Por Katy Watson, enviada especial de BBC a Venezuela
La crisis humanitaria en Venezuela desató una de las migraciones masivas más grandes en la historia de América Latina.
El presidente Nicolás Maduro culpa a las “economías imperialistas”–Estados Unidos y Europa– de librar una “guerra económica” contra Venezuela e imponer sanciones a varios miembros de su gobierno.
Pero sus críticos dicen que es la mala gestión económica –primero por su predecesor, Hugo Chávez, y ahora por el propio Maduro– lo que ha hecho que Venezuela esté por el suelo.
El país tiene las mayores reservas probadas de petróleo en el mundo. Alguna vez fue tan rico que el Concorde volaba desde Caracas a París. Pero ahora, su economía está hecha jirones.
Cuatro de cada cinco venezolanos viven en la pobreza. La gente hace cola durante horas para comprar comida y muchas veces se van sin nada. Las personas mueren por falta de medicinas.
La inflación está en el 82.766% y hay advertencias de que podría superar el 1.000.000% para fines de este año.
Muchos venezolanos están tratando de salir. Más de un millón llegó a Colombia en los últimos 18 meses.
Un gran número de ellos, por el Puente Internacional Simón Bolívar.
La salida
El puente tiene cerca de 300 metros de largo y 7 m de ancho. Se extiende sobre el río Táchira, que serpentea los Andes orientales a lo largo de la frontera entre Colombia y Venezuela. El río a veces puede llegar secarse, pero eso cambia pronto con las fuertes lluvias que azotan la zona.
Las dos ciudades pequeñas que conecta el puente –San Antonio del Táchira,en el lado venezolano, y Villa del Rosario, en Colombia– se encuentran en dos mundos muy diferentes.
Los colombianos rara vez cruzan la frontera para hacer sus compras en Venezuela, como solían hacerlo. En la actualidad, se trata casi de tráfico unidireccional.
Todos los días, a las 5:00am hora colombiana (6:00 am en Venezuela), el sonido de una barrera que se arrastra por el asfalto rompe el silencio en el valle y marca la apertura del puente a los peatones
La fila de Venezuela a Colombia generalmente se empieza a armar de manera constante durante la noche. Cuando las puertas se abren, son como corredores de atletismo en la salida. Los venezolanos no alcanzan a reaccionar con la rapidez necesaria.
Algunas personas son detenidas por guardias y se les ordena que abran sus maletas. Si bien la mayoría lo hace sin ningún problema, se puede ver el pánico en algunas caras cuando se dan cuenta de que están a punto de ser atrapados.
Con la economía de Venezuela en crisis, existe un incentivo para contrabandear productos básicos como la carne y el queso a Colombia, que se pueden vender a precios más altos. Los que lo hacen no son grandes comerciantes, sino, en su mayoría, personas desesperadas por recaudar dinero para comprar otros productos esenciales.
Una mujer, a la que le confiscan unas piezas de carne, se lamenta:”¿Qué tengo que hacer?”. El guardia responde de manera brusca:”Este es un corredor humanitario: puedes llevar comida a Venezuela pero no puedes sacarla”. Y esto se repite a lo largo del día.
Aquellos que no tienen nada que declarar, o tal vez solo los afortunados que no son detenidos, siguen caminando. El movimiento de las ruedas de las maletas es la banda sonora de este puente.
Cuando llegas al final, te encuentras en lo que se conoce como “La Parada”, una comunidad bulliciosa que hace dinero con el comercio fronterizo. Vendedores de mercancía, farmacias, tiendas y compañías de autobuses compiten por vender sus productos a los que cruzan el puente. La mayoría de los comerciantes callejeros solían ser colombianos, después de todo, es Colombia.
Pero cada vez más, los venezolanos también han comenzado a establecerse aquí, tratando de vender sus productos en un país donde la moneda no ha sido diezmada.
Un corte de cabello
Justo al final del puente, en medio del coro de vendedores ambulantes, un hombre grita: “¿Quién quiere vender su cabello?”.
Frente a una barrera de metal que protege el puente, Laura Castellanos se sienta en un taburete de plástico. La joven, de 25 años, tiene el cabello largo y ondulado hasta la parte inferior de la espalda. Ella se ve incómoda.
Una mujer se para detrás de ella, con unas tijeras en la mano. Laura está apunto de perder la mayor parte de su cabello.
