Alfredo Infante
Salí desde el centro de Caracas hacia el aeropuerto de Maiquetia a 10 para las 4 pm; inmediatamente después del consejo de redacción de la revista SIC. No hubo mucho tráfico en el trayecto. Las vías estaban militarizadas como es costumbre, ahora, en Caracas. Llegué a tiempo convencido que viajaría sin problemas a la tierra del sol amada. Al llegar al mostrador de la línea y entregar mi cédula para el cheking, la jóven funcionaria me devolvió el documento y me dijo: – ” Señor usted no viaja hoy de Caracas a Maracaibo, su vuelo está registrado de Maracaibo a Caracas”. No salía de mi asombro. Menos mal que había impreso mi boleto donde estaba muy claro que viajaba en el vuelo Caracas- Maracaibo, de la línea Lasser a las 7:30 pm. Lo mostré, lo contrastó con la información de su pantalla y me sugirió que hablara con el gerente, porque ella no podía hacer más nada, sino cumplir con lo que aparecía registrado en el sistema. Me señaló a un señor, que en realidad no era gerente, sino el jefe del mostrador.
Con paciencia, esperando solucionar el problema me dirigí al “gerente”. Este con porte prepotente me dijo: ” mire Señor, ese debe ser un error de la agencia de viaje”. Yo le respondí: ” y cómo va a ser un error de la agencia de viajes si el boleto fue comprado en la mera línea y, además, mire, aquí tengo impreso el itinerario de vuelo”. Su respuesta fue de un cinismo inesperado: ” bueno, seguramente, usted mismo lo mandó a cambiar porque ese itinerario fue cambiado, bla, bla, bla”.
Lo cierto es que me encontraba en el aeropuerto de Maiquetia con un boleto con el destino trocado y sin poder llegar a mi destino que era Maracaibo. Respiré profundo y decidí ir a otras líneas para ver si lograba comprar un pasaje con destino a Maracaibo y así salvar mis compromisos: “un foro sobre la situación del país en la Universidad Rafael Urdaneta”. Ninguna línea tenía cupo. Entonces, pensé tomar un taxi desde Maiquetía hasta el terminar las banderas para viajar en autobús, pero ya no me daban los tiempos para llegar a Maracaibo a la hora acordada. Volví al mostrador para quemar todos mis cartuchos. Esta vez les dije a los funcionarios de la línea que me parecía una gran irresponsabilidad jugar con los tiempos y los destinos de los usuarios. Ellos mismos, en tono desafiante y cínico, me sugirieron que pusiera la denuncia ante el defensor de los pasajeros. Pero que va, todo está acordado, ya son pana, a quien en teoría le toca defender al usuario, se va haciendo cómplice, al punto que se hace una pieza más del círculo del mostrador.
Entonces, decido, suspender el viaje. La decisión la tomé en diálogo con Francis, del equipo Gumilla Zulia, quien me estaba acompañando vía telefónica desde Maracaibo. Sentí una impotencia grande, desmesurada. Una vez tomada la decisión forzada, llamé a Wladimir, mi amigo taxista, para que viniera a recogerme. Mientras esperaba, me senté en el piso del aeropuerto y para recuperar la paciencia hice algunos ejercicios de interioridad.
De repente sucedió algo muy curioso. Un grupo de personas – que se encontraban ocultas, mientras los pasajeros reclamaban impotentes, porque no fui la única víctima del poder del mostrador- aparecieron en la taquilla a buscar sus tiquetes. Una de las funcionarias de la línea le repartía con rapidez y complicidad los boletos y cédulas. Claro, ya los pasajeros que protestaban se habían retirado indefensos, frustrados y burlados, porque supuestamente el vuelo estaba cerrado.
Descubrí la trampa. Los funcionarios del mostrador se rebuscan con la reventa de boletos y así redondean su salario. El usuario, no asegura, con la compra del boleto su viaje. Es una lotería, está vez me tocó a mí. Se me ocurre que la empresa permite esta dinámica, haciéndose la vista gorda porque es menos problemático a sus intereses económicos mantener el rebusque que formalizar la relación laboral. Por su parte, el trabajador prefiere el rebusque porque tiene banda ancha para la ganancia extraordinaria. Un convenio laboral le pone techo a la ganancia. Toda esta dinámica vulnera los derechos del usuario que conscientemente no se presta al juego extorsivo. Pero a su vez, tiene su caldo de cultivo en todos aquellos usuarios que entran en las arenas movedizas de la corrupción al comprar boletos de reventa e incluso, muchas veces, induciendo al funcionario de la línea. Es un círculo vicioso y perverso que esta carcomiendo como un cáncer la institucionalidad y la convivencia ciudadana.
Justo, en el consejo de redacción de la revista SIC habíamos estado conversando de como la entronización de las relaciones mafiosas está instalándose en todos los espacios de la vida cotidiana corroyendo al sujeto, personal y cultural. Hay, como lo verbaliza el teólogo Pedro Trigo “un deterioro antropológico”.
Los que conocemos los terminales de autobuses de nuestras ciudades, sabemos de sus dinámicas y la subculturas mafiosas que ahí se anidan. El aeropuerto de Maiquetía va en camino de parecerse al terminal la Bandera. Modos mafiosos vulneran cada día el derecho de los pasajeros. En Maiquetía el poder se asienta detrás del mostrador.