Germán Briceño Colmenares
“Y al océano inmenso aunque posible / enseñan estas Quinas que aquí ves / que el mar con fin será griego o romano / pero que el mar sin fin es portugués”.
Fernando Pessoa
Mi primera noción de Portugal la tuve siendo un niño a través de dos imágenes singulares y un tanto paradójicas. Ambas, al igual que sus míticos navegantes, llegaron hasta mí cruzando el Atlántico como souvenirs de algún viaje de mis padres. Una era un pequeño gallo de plástico encaramado sobre un pedestal que se decía tenía poderes mágicos: mediante cambios en el color de su plumaje era capaz de predecir el tiempo. La única prohibición expresa era tocarlo, pues ello acabaría con sus artes adivinatorias. Sin embargo, para un niño era sencillamente imposible resistirse a acariciar sus aterciopeladas plumas, de un azul intenso cuando brillaba el sol, de un púrpura melancólico cuando caía la lluvia. De un día para otro desapareció de mi vista para siempre. Supongo que, de tantas caricias, el pobre se dio por vencido y decidió pasar el resto de sus días en el fondo de un desván, donde no habría soles ni lluvias que predecir, ni dedos indiscretos que eludir.
La otra, era una imagen de la Virgen de Fátima, también hecha de un material sintético que imitaba el marfil. Estuvo durante años sobre mi mesa de noche, la mayoría de ellos soportando con santa resignación mi indiferencia, hasta que un día, en alguna mudanza, también desapareció sin dejar rastro. La he buscado sin cesar inútilmente. Con todo, ahora sé algo que tal vez antes no sabía: aunque la imagen ya no esté sobre mi mesa, “Ella” siempre está ahí. Ahora vela mi sueño un pequeño retablo de la Virgen de Guadalupe, pero no dejo de pensar en cómo pude haber perdido a mi Señora de Fátima y en la poca atención que le presté mientras me acompañó.
Algún tiempo después, cayó en mis manos un maravilloso libro de viajes de Arturo Uslar Pietri, titulado el Globo de Colores, que tal vez reúne las páginas más luminosas y entrañables del gran escritor. Tristemente también el libro sucumbió a los embates de las mudanzas –he llegado a la conclusión de que lo mejor que uno puede hacer es no mudarse nunca–. He intentado sin éxito algunas someras excavaciones en mi biblioteca, a lo mejor algún arqueólogo del futuro corra con la suerte de hallarlo y disfrutar de sus maravillosas páginas. Decía Uslar en el prólogo –que sí he podido recuperar en el ciberespacio– que: “Nada me ha atraído más, ni siquiera los libros, que entrar por un camino nuevo y llegar a una ciudad desconocida”. Pues bien, el hecho es que la impresión que las nobles gentes y la sobria belleza de Portugal dejaron en él, fue tan honda y supo comunicármela tan bien a mí que desde entonces profeso un afecto gratuito e imperecedero hacia los portugueses.
Pasados unos años irían apareciendo ante mis ojos las magistrales obras de António Lobo Antunes; sus crónicas y, sobre todo, sus novelas, desnudarían la complejidad y el hastío que se escondían detrás de una aparente calma, los traumas y las grietas que afloraba en un país agotado por una larguísima dictadura de una estructura casi feudal y corporativista, en la que el poder político y económico estaba concentrado en pocas manos de afectos al régimen, con la oposición y los sindicatos virtualmente proscritos, a la que en su etapa final se sumó la pesada losa del inútil sacrificio de miles de jóvenes en unas guerras coloniales bizantinas y ajenas a la realidad de las mayorías –que vivían bajo el terror de la sorda represión de la temible PIDE (Policía Internacional y de Defensa del Estado)– y que en sus estertores sucumbió a la tentación de cerrarse al cambio al pretender eternizar el anquilosado “Estado Novo”, tras la súbita incapacidad del sempiterno António de Oliveira Salazar, mediante la dudosa “evolución en la continuidad” de Marcelo Caetano.
Todas esas contradicciones desembocarían, de una manera casi sorprendente e inesperada –si bien es cierto que las tensiones comenzaban a aflorar desde hacía un tiempo atrás–, en el desmoronamiento de una dictadura de casi medio siglo, como consecuencia de la célebre Revolución de los Claveles, de la que se están cumpliendo cincuenta años este 25 de abril, fecha en la que los portugueses celebran desde entonces su Dia da Liberdade.