Carga en su regazo a Paula, su hija de dos meses, que está envuelta en una gran manta mullida y con un sombrero de rayas rosa. Ella bosteza mientras yace de manera paciente en los brazos de su mamá, sin darse cuenta del caos que la rodea. El esposo de Laura, Jhon Acevedo, está cerca cuidando a sus dos hijas mayores.
La mujer con las tijeras está levantando la capa superior del cabello de Laura y cortando el que está debajo, justo en las raíces. Ella no quiere hablar mucho. Es casi como si estuviera avergonzada.
Con cada recorte, le entrega un trozo de cabello a otra mujer que está junto a ella. El comprador no dice nada y mira hacia otro lado. Se siente como una transacción fría, nada más.
A Laura le pagan 30.000 pesos (US$10) por su cabello. Se venderá para hacer extensiones o pelucas.
“Es la primera vez que lo hago”, dice con una mezcla denerviosismo y vergüenza. Ha venido para pasar el día desde la ciudad de Rubio,a una hora de la frontera.
Está vendiendo su cabello porque Andrea, su hija mayor, de 8 años, tiene diabetes y la familia necesita recaudar dinero para pagar su insulina, que toma tres veces al día. La familia se ha quedado sin suministros y han pasado tres días desde la última vez que la pequeña recibió sus inyecciones. El salario de Jhon como talabartero no siempre alcanza para pagar las drogas de su hija.
“No hay medicina, es difícil”, dice Laura. “Las personas están muriendo en Venezuela porque no pueden obtener los medicamentos que necesitan”.
Después de cinco minutos de corte, la familia se dirige a buscar una farmacia. A primera vista, no se puede decir que Laura se haya quitado la mayor parte del cabello. La peluquera ha dejado una fina capa de cabello largo en la parte superior para ocultar la verdad. Laura admite que se siente un poco triste.
“Al menos servirá para pagar algo”, dice ella. Su esposo, Jhon, busca una farmacia “pirata”, un puesto informal que vende medicamentos en gabinetes de plástico en la calle. Las inyecciones de insulina serán más baratas allí que en una farmacia tradicional.
Pero en las calles cercanas a La Parada no hay forma de saber que lo que están comprando es real. Las falsificaciones abundan, pero es un riesgo que Laura y la familia piensan que vale la pena tomar.
“No hay insulina en casa, no se puede obtener en ningún lado”, dice Laura mientras mira la fecha de vencimiento de la inyección de insulina. Recogen dos inyecciones de color azul oscuro, por 8.000 pesos cada una (US$2,65), y continúan su camino. Eso les durará casi dos meses antes de que tengan quecomenzar la búsqueda de nuevo. No será tiempo suficiente para que el cabello de Laura vuelva a crecer.
Las inyecciones
Al otro lado de la calle, a no más de 10 metros de donde Laura se cortaba el pelo, Celene Cacique, de 29 años, está sentada en el pavimento. La madre detres tiene una chaqueta negra, roja y blanca con una imagen de Mickey Mouse. Está amamantando a su bebé más pequeña, Isabella, de dos meses, que está envuelta en una manta rosa y tiene un pequeño sombrero puesto.
El sol es fuerte durante el día, pero las madrugadas son frescas aquí. Es una buena idea cubrir a los bebés. Cuanto más grande sea la manta, mejor.
Celene llegó aquí a las 6:45 am, haciendo cola para entrar al centro de salud, que abre a las 8:00 am. Habla con otras madres que han venido a vacunar a sus bebés. Alineados a lo largo del pavimento, hay cochecitos de niños de colores brillantes, con bebés arrullados dentro.
El gobierno colombiano abrió el centro al final del puente para atender a la gran cantidad de venezolanos que cruzan la frontera para obtener vacunas.
Con la grave escasez de medicinas en Venezuela, se estima que un millón de niños no están vacunados y están volviendo a surgir enfermedades que habían dejado de ser un problema. La difteria y el sarampión son solo algunas de las que están regresando.
Es la segunda vez que Celene tiene que viajar a la frontera.
“Vine hace ocho días y había más de 120 niños”, dice ella.”Solo dejaron entrar 100 y los otros 20 no fueron atendidos. Tienes que llegar temprano”.
Han sido unos meses muy difíciles para Celene. Su esposo murió cuando tenía apenas cuatro meses de embarazo de Isabella.
Michel trabajaba como camionero en Colombia, moviendo carga a través de la frontera. Mientras conducía de vuelta a casa a las 10 de la noche en su motocicleta, se chocó contra una vaca en medio de la carretera y murió de manera instantánea. El hospital la llamó a las 3 am para decirle que estaba en el depósito de cadáveres.
“No hay luces en la carretera”, explica Celene con total naturalidad. “Hay muchos robos, la gente se lleva cables, cobre, no dejan nada. Es la forma en que encuentran dinero para pagar la comida”.
Los problemas económicos de Venezuela, en efecto, le costaron la vida aMichel.
El presidente Maduro fue lo peor que nos dejó Chávez”
Ese es un sentimiento compartido por muchos. Cuando Hugo Chávez llegó al poder en 1999, había esperanza. Fue un hombre que abogó por los pobres en una sociedad que siempre ha estado profundamente dividida. Era una figura vibrante y controvertida que quería liderar una revolución socialista en Venezuela.
Pero a Chávez lo ayudaron los altos precios de las materias primas que sirvieron para financiar sus ambiciosos programas sociales. El presidente Maduro no ha tenido tanta suerte y poco del carisma que tuvo su predecesor. Durante su liderazgo, el país ha caído en picada.
“El gobierno hace lo que quiere, tiene todo el poder”, dice Celene. “Solo Dios puede ayudarnos, es lo único que queda”.
Pero Celene tiene un salvavidas. Su suegra vive en los Estados Unidos y le envía US$500 cada dos meses. Con su nuevo bebé y dos niños mayores, que tienen 4 y 8 años, Celene no puede trabajar. Entonces ella confía en ese dinero para mantenerse a flote. Esa suma también la comparte con su hermana, su cuñado y su bebé.
Cerca, Jéssica Pérez está sentada junto a Celene, acunando a Santiago, un niño de 14 meses.
Es más fácil para nosotros porque estamos en la frontera, pero las personas que están en medio del país no tienen manera de hacer esto. No sé cómo hacen para sobrevivir si tienen hijos”.
Jéssica dice que si una mujer tiene una cesárea en un hospital público hoy en día, tiene que llevar sus propios suministros.
En 2016, la mortalidad infantil aumentó 30% en Venezuela. La materna, un 65%. Estas cifras impulsan a los venezolanos, si tienen los medios, a ir a Colombia en busca de ayuda médica.
A las 8:00 am se abre el centro de salud. Decenas de mujeres agarran a sus bebés, se amontonan y ocupan sus asientos en una fila de bancos bajo un techo de hierro corrugado.
En cuestión de minutos, los gritos hacen eco en todo el centro de salud improvisado. Tres enfermeras están sentadas en una pequeña mesa. Hay varias cajas refrigeradas en la parte superior, cada una con vacunas. Uno a uno, llaman a los bebés y, uno a uno, reciben tantos pinchazos como puedan. Aprovechan al máximo la atención médica gratuita. A la pequeña Isabella, la hija de Celene, le dan una vacuna 5 en 1, así como las de la polio, el rotavirus y el neumococo.
“Maduro necesita caer en cuenta e irse. Eso al menos nos daría esperanza, ya no tenemos ninguna esperanza”, dice Celene. “Los niños están muriendo de desnutrición, es una situación crítica”.
Y no se detiene, tiene mucho que decir sobre la situación en casa.
“El presidente lo ignora todo, dice que está bien y es una mentira”, continúa. “Es realmente triste porque te das cuenta de que nadie, en ningún país, puede ayudarnos. ¿Qué hacemos? Sobrevivimos”.
El hospital
Advertencia: este capítulo tiene imágenes de lesiones.
Mientras que los centros de salud improvisados junto al puente pueden lidiar con enfermedades menos graves, el hospital Erasmo Meoz, a diez minutos en automóvil del centro de la ciudad más cercana, Cúcuta, está luchando con problemas mucho más grandes.
El hospital universitario de ladrillo rojo cruje bajo la presión.
En el servicio de urgencias, los pacientes se alinean en camas a lo largo de la pared y frente a las puertas. Los familiares se reúnen alrededor de ellos, consolándolos.
Los que pueden, se sientan en una fila de sillas de plástico. Otros pacientes están en sillas de ruedas, conectados a goteros. Fuera del pabellón, en el patio del hospital, hay más personas esperando. Entre la masa de personas, un grupo de presos, encadenados por las muñecas, es guiado a otra parte del hospital para recibir tratamiento.
La sala de emergencia tiene capacidad para 75 camas. Pero en la actualidad hay 100 pacientes. Apenas hay espacio para moverse.
En una habitación fuera de la sala principal, un cadáver espera. Cubierto con una sábana de algodón blanco y atado de cuello y pies, está a la vista de todos esperando a que un miembro del personal lo mueva finalmente entre la multitud de camas y llegue al depósito. En este hospital caótico no hay espacio ni tiempo para una partida tranquila.
Cada cama está marcada con la nacionalidad del paciente.
Ángel Escobar, de 28 años, es uno de esos venezolanos. Su madre está envolviendo vendas alrededor de sus brazos enrojecidos, ampollados y supurando.
Ángel, su hermano Teobaldo y su madre Cecilia, hicieron recientemente el viaje desde la ciudad de Barinas, a 350 km de la frontera. No tenían el dinero para un boleto de autobús, así que en vez de eso consiguieron un aventón, cuidando a Ángel y sus heridas en el camino.
Ángel solía ser mecánico de motocicletas. Hace cinco años, estaba arreglando una moto en su taller cuando una chispa hizo explotar un tanque de gasolina.
“Recibí quemaduras de segundo y tercer grado”, explica.”Esperé en el hospital en Venezuela en busca de ayuda; nunca llegó”.
Su situación empeoró. Contrajo tres infecciones en el hospital y su salud cayó en picada de manera veloz.
Las lesiones que tiene se ven rojas y recientes, pero han sido cinco años de dolor diario. La piel supurante es consecuencia de las infecciones, no de las quemaduras en sí mismas.
“No lo trataron porque no tenían suministros”, explica Cecilia. Ella dice que ni siquiera había un especialista en infecciones en el hospital.
Ángel tiene costras grandes y escamosas en la parte superior de su piel, que están desprendiéndose de manera lenta ahora que está en el hospital.
Sus brazos están deformados por un error cometido por los médicos en Venezuela. En Colombia, dice que por fin está siendo atendido.
El doctor Andrés Eloy Galvis Jaimes, quien está a cargo de la sala de emergencias, dice que la situación se está saliendo de control.
“El 30% de nuestros pacientes en emergencias son venezolanos”, dice. “El gobierno nacional no nos está dando dinero extra. Llegará un momento en el que no tendremos más recursos para nadie. Eso es un temor real”.
A la vuelta de la esquina, un hombre de mediana edad está acostado en una cama en el pasillo esperando una operación de vesícula biliar. Vino de San Antonio, la ciudad al otro lado del puente. Lleva cuatro días allí acostado.
“En Venezuela no se puede conseguir nada, solo te mueres”, dice.”Ni siquiera hay sedantes”, agrega riendo. Solía trabajar en una fábrica de bolsas, pero se cerró.
Ahora, gana su dinero contrabandeando gasolina.
“No hay nada más que hacer”, dice. Todas las noches trabaja en “las trochas” –la palabra usada para los senderos ilegales que cruzan la frontera–. Es un viaje de 20 minutos, ida y vuelta. Él lo hace dos o tres veces por noche.
“Lo regalan en Venezuela”, dice sobre el combustible subsidiado.
Mientras que la hiperinflación ha visto dispararse los precios de la mayoría de los productos en Venezuela, los de la gasolina han permanecido bajos. Una botella de agua puede costar 30.000 veces el precio de llenar el tanque de un automóvil en Venezuela.
Para contrabandear 250 litros, él dice que le paga 15.000 pesos (US$5) a los soldados y recibe 20.000 pesos.
Los contrabandistas ganan una buena suma revendiendo combustible para pasar por la frontera. Es una de las razones por las cuales el presidente Maduro dijo a principios de este mes que quería deshacerse de los subsidios universales y permitir que los precios subieran a niveles internacionales.
Una larga caminata
En la Ruta Nacional 55, una carretera principal que sale al sur de Cúcuta, siete venezolanos caminan a lo largo del camino, con la esperanza de conseguir un aventón. Llevan sus pertenencias colgadas a la espalda o en pequeñas mochilas. Una pareja tiene bolsas de agua.
Eliane Pedrique tomó un autobús desde Valencia, la tercera ciudad más grande de Venezuela, hasta la frontera con Colombia. A partir de ahí, su única opción era caminar hasta Pamplona para buscar trabajo. Son cerca de 60 km.
Pero Eliane no está muy bien equipada, solo tiene sandalias para caminar. Pero con tarifas de autobús de 100.000 pesos (US$33), es un lujo que no puede pagar.
Eliane dejó a sus dos hijos, de 5 y 2 años, con su madre.
