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El papel de la mujer en la iglesia hoy

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Eres el sello de una obra maestra,
lleno de sabiduría, acabado en belleza
Ez 28,12-13

El artículo de la profesora Rebeca Cabrera reflexiona sobre el papel de la mujer en la Iglesia, destacando su contribución histórica y la necesidad de reconocer su dignidad e igualdad. A través de ejemplos bíblicos y la crítica a estereotipos, se aboga por una participación activa de las mujeres en la vida eclesial, enfatizando que su misión es esencial para la transformación de la comunidad cristiana. Se concluye que, aunque la mujer ha sido silenciada, su papel es vital en la construcción de una Iglesia más inclusiva y habitable.

Voy a hablarles desde mi condición de laica, blanca, latinoamericana, urbana, universitaria, católica y madre, con una clara conciencia de formar parte de una minoría privilegiada, lo que limita mi interpretación. Mi encuentro con Jesús fue tardío, aventura que surge por tomar la Biblia en mis manos y, al igual que san Agustín, tuve la bendición de transformar mi vida, pues me hizo pasar de un cristianismo de tradición a un cristianismo de convicción, pero con ello tuve la necesidad de asumir una visión crítica en materia de fe, a dudar, a hacer preguntas, a levantar sospechas, sobre todo lo femenino en la tradición de la Iglesia, como búsqueda de unir en la Iglesia testimonio y profecía, carisma e institución de manera fecunda y orgánica.

             Generalmente al leer la Escritura, nos mantenemos en la visión patriarcal, señalando simplemente reivindicaciones de mujeres, o se habla de las mismas para que se valorice su presencia en la Biblia y en las iglesias pero, no para una comprensión igualitaria de lo humano, ni para acercarnos a la trascendencia con nuevos ojos.

             Al analizar mi papel en la Iglesia, me he leído a mí misma, a nuestras tradiciones y nuestros conceptos jerárquicamente ordenados, provocando un vendaval de inquietudes sobre una nueva manera de comprender a Dios, sobre todo desde el ser mujer en la Iglesia, pero también implica una mayor responsabilidad.

             Parafraseando a María Teresa Porcile, en Cana cualquiera hubiera podido advertir que no había vino, pero, fue una mujer quien lo hizo. En Samaria cualquiera hubiera podido ir al pozo en busca del agua viva, pero fue a una mujer a quien se le prometió. En Betania, cualquiera hubiese podido perfumar el cuerpo de Jesús, pero fue nuevamente una mujer quien tuvo esa atención, adelantándose a su sepultura. En la cruz cualquiera hubiera podido representar el discipulado, pero fue la mujer, la madre, la amiga, la designada a recoger el grito, la sangre, el agua y el Espíritu. En el jardín cualquiera hubiese podido buscar, esperar y hallar, pero fue María Magdalena quien se encontró al Resucitado. Es una teología del testimonio.

             Y es una invitación a la recuperación y reparación en la historia de la mujer testigo y su misión en la Iglesia que podemos plantear preguntándonos ¿qué pasaría si en la Iglesia creciéramos en esos testimonios de atención, de compasión, de adoración y de esperanza que ya hoy, tantas mujeres que se han encontrado con Jesús realizan en el mundo?, ¿de hacernos sentir en la casa, Iglesia-habitación para ayudar a transformar el mundo, de la oikoumene [1]?

             La Iglesia es femenina. En su contenido simbólico se la asocia a la Virgen, a la esposa, a la madre que fecunda, engendra, da a luz y ayuda a crecer a los hijos e hijas. En ella se gesta la vida y es el rostro visible que muestra al mundo la ternura y la misericordia del Padre.

             Así lo expresa Von Baltasar: “La Iglesia que nace de Cristo, encuentra en María su centro personal y la realización plena de su idea eclesial ”Se puede decir, por tanto, que la Iglesia se inicia con el sí de María, es decir, con una “misión femenina” que resume y plenifica la historia de Israel.

             Repensar nuestros roles en términos de participación nos lleva a la iglesia primitiva en la que hubo aportaciones plurales acorde a carismas específicos. Dijo Clemente de Alejandría que “… fue a través de las mujeres que la doctrina del Señor penetró sin escándalo y sin levantar alarma”. Hoy parece que vamos en caída. Se dice que este es el siglo de los laicos, también lo es del éxodo de bautizados que en la Iglesia es cada día mayor, así como las vocaciones sacerdotales y religiosas son cada vez menos.

