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El perdón es motivo de alegría

Vía Vatican News (1)

Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Todas las lecturas del próximo domingo coinciden en patentizar la realidad del perdón divino, cuyas notas más características son la paciencia (a la espera de la conversión de las personas) y la creatividad, en el sentido de que el perdón es capaz de “abrir grietas” en medio de realidades pecaminosas “cerradas sobre sí mismas”, para que entre en éstas un poco de luz divina y aire fresco, espiritual.

Dios perdona el pecado de idolatría a Israel, gracias a la intercesión de Moisés. Jesucristo vino al mundo para perdonar a los pecadores, siendo Pablo el primer agraciado, porque en definitiva el Señor Jesús vino a encontrar —salvar— cuanto se había perdido.

Reflexionemos más en detalle esta Buena Noticia.

El pueblo se pervierte cuando se fabrica becerros metálicos, ídolos

¿Qué es lo que motiva a una sociedad a empeñar su libertad, entregándola a becerros metálicos? ¿Para qué postrarse ante un “ídolo” que es hechura de nuestras manos? ¿Por qué debemos morir para que el ídolo continúe viviendo? ¿Para qué ofrecer nuestra sangre a ídolos que dilatan su abdomen, mientras nuestras costillas se hallan a nivel epidérmico? ¿De qué modo se benefician las ovejas dejando entrar al lobo en el redil, para después nombrarlo pastor y guía?

Israel no tiene ningún reparo en cambiar a Dios por un becerro metálico, es decir un ídolo. El pueblo se desentiende del valor de la libertad, conquistada a caro precio, para colocarse en las manos abusadoras del ídolo, cuyo único interés real es él mismo, por mucho que apele al bienestar del pueblo del que se autodefine su incondicional defensor. Resulta incomprensible que un pueblo se diga feliz porque sus dirigentes mejoran su tenor de vida –bajo todo aspecto– mientras éste se hunde, se depaupera, haciéndose pedazos hasta perder la propia dignidad.

El perdón que Dios dona tiene que ver con ofrecer nueva y pacientemente su libertad a Israel, de manera que retome su camino hasta la conquista definitiva de la Tierra prometida. En este punto, es fundamental la figura de Moisés, dirigente honesto, que sabe colocar los intereses del grupo antes que los propios. Moisés intercede en favor de los suyos, “recordándole” a Dios quién es: un Dios misericordioso, fiel a su palabra y promesas.

La relación con Dios encierra una enorme diferencia con respecto al ídolo. Mientras que el lobo esquilma a la oveja, le devora hasta las entrañas para garantizar su subsistencia, Dios es capaz de dejarse matar para que la oveja tenga vida.

Así las cosas, no se comprende, pues, que el hombre se construya un ídolo que terminará “asesinándolo”, rechazando al Dios dador de vida y libertad. Pero Dios se sobrepone a esta paradoja, donando su perdón a este hombre. Tengamos bien presente que el pecado condonado no es otro que la idolatría, repudiado abiertamente por Israel, y sin embargo cede y cae en esta gravísima falta.

Lejos de la fe

Que Dios nos ofrezca su perdón, pide de parte nuestra el reconocimiento de nuestra falta a ejemplo de San Pablo, quien no solo reconoce ser un blasfemo, un perseguidor e insolente, sino que la raíz de todo ello es hallarse lejos de la fe. Es su ignorancia la que potencia su comportamiento pecaminoso.

Dios se compadece de este pecador; gracia, fe y amor se sobreponen a la iniquidad. Y Jesús viene al rescate de Pablo pecador, le da el ministerio de proclamar esta noticia, de manera que todos aquellos que se encuentren en una situación similar, pueden acercarse a la fe en Jesucristo y tengan vida eterna.

Lo había perdido, y lo encontré

La noticia de Jesucristo es ésta: Dios acoge a todos los pecadores. Esta noticia provoca una desbordante alegría entre los pecadores, y un odio enconado entre quienes se sienten mejores, o “puros” y “santos”. Probablemente, nos hemos cruzados con personas que viven según estas coordenadas y se sienten con el derecho de criticar, juzgar y excluir a los demás.

A este tipo de personas, Jesús dirige las parábolas de la misericordia. Este es el marco donde encuadrar las palabras de Jesucristo para poderlas comprender en mayor profundidad (una cuestión “técnica” bien sencilla: en el Evangelio de Lucas, “perdido” es sinónimo de pecador).

El relato evangélico habla de la oveja y la moneda perdidas, y del hijo que decide alejarse de casa, perdiéndose en un mundo que termina doblegando su dignidad. El pasaje también señala que hay un pastor que va en busca de la oveja, que hay una mujer que barre la casa buscando la moneda, y un hijo que vuelve sobre sus pasos; reflexionando detenidamente, el hijo decide volver a casa.

Una vez hallada la oveja, la moneda y el regreso del hijo, todos responden festivamente: el perdón de los pecados es una fiesta.

Las parábolas de la misericordia se concluyen con la negativa del hijo mayor de participar de la alegría del padre por haber recuperado al más pequeño, aunque no sabemos con certeza si finalmente lo hizo o no.

Que Dios perdone la idolatría, la blasfemia, la violencia y la insolencia, es Buena Noticia para los moralmente excluidos; en cambio, es una “pésima noticia” para quienes viven excluyendo a sus semejantes, precisamente porque no los consideran semejantes. Y es tal el repudio que prueban al escuchar las parábolas, que decidieron acabar con la vida de quien las contaba.

De igual modo, Jesús no tiene ningún reparo en entregar la propia vida para que nosotros tengamos vida: es el Pastor que va en busca de la oveja, es la ama de casa que mueve cielo y tierra hasta encontrar la moneda, y es el Padre paciente y misericordioso, consciente de que el amor depositado en el hijo lo traerá de vuelta; dialogante y humilde que comprende la posición del otro hijo, que quiere y busca unir a su familia y lo invita a comulgar de su alegría.

Las noventa y nueve ovejitas que no dejaron el redil, deberían estar sobremanera contentas de ver cómo se comporta el Pastor, y pueden estar seguras de que el día que alguna de ellas se pierda, el Pastor no dudará en irla a buscar. Esto genera confianza y es motivo de alegría.

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