Ángel Oropeza
Más allá de la precariedad en sus condiciones materiales de vida, la mayoría de los venezolanos padecen, desde el punto de vista psicológico, de un cuadro generalizado de disgusto y frustración, producto de estar viviendo en un caos disfrazado de país.
Ante la frustración, las personas reaccionan de maneras diversas, pero una de las conductas típicas y más frecuentes es la agresión, ya que esta última funciona como una especie de “drenaje catártico” o aliviadero de la tensión desagradable de la primera. Mucha gente manifiesta conductas de agresión como una forma no consciente de “descargar” la frustración previa.
El problema es que muchas veces la agresión no va dirigida al causante de la molestia, sino a un objeto que haga las veces de aquel, es decir, a un objeto vicariante. Es el caso típico del empleado maltratado por su jefe, que, ante la imposibilidad de responderle, termina pagándola con un compañero. O que ante la frustración comienza a agredirse a sí mismo y a los suyos, en modalidades que van desde adjudicarse culpas que no son tales hasta emprenderla contra su propia familia, por el hecho de ser quienes más cerca y accesibles están. En ese caso, estamos en presencia de la funesta e inútil autoagresión vicariante.
A escala nacional, la autoagresión vicariante está haciendo de las suyas. El militarismo gobernante ha hecho de todo: se roba el referéndum revocatorio, elimina las elecciones, sabotea el diálogo, encarcela a los opositores… ¿Y quién paga el costo? ¿Ellos? ¡No! ¡Nosotros los venezolanos! Y ese culparnos a nosotros mismos se presenta en una variedad de versiones: a los venezolanos les falta coraje, no tienen suficiente testosterona, la MUD se entregó al gobierno, la Iglesia se vendió, la Asamblea Nacional pactó con el régimen, y pare usted de contar. Es como si usted algún día –Dios le libre de ello– es sometido a punta de pistola por un delincuente y obligado a actuar de cierta forma, y alguien diga que la culpa es suya porque usted es un sumiso que se entregó al malandro, o negoció con él para que lo asaltara, o le faltó coraje para enfrentarlo, o no le exigió que no actuara como malandro. Quien así opine olvida –o quiere olvidar– que el criminal está armado y usted no. Culparlo a usted es tan falso como injusto, y solo favorece al verdadero responsable.
Por supuesto, aquí influye mucho la perniciosa contaminación chavecista de nuestra cultura política. Gracias a las enseñanzas del comandante eterno, hemos comprado el juego dicotómico y maniqueo a la hora de interpretar la realidad social, y solo vemos traiciones, conspiraciones, entregas y componendas por todos lados. Es por ello que el automatismo cerebral fascista, uno de los grandes legados de la revolución bolivariana, reduce la interpretación social a solo tres pasos: generalizar, simplificar y acusar. No importa a quién, pero acusar siempre.
No debe ser casualidad que los principales obstáculos hoy para el avance de la tiranía –la MUD, la Iglesia, la Asamblea Nacional y los propios venezolanos–, aquellos a quienes justamente más teme el régimen, sean precisamente el blanco de ataque de moda. ¿Quién se beneficia?
Presione y critique todo lo que pueda a la MUD (porque, además, le hace falta), vigile a sus diputados de la AN, converse con los representantes de su Iglesia y, mejor aún, incorpórese en sus instancias de reflexión y discusión para que pueda colaborar e incidir, pero no le haga el juego al gobierno de querer anular lo que para ellos son los obstáculos más incómodos. Tampoco se preste a disminuir el orgullo y la autoestima de los venezolanos, porque ellos son, precisamente, el principal escollo para la permanencia de la putrefacta oligarquía roja.
Mientras sigamos, algunos por inercia y otros por cálculos políticos, jugando al síndrome de la autoagresión vicariante, la dictadura fascista podrá seguir avanzando en su estrategia de dominación sin pagar mayores costos, porque estos últimos nos empeñamos en perdonárselos y pagarlos nosotros mismos.