Hay algo que, por obvio, muchas veces se suele olvidar: aunque ninguno es deseable no todos los golpes son iguales. Una cosa es insurgir contra una democracia y otra muy distinta es derrocar una autocracia. Lo primero es un delito de lesa patria, lo segundo puede llegar a convertirse en un deber de conciencia. Y si los golpes se diferencian por sus causas, también lo hacen por sus fines: hay unos que conducen a la democracia, mientras otros dan origen a una tiranía. Aunque se dice que no suele haber golpes buenos, los capitanes portugueses, tal vez sin conocer exactamente el alcance de lo que hacían, se las arreglaron para dar el golpe perfecto: acabaron con una tiranía, dieron origen a una democracia, y todo eso lo hicieron sin apenas derramar una gota de sangre. Como muestra de su intención pacífica, los soldados que participaron insertaron claveles que les entregaron unas multitudes eufóricas en los cañones de sus fusiles, dando nombre a su célebre revolución1. También es cierto que, quienes hubieran podido oponerse al golpe con violencia, desistieron de hacerlo.
No quiero entrar en la polémica de si el régimen de Salazar fue bueno o malo en su totalidad. Se trata de un asunto complejo y de una materia sobre la que ignoro más de lo que sé. Es posible que Salazar le haya dado a Portugal una cierta estabilidad en tiempos especialmente convulsos en Europa, es posible que lo haya salvado de verse envuelto en los grandes conflictos del siglo XX –no lo salvó, en cambio, de las guerras coloniales–, es posible que durante algunos períodos de la dictadura se haya visto una relativa prosperidad económica –sin dejar de ser uno de los países más pobres y atrasados de Europa occidental–, pero lo cierto es que, entre más tiempo se perpetúa el ejercicio de un poder dictatorial, más son las posibilidades de cometer infinidad de abusos, errores e injusticias, y ese parecía ser el sentir mayoritario de los portugueses en las postrimerías del Estado Novo, interpretado por quienes encabezaron la revolución.
En definitiva, producto de sus propias contradicciones, y de los vientos de cambio y el espíritu libertario que iban soplando suavemente por toda Europa (la Primavera de Praga, el Mayo del 68), en Portugal se hacía imperioso aquello que tan bien interpretaría Adolfo Suárez en España –cuya transición se dice que en alguna medida fue también consecuencia de la portuguesa–, no demasiado tiempo después: hacer normal en las instituciones aquello que en las calles ya era completamente normal. Convertirse en una república europea pacífica, democrática y próspera.
No he tenido el privilegio de conocer Portugal, o, como dirían algunos, tengo la inmensa suerte de no haberlo conocido, de manera que me queda todo por descubrir de ese pequeño gran país. Sí he conocido, en todo caso, algo de su literatura, su historia y sus andanzas y, sobre todo, conozco a los portugueses que llegaron a Venezuela, y debo decir que no hay gente más amable, laboriosa, piadosa y familiar que ellos. Muchos han hecho de este país el suyo y su huella y su aporte positivo se hace evidente en muchos frentes.
Portugal, como buena parte de los grandes países europeos, ha pasado por diversas etapas de esplendor y declive. Todavía nos causan asombro las aventuras y descubrimientos de sus osados navegantes, el gran imperio que llegaron a poseer, la incruenta independencia de Brasil. Medio siglo después de la Revolución de los Claveles, después de la cual también se vivieron momentos de amenazas e incertidumbre antes de la consolidación democrática, los avances son palpables, aunque las tareas pendientes también lo son, siempre lo son. Pero no creo equivocarme si digo que los portugueses pueden sentirse satisfechos de haber construido un país civilizado, pacífico, amable, que goza de las simpatías, me atrevería a decir que unánimes, del mundo entero.
Tengo la impresión de que los portugueses poseen un talante más estoico, sereno y dialogante, a la hora de enfrentar las dificultades y adversidades de la vida, que otros países mediterráneos. O al menos esa es la conclusión que sacó de algunos hechos de su historia pasada y reciente. Aunque el país no está exento del auge de movimientos radicales, hace unos días logró formarse un gobierno en minoría gracias al entendimiento de los dos grandes partidos, algo que sería casi impensable en otros países del entorno. Como reseñaba la periodista Tereixa Constenla2, al parecer todavía en la política portuguesa, aunque haya diferencias, la lealtad institucional y la buena educación prevalecen sobre el bloqueo y el econo.
Nadie puede saber lo que nos deparará el futuro en estos tiempos convulsos, pero tengo también la impresión de que los portugueses de hoy viven en una sana discreción y un sano orgullo fundamentados en una sana humildad, que no es otra cosa que conocerse bien a sí mismos: no se consideran mejores ni peores que nadie, saben bien quienes son, lo que han hecho y lo que pueden hacer, sin necesidad de alzar la voz ni estárselo recordando a nadie ni que nadie se los recuerde a ellos. Son, en su mayoría, o al menos eso me parece a mí, lo que antes se solía llamar gente de bien, de esa que se acerca alguna tarde a contemplar el atardecer desde el Padrão dos Descobrimentos a orillas del Tajo y sueña desde allí con un mar sin fin.
NOTAS: