el descanso como un derecho dado por Dios (cfr. Dt 5,12-16) y advierte sobre la tentación frente a las riquezas cuando no son vistas como don de Dios sino como fruto del propio esfuerzo y del trabajo (cfr. Dt 8). De esta manera, el trabajo estará referido en relación con Dios como “servir a Dios” o también como término del culto que puede designar servicio del templo.
La concepción del Antiguo Testamento de Dios como Señor, donde el universo es fecundado por la presencia del Creador y refinado por la obra del hombre, lleva a definir al hombre como “sirviente” o “siervo (servidor)” de Dios. No en sentido de subordinación o de esclavitud en sentido negativo, sino de pertenencia al Señor en el que se pone toda la confianza y plena seguridad. Los autores bíblicos ven desde su realidad el fatigoso trabajo de cada día: sobre él desciende la bendición de Dios (cfr. Sal 104,19ss)9. El hombre va dando una serie de pasos ordenando su vida de cara a Dios y definiéndose a sí mismo como “siervo de Dios” (cfr. Gen 18,3.5; 19,2; Josué 5:14; 1Sam 3,9; cf. Dan 10.17). Este es el significado de “tu siervo” en el lenguaje de los Salmos que aparece más de veinticinco veces (cfr. Sal 86,2; Sal 123,2s; Sal 116,16; etcétera).
De esta manera, la Biblia en sus primeras páginas da una valoración primordialmente religiosa y sapiencial al trabajo, que no depende de los bienes producidos por el mismo, sino del hombre implicado en él. Es así como el trabajo es visto como una actividad inserta en la más amplia gama de relaciones que dibujan el cuadro de conjunto de la vida del hombre: relación con Dios, con los demás hombres y con las cosas. Numerosos textos bíblicos concretos presentan el trabajo en clave religioso y sapiencial dentro del contexto de la condición humana (cfr. Job, Qoelet, Proverbios, Eclesiástico, Sabiduría, Sal 8; 104; 127; 128; 95; etcétera).
Notas:
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WÉNIN, A. (2006): Il sabato nella bibbia. Bologna: EDB. Pag. 22.
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Idem, pag. 23.
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SONNET, J-P. (2010): “‘El origen de especies’: Génesis 1 y la vocación científica del hombre”. En: Estudios Eclesiásticos, vol. 85 núm. 333. Pp. 245-260.
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SKA, J-L. (2017): Compendio de Antiguo Testamento. Introducción, temas y lecturas. Estella,Navarra: Verbo Divino. Pag. 311.
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Idem, pag. 312.
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WÉNIN, A. Ob.cit., pag. 23.
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Idem, pag. 24.
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SKA, J-L. Ob.cit., pag. 312.
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BAUER, J., (1967): Diccionario de teología bíblica. Barcelona: Editorial Herder. Biblioteca Herder 74. Pag. 1026.