“Me siento muy triste”, dice, llorando.
“No hay forma de ganar dinero. No hay trabajo y lo poco que puedes ganar ni siquiera alcanza para comprar arroz”, dice. “Tienes que irte para poder ganar un pequeño dinero extra con el que puedas ayudar”.
En Venezuela vendió helados y frutas en la calle. Antes vendió jugo de fruta, pero con el precio del azúcar subiendo, tuvo que dejarlo.
No podía pagar los pañales para su bebé, así que usó trozos de tela, conocidos como “guayucos” y luego una bolsa de plástico envuelta alrededor para evitar que la orina se filtrara.
“No querían que me fuera”, dice de su familia que dejó atrás. “Me pidieron que tuviera cuidado, pero tienen fe. Tenemos que seguir adelante por el bien de nuestros hijos”.
Va a Pamplona sin saber qué hará, pero está dispuesta a intentar cualquier cosa.
“Si no trabajas, no comes”, dice ella. “Es una de las terribles consecuencias de este horrible gobierno que tenemos en Venezuela. En verdad, nos ha golpeado mucho y ha sido aún peor desde que volvió a ganar las elecciones en mayo”.
La joven quiere irse a casa en dos meses para darle a su familia el dinero que ha ganado y luego regresar a Colombia una vez más.
En el calor, la caminata no es fácil. Algunas personas en la ruta han sido amables, dando fruta y agua a los caminantes. Pero no todos son amigables. El día en que llegaron, un hombre les dio agua con fertilizante de plantas.
Édgar Centeno conoció a Eliane en la frontera y se unieron para darse apoyo moral durante la caminata. Él tiene 21 años, y una compañera y un niño de dos años en casa. En Venezuela, se desempeñó en varios trabajos, arreglar unidades de aire acondicionado era solo uno de ellos.
“Se necesitan al menos diez trabajos para poder sobrevivir”, dice.
Colombia, sin embargo, es un lugar de oportunidades. En la espalda de Édgar hay una mochila amarilla, azul y roja. Son los colores de la bandera venezolana. Es una bolsa que el gobierno les dio a los niños de las escuelas venezolanas, pero se ha convertido en algo común entre los migrantes.
“Mi objetivo no es volver con las manos vacías”, dice, mientras camina. “Me hice la promesa de que tengo que darle un buen futuro a mi hijo. Pase lo que pase, necesito apoyarlo”.
No sabe dónde terminará, podría continuar por Sudamérica para encontrar el trabajo adecuado. Está pensando en Perú como una opción.
Sin embargo, ese sueño puede no ser fácil de lograr. Los vecinos de Venezuela están apretando sus fronteras.
Ecuador declaró el estado de emergencia con más de 4.000 venezolanos que cruzan la frontera entre Colombia y Ecuador todos los días. Poco después, tanto Ecuador como Perú dijeron que los venezolanos necesitarían pasaportes para ingresar a sus países. Hasta ahora, una identificación personal había sido suficiente.
Todos los caminantes culpan al presidente por la crisis en la que se encuentra el país. Édgar lucha por articular lo que siente y luego lo suelta.
“Es un inútil, es una basura”, dice.
“Culpa a todos, menos a él mismo”, agrega Elaine. “Él no asume ninguna responsabilidad. Debería irse”.
Es de esperar que personas como Eliane, que están saliendo de Venezuela, estén contra Maduro. Pero el gobierno sostiene que las críticas son injustas: que el país estaría en una mejor condición si no fuera por los “imperialistas” de EE. UU., las sanciones impuestas a los miembros de su gobierno o una oposición que, dice el presidente, está empeñada en destruir el país.
Maduro y su gobierno a menudo se pintan a sí mismos como las víctimas en esta historia del declive de Venezuela. Y tildan a los que se van como desertores de la causa socialista.
Édgar, Elaine y sus amigos no quieren quedarse. Tienen terreno para recorrer antes de que termine el día. Cruzan la calle y comienzan a caminar hacia un futuro nuevo y desconocido.
Volver
A medida que avanza el día, las colas continúan armándose en la frontera. Cientos de personas hacen fila en inmigración para recibir un sello en su pasaporte y hacer que su viaje sea más sencillo.
Hay colas en las casas de envíos de dinero, donde los venezolanos esperan para recoger los fondos que les envían los familiares y amigos que viven en el exterior.
Y colas para los autobuses: personas esperando con maletas amontonadas, sus posesiones empacadas de manera cuidadosa mientras se dirigen a encontrarse con sus amigos y familias en toda América del Sur.
Pero por cada venezolano que tiene la suerte de seguir adelante, quedan docenas que no tienen los recursos para ir a ninguna parte.
Johny, Ángel y Yember están dando vueltas por la mitad del puente, esperando que los venezolanos vengan. Vestidos con camisetas, jeans rotos y zapatillas, cada uno tiene un carrito de equipaje en la mano con una cuerda enrollada alrededor de las manijas. Están listos para atar las pesadas bolsas de los venezolanos que llegan y ayudarlos a cargarlas hasta la parada deautobús más cercana. Pero el trabajo como “maletero” es muy lento.
“Las personas que vienen de Venezuela son inmigrantes que no tienen nada”, me dicen. Vienen en busca de dinero y vidas mejores y pocos tienen dinero para pagarle a alguien que les ayude con su equipaje.
En un buen día, ganan 15.000 pesos (US$5), pero en uno malo, ni siquiera uncentavo.
Han perdido la esperanza de un cambio en casa. Con el presidente Maduro ganando las elecciones, ahora tiene otro mandato de seis años, que ellos piensan que completará hasta el final.
“Si las cosas pudieran terminar en paz, eso sería lo mejor”, dice Johny. Descarta la idea de que los militares vayan contra el presidente. “Un golpe podría significar que muchas personas, incluidos niños, morirían. Pero si las cosas pueden terminar, bueno…”, dice y se calla, pensando en las opciones.
Desde el puente donde están “los maleteros”, se puede ver una jaula azul. En el interior hay una figura de la virgen de Nuestra Señora del Carmen. Ella es la patrona de los conductores y del Ejército en los Andes. En una parte del mundo donde la esperanza se está desvaneciendo, la fe sigue siendo fuerte. Es apenas lógico, porque su hogar es una ciudad fronteriza insegura, donde los soldados operan durante todo el día.
La virgen está en un camino de tierra, frente a un patio repleto de metal donde Pompilio Rincón arroja losas de aluminio sobre un montón de chatarra.
Rincón dice que hay muchos recicladores de metal que vienen de Venezuela.
“Antes, los venezolanos venían en sus automóviles y camiones”, dice. “Ahora, la gente trae metal en la espalda, mujeres y niños también”.
Mientras charla, un adolescente con una camiseta de manga corta a cuadros entra con una gran bolsa y tira su tesoro en la enorme balanza en el piso del almacén. Espera obtener 1.500 pesos (US$0,5) por un kilo de metal.
Breiner Hernández, de 15 años, viene de San Cristóbal, Venezuela. Va a la escuela por la mañana y cuando no está estudiando, busca metal. Cada pocos días, salta al autobús con su bolsa para venderlo en La Parada, al otro lado de la frontera.
“Con chatarra, lo que gano en un mes en Venezuela, lo hago en un día aquí”, explica, y agrega que el dinero va para ayudar a su familia a comer. Vive con su abuelo, que cuida de sus dos hermanos menores. Por eso, el salario de Breiner es importante.
Lleva haciendo esto desde el comienzo del año.
“La situación es realmente difícil”, dice. No tiene edad para votar, pero eso no le impide tener una opinión sobre la política de su país.
“Nadie quiere a Maduro, trata a la gente muy mal”, dice. “Necesitamos un cambio”.
A medida que el sol comienza a ocultarse, más y más venezolanos regresan al puente habiendo hecho su trabajo por el día. Alimentos comprados, citas médicas cumplidas. Un transeúnte cargado de pañales grita: “¡Qué humillación!”. La gente tiene que salir de su país para comprar productos básicos para poder sobrevivir.
Pero a pesar de que la tarde se desvanece, todavía hay muchos tratando de ingresar a Colombia. Están haciendo cola en una valla de metal amarillo brillante, como ganado acorralado, esperando su turno para mostrar sus documentos y poder entrar.
La Guardia Nacional Bolivariana los conduce al lado colombiano. En una barrera, hay una valla publicitaria.
“Territorio de paz”, se lee. Pero un soldado murmura, parece cansado.Trabaja para el gobierno, pero sufre lo mismo que sus compatriotas. Su salario no alcanza y no puede tener una comida decente.
“Me pregunto cuánto tiempo podré estar aquí”, dice mientras contempla su escape.
Fuente: https://www.bbc.com/mundo/resources/idt-sh/venezuela_bridge_mundo