Por Alfonso Porras Machado
Han pasado veintiún años y aún lo recuerdo con emoción. Mi amigo Nicolás y yo, veinteañeros, iniciábamos en Roma un viaje con nuestras mochilas, algo de cambio de ropa y muy poco efectivo. Sin saber prácticamente nada del encuentro, llegamos a Roma durante las Jornadas Mundiales de la Juventud del año 2000.
Nuestra sorpresa ante las magnitudes de ese evento fue inmensa: miles de jóvenes por las calles, provenientes de las más diversas naciones y culturas, participando en actividades, tomándose aquello en serio, pero con júbilo. Y en el centro de toda aquella fiesta mundial san Juan Pablo II, un joven de ochenta años para aquel entonces. De toda esa experiencia desbordante, recuerdo especialmente el estruendoso discurso del Papa durante la Vigilia de Tor Vergata, el sábado 19 de agosto: Ser joven “[…] es como un nuevo martirio: el martirio de quien, hoy como ayer, es llamado a ir contracorriente”.
Siempre me llamó la atención el poder de atracción de aquellas palabras. Ir contracorriente sonaba como un camino envolvente, sugerente, retador. Pero a la vez también sonaba a advertencia, una invitación al riesgo, al sufrimiento, al martirio. Ya en mis cuarenta, habiendo cambiado el papel de mochilero por el de esposo, padre de cinco hijos y profesor universitario, las palabras del Papa siguen resonando en mí aún con más vigencia: ser joven en la modernidad es vivir el martirio de ir contracorriente.
La premisa no es nueva. Ya lo decía el Papa, se trata de lo mismo de hoy y de ayer. Pero la intensidad de la corriente sí que lo es. Vale entonces preguntarse, ¿de qué corriente estamos hablando, y por qué se ha acelerado? La respuesta es sencilla y devastadora a la vez: la corriente es la falsa creencia de que se puede vivir al libre antojo de las apetencias, sin referentes morales y sin sentido trascendente. Y, esta forma ligera –líquida– de ver la vida se ha incrementado significativamente por unas redes sociales que estimulan, atraen y distraen la atención de los jóvenes durante horas y horas del día, sin límites ni parámetros de calidad y contenido.
La juventud es la etapa en la que empezamos a hacer las primeras transacciones relevantes de nuestra vida: cambiamos la potencialidad que está inherente en la niñez, por la actualidad de una carrera profesional, de los amigos que escogemos, de un noviazgo con compromisos intrínsecos, y de los grupos y aficiones a los que nos unimos. Escogemos nuestro lugar en la comunidad, y nos volvemos participantes de ella. Cada una de esas decisiones conlleva una búsqueda, un encontrarse del joven, y un encontrar el camino propio al cual está llamado: su vocación.
La cultura moderna no cuestiona que ser joven es buscar y elegir. Sin embargo, plantea que el campo de elecciones para un joven es ilimitado, independiente de la moral, que debe ser tolerado por la comunidad, y puede ser adaptable, mutable, y reversible sin prácticamente ningún costo. El joven puede elegir cualquier cosa, y luego deshacer la elección sin consecuencias. Porque se han propagado las falsas creencias de que el libre albedrío es la norma, la verdad y el bien son asuntos subjetivos de cada persona, y la moralidad es un limitante arbitrariamente impuesto por una obsoleta cultura conservadora. De aquí el término “sociedad/cultura líquida”, donde todo es fácilmente cambiable, porque no hay referentes fijos, ni principios, ni valores, ni normas naturales. Lo rígido del pasado fue un error, que debía abrir paso a una cultura fluida, donde todo se moldea y todo vale, fuera de las estructuras conservadoras del pasado.
Y he aquí uno de los errores conceptuales más latentes en la modernidad, y su mayor engaño: no todo es elegible, porque no todo es válido, ni todo es verdadero ni bueno. La oferta de experiencias ilimitadas, y las invitaciones a desprenderse de cualquier referente objetivo moral que plantean recurrentemente los medios, redes y círculos de opinión, son una falacia. Las elecciones de un joven lo acercan o alejan del sentido real y trascendente de su existencia. Esto no es poca cosa, así que el reto está en educar a los jóvenes para que elijan, entre todos los bienes posibles, los mejores. Aunque cueste, aunque ello conlleve el martirio.
Se trata de enseñar que la liquidez del ambiente tiene que estar necesariamente contenida por un conjunto de principios robustos que la limiten. Ser firmes en que la dignidad de la persona humana, el respeto de la vida, el rol insustituible de la familia, el valor de la responsabilidad personal para el desarrollo pleno de nuestras facultades y la contribución al bien común, son principios que deben orientar y encausar cualquier elección posible para un joven.
Pero, por supuesto, debemos enseñarles que elegir dentro de estos parámetros es renunciar a todas las demás elecciones posibles. Escoger obrar bien, en consistencia con unos valores morales y un propósito trascendente, conlleva renunciar a todas las demás opciones más atractivas, apetecibles y cómodas desde una visión de gratificación instantánea e intrascendente de la vida. Además, estando conscientes que, para el joven, esta noble renuncia pueda ser altamente criticada y hasta castigada por la cultura líquida. De ahí que debamos abordar con franqueza, con alto sentido de la responsabilidad, pero con suma empatía, que ser un buen joven no es tarea fácil: es un martirio.
Volvamos entonces a san Juan Pablo II en la vigilia de Tor Vergata:
Quizás a vosotros no se os pedirá la sangre, pero sí ciertamente la fidelidad que se ha de vivir en las situaciones de cada día. Estoy pensando en los novios y su dificultad de vivir, en el mundo de hoy. Pienso también en los matrimonios jóvenes y en las pruebas a las que se expone su compromiso de mutua fidelidad. Pienso en las relaciones entre amigos y en la tentación de deslealtad que puede darse entre ellos. Me refiero igualmente al que quiere vivir unas relaciones de solidaridad y de amor en un mundo donde únicamente parece valer la lógica del provecho y del interés personal o de grupo.
Una cosa es ver el río desde la orilla, otra es estar sumergido en él. El consejo del Papa no era apartarse de la corriente (o alejarse del mundo). Por el contrario, era a sumergirse en el río, y nadar con firmeza contracorriente. Sabía, con su sentido profundamente moderno, que la juventud estaba llamada a participar activamente en la vida de la sociedad, para cambiarla.
Entonces, siguiendo al Papa, nuestra tarea como educadores es recordar continuamente a nuestros jóvenes que su reto consiste en buscar y elegir el bien y la verdad dondequiera que estén, conscientes de que ello requiere fortaleza, atributo especialmente de lo sólido, de lo robusto. Y cuando nos topemos con esa pregunta recurrente entre tantos de nuestros muchachos –¿de qué vale buscar el bien y la verdad, si debo fluir con la corriente que me empuja? –, no dudemos en responder con firmeza: pues vale la pena, ¡lo vale todo!