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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

El sismo migratorio

Como casi cualquiera de nosotros, en los últimos meses he interactuado con ciudadanos venezolanos que viven acá, que venden celulares en una tienda, o arepas en la calle; que son mozos de restaurant, porteros en tiendas o taxistas. Uno que trajo el gas a mi casa había trabajado en Petróleos de Venezuela (PDVSA)y, como es obvio, ganaba infinitamente menos que en sus buenos tiempos, pero lo suficiente como para que, allá en su pueblo llanero, su familia simplemente coma. 

Pero lo que antes suscitaba curiosidad, simpatía tropical incluso, para algunos ahora se ha convertido en preocupación, en alarma y en brotes de xenofobia, sobre los cuales se han montado tipos como Ricardo Belmont, ex alcalde de Lima que parece querer volver al municipio con la bandera de la intolerancia embadurnada de irresponsabilidad. Por desgracia, solo era cuestión de tiempo que ocurra; una vez que estalla el susto social frente al extraño, no falta el necio que lo azuza.

Las cifras oficiales recientes sostienen que hoy ya son más de 400 mil los venezolanos que han llegado a nuestro país huyendo del desastre neo-chavista, cuando a inicios de año había  unos 100 mil. Dado el plazo del 24 de agosto, puesto por el gobierno, para que solo hasta ese día entren sin necesidad de pasaporte, en el momento en que escribo estas líneas el flujo se ha vuelto abrumador. No es exagerado decir que es algo sin precedentes conocidos.

No se trata, entonces, de una situación habitual. El argumento de que “todos tenemos un pariente que migró y pasó por situaciones similares” ya no es tan sostenible por varias razones. Entre otras porque la migración peruana de los últimos años, hacia países varios- España, Argentina, Chile, Estados Unidos,- fue masiva pero en relativa cámara lenta. Duró varios años, no se dio en unos meses; no provocó episodios como los que hemos visto en Tumbes.

La mirada de quien se apoya en decir que tiene parientes afuera puede adolecer una distorsión propia de nuestro abismo social: asume que lo que le pasa a él, o a sus familiares y amigos, es lo que le pasa a toda la sociedad peruana. Asume que “tooodosss” los peruanos han pasado por eso, cuando hay muchos compatriotas que no han podido volver ni a su tierra de origen. Yo mismo conocí a una empleada del hogar que nunca, jamás, pudo regresar a su pueblo ayacuchano.

Y que, por supuesto, en Lima fue ninguneada brutalmente, de un modo parecido al que tal vez algunos venezolanos experimentan hoy, bajo el mote despectivo de ‘venecos’. En los 90 había  ‘cholos terrucos’, cuando la violencia subversiva provocó que miles de personas huyeran a Lima para salvarse del espanto. Está bien: acordémonos de nuestros conocidos que migraron al extranjero de manera sufrida, pero también de cuán poco nos importaban nuestros migrantes internos.

En los rincones sociales olvidados, que solo conocen los viajes en combi, parece estar surgiendo parte del temor social que se asoma a la xenofobia. Allí donde no hay trabajo, ni llegan remesas, puede sentirse la pegada de la presunta competencia, que las más de las veces no es tal, como se ha evidenciado en el caso del profesor José Gregorio Blanco, quien ganó una plaza para enseñar en Huancayo y tuvo que renunciar por el hostigamiento. Una injusticia suprema.

En esa mismas esquinas, que con frecuencia ignoramos en el debate público, también está surgiendo la solidaridad, la hermandad en el ninguneo, el saber que ese ‘otro’ es pobre como yo, y que puede pasarla mal en la pomposa República Bolivariana de Venezuela o en esta tierra a la que vino a sobrevivir. Se ha visto en barrios ese apoyo al afligido, de modo que el sismo migratorio está revelando qué es lo que sale del subsuelo de nuestra cultura cuando llega.

Al mismo tiempo, quizás estén surgiendo -desde los estratos medios y altos de nuestra sociedad- brotes ya no solo de xenofobia, sino de ‘aporofobia’, un mal conexo, bien retratado por la filósofa española Adela Cortina. Es el odio al pobre, al que se considera insignificante. Los venezolanos que llegan en estos días ya no vienen ni siquiera en bus; lo hacen hasta caminando. Son los pobres que el chavismo decía defender y que ahora no tienen ni para una arepa viajera.

Esos venezolanos ya no atenderán en restaurantes, sino crearán asentamientos humanos, como ya ha ocurrido. Es posible que, sigilosamente, también se les comience a poner el indigno rótulo de “marrones”. Porque ya no se parecerán a las misses o a las actrices, sino a nuestros propios pobres, a esos que siempre despreciamos, a los que nos parecen, para usar una frase del Papa Francisco, “descartables”. Es decir, también puede generarse un racismo de nuevo cuño.

Como fuere, estamos viviendo un sacudón complicado. Ya los ministros advierten que los sectores laboral o de servicios pueden verse afectados; ya el presidente, el premier y el canciller anuncian nuevas medidas. Además de reconsiderarse -a mis ojos con acierto- las restricciones de a entrada con pasaporte, se anuncia una reunión con los cancilleres de países vecinos que tienen un problema similar, para septiembre, un signo de que la diplomacia humanitaria se ha puesto en marcha.

Al fondo, Nicolás Maduro, el errático mandatario venezolano se permite insultar malamente a los que huyen diciendo que vienen a “limpiar pocetas” (inodoros), y ensaya una conversión monetaria que podría hiperbolizar el desastre. Todo se configura para que tengamos en América Latina una crisis inusual, causada por la más grande ola migratoria de los últimos 50 años, como ha afirmado Eric L.Olson, del Centro de Estudios Wilson, ubicado en Washington.

¿Se puede sacar la cabeza, y el corazón, para hacer algo que no camine entre la simplificación y la histeria? Cada situación migratoria tiene sus características propias, pero un principio básico es una regulación inteligente, que busque el equilibrio entre la previsión de los recursos del país de acogida y el respeto a los derechos de cualquier ser humano. No exigir pasaporte de manera implacable, sabiendo que es un bien casi suntuario en Venezuela, es una posible ruta.

Abrir corredores humanitarios en nuestros países, en vista de que el régimen chavista desprecia esa opción, es otro camino. No imaginé nunca ver en nuestro territorio imágenes algo parecidas a las que se observan en el Líbano, pero es posible que se den y las autoridades tienen que prepararse. Por encima de toda circunstancia, se debe asegurar calidad de vida a quien viaje, se quede, se vuelva. Es una oportunidad, asimismo, para aprender interculturalidad con urgencia.

Porque la misma sociedad tiene la responsabilidad de enfrentar la crisis. Por ejemplo, distanciándose políticamente de quienes quieren pescar votos a xenofobia revuelta. También ejerciendo una solidaridad inteligente, basada sí en el recuerdo de que todos abrigamos en nuestra sangre la semilla de la migración. Pero al mismo tiempo en la conciencia de que, en todo este triste trance, lo que flota es la injusticia del mundo y las pulsiones más básicas de nuestra especie.

Publicado por lamula.pe

 

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