             Es una tendencia que parece irreversible; sin embargo, quienes amamos la Iglesia reconocemos la importancia de la contemplación en la acción para humanizar el mundo y ofrecer una nueva antropología en las relaciones humanas en la Iglesia y la sociedad, que hagan atractivo y novedoso el ser cristiano.

             Los documentos de la Iglesia de los años recientes subrayan la dignidad de la mujer, su igualdad de derechos con el hombre y su corresponsabilidad en la misión evangelizadora; sin embargo, en la práctica comprobamos que el debate no ha sido asumido con la debida seriedad. No en vano, ¿por qué varón y mujer siguen diferenciándose en lo que son iguales, que es en el ser y quieren ser iguales en lo que son distintos, que es el estar? El problema no son las diferencias, sino que se parta de ellas para promover desigualdades.

             Quizá la raíz se encuentre en que la mujer hoy confronta tres poderosos enemigos en la sociedad: su masculinización, la revolución sexual y la publicidad subliminal por la que el cuerpo de la mujer se cosifica, dando como resultado, una antropología empobrecida.

        En la Iglesia se ha dejado filtrar esta desfiguración de la naturaleza femenina, lo que ha dado lugar a estereotipos de mujer que se manejan en la Iglesia en forma más o menos consciente:

  • La mujer tentadora, asociada a la Eva que se deja convencer por la serpiente. Esta imagen, explícita incluso en algunas homilías, toma cuerpo en los miedos que se forman en algunos ámbitos de formación religiosos, donde se considera que hay que alejar a los seminaristas de todo contacto con mujer para que lleguen a madurar su vocación; con una consecuencia a veces terrible: la misoginia, que destruye vínculos e imposibilita encontrarse con la mujer en la tarea pastoral. Es la herencia de María Magdalena, de quien los evangelios jamás mencionan que sea prostituta, pero, en una homilía papal en el 591 se la proclamó como tal, idea asumida en el imaginario cristiano, hasta el punto de que es la patrona de las prostitutas,
  • La mujer madre, cuasi celestial, asociada a María madre, asunta al cielo, pero alejada de toda decisión personal y libre. Es una imagen ideológicamente conservadora que encasilla a la mujer en la función de lo privado, como ama de casa, subordinada al esposo y a los hijos. Es la imagen perfecta de Proverbios 31 que asume a la mujer buena en la medida que calle, atienda al marido y ponga la mesa en su santo lugar.
  • La mujer que se autodesvaloriza, desfigurando la virtud de la humildad. Visión que se construye desde lo que la mujer se forma de sí misma y, porque en vez de practicar un servicio en la Iglesia, deriva en un servilismo en las comunidades y parroquias o, en una modestia mal entendida que la desvaloriza, lo cual no es sano ni cristiano.

             San Juan Pablo II en el n° 10 de Mulieris dignitatem, dice que la mujer no puede convertirse en objeto de dominio y de posesión masculina. Afirma además que ese concepto de subordinación es consecuencia del pecado y que su superación es tarea de todas las generaciones. Los signos de los tiempos muestran la necesidad de superar esas diferencias y que la Iglesia se replantee el rol de la mujer a fondo, sin silencios impuestos.

        Y afirma el papa Benedicto XVI en una carta a los obispos sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia, en 2004, que:

             Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca central y fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia, que ésta recibe de Dios y acoge en la fe. Es esta identidad ‘mística’, profunda, esencial, la que se debe tener presente en la reflexión sobre los respectivos papeles del hombre y la mujer en la Iglesia.

              Y el papa Francisco va todavía más lejos al afirmar que “las mujeres somos más importantes que los obispos y curas”. ¿Es así realmente? 

             La sociedad patriarcal que ha mantenido nuestros valores intocables, clama un nuevo paradigma que emerge con fuertes dolores de parto. Ya lo dijo Jesús: la letra mata. Y es que la historia de los varones ha sido escrita por hombres con palabras, pero la historia de las mujeres ha sido escrita por Dios con los silencios.

             Jesús comenzó su vida pública transformando el agua en vino y terminó transformando el vino en sangre; nos dejó su legado, pero al árbol se juzga por el fruto y no siempre hemos dado buenos frutos, lo cual debe interpelarnos sobre nuestro cristianismo conscientes de que de nosotros dependerá nuestro futuro como Iglesia, de la capacidad de convertirnos en el árbol de la parábola en el que aniden todos los pájaros, hombres y mujeres, blancos y negros, de derecha o de izquierda…

             A veces es necesario talar el árbol y hacer con él una cruz para llevarla todos los días. Es una invitación a discernir los signos de los tiempos a partir de la novedad escatológica introducida en la historia con la venida del Logos a nosotros (cf. Jn 1,14) y asumir la imagen de la levadura en la masa para captar la relación necesaria entre lo que esperamos, queremos, luchamos y somos en nuestro estilo de vida. Nos recuerda que la acción no produce sus frutos más que en la paciencia de la historia al ritmo necesario para la madurez.

             Amamos a la Iglesia católica, pero pertenecemos a la mayoría silenciosa por ser laicas y a la mayoría silenciada por ser mujeres. Sin embargo, reconocemos que en América Latina es “visible” el rostro femenino de la Iglesia en el silencio y el anonimato, porque las mayorías que participan activamente en las celebraciones eucarísticas y colaboran en la formación del “alma cristiana” del continente, (cfr. SD 106) son mujeres, aunque su tarea asidua y cotidiana en la misión haya sido “invisible” y por mucho tiempo sus nombres hayan permanecido en silencio. Poco a poco, esa entrega está siendo valorada.

             Por esta razón surgen cada vez más espacios dentro de la Iglesia donde las mujeres vamos reflexionando sobre nuestra situación, especialmente en los sectores populares. Allí las mujeres son las que participan en las comunidades de vida a la luz de la Palabra de Dios y son las principales agentes de evangelización.

             Hoy comienzan a escribirse nuevas historias en la Iglesia desde la perspectiva femenina. Hay mucho que recuperar porque, si el ser mujer es ser para la vida, sus ministerios en la Iglesia serán para la vida. La mujer conoce en su carne lo que es acoger una vida, dejarla crecer en ella, darla a luz, sostenerla, alimentarla, acompañarla. Toda mujer, aún la que no es madre físicamente, es espacio de acogida y tiene el secreto de la habitación. Es el gran ministerio de la mujer en el mundo, la sociedad y la Iglesia. Hacer espacios habitables, crear comunicación, comunión, comunidad…  De allí que presentamos varios retos: Rescatar lo femenino en su dimensión propia, reconocerlo en su alteridad y reciprocidad con lo masculino y descubrir como todo construye comunidad. No es fácil…. pero, se hace camino, al andar.

             Cuentan que en una ocasión un misionero llegó a un poblado indígena con la idea de evangelizarlos; fue recibido con atenciones y los indígenas se pusieron a escucharlo: Vengo a traerles la noticia de un Dios padre, que nos quiere a todos y desea que vivamos como verdaderos hermanos, sirviéndonos y ayudándonos unos a otros ¿aceptan la noticia que les traigo y recibirlo en sus corazones? Calló el misionero y los indígenas permanecían en silencio, hasta que el cacique con voz serena, le dijo: quédate a vivir con nosotros un tiempo y si en verdad vives lo que quieres enseñarnos, entonces volveremos a escucharte.

             La falta de coherencia entre palabra y vida sigue siendo un problema en nuestra Iglesia y en nosotros, quienes afirmamos creer. Esforcémonos todos, hombres y mujeres, no tanto por encontrar la verdad en la vida, sino por vivir la vida en la verdad. Y también quiero anunciar que Jesús sigue vivo y que nuestra Iglesia puede ser tierra que mana leche y miel para todos y todas.

Notas

[1] Casa habitable o mundo habitable.

Referencias

DA COSTA GÓMEZ, P. (1995): La mujer o el hilo oculto de la historia. Caracas: Trípode.

OSSA ARISTIZABAL, O. (1996): La esclavitud de la mujer. Caracas: San Pablo.

PORCILE SANTISO, M. (1998): Con ojos de mujer.Montevideo: Doble clic.

RODRIGUEZ, E. (2003): Mujeres: ¿desiguales o diferentes?. Buenos Aires: Claretiana.

 

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