Editorial Revista SIC
El país frente al cual debe pararse el Presidente electo necesita una cura de realidad. La necesita perentoriamente y en profundidad. La necesita tanto que, en buena medida, el país no quiere caer en la cuenta de que vive ilusionado y encantado, bien en hacer la Historia con mayúsculas, bien en ser la sombra en negativo de los que no se bajan de la epopeya.
No va a resultar fácil al Presidente asumir que una gran parte de los ciudadanos no quieren despertar de ese sueño libertario o de esa pesadilla. No va a resultar fácil gobernar cuando una parte considerable de la ciudadanía no quiere que le hablen del país concreto sino de la historia que se esculpe en bronce y mármol como señuelo vano de eternidad y otra, bastante considerable, solo sueña con que se acabe lo que considera nefasto y se pueda volver al estado anterior idealizado. Eso, en el caso de que el propio Presidente quiera asumir los problemas diarios del país concreto y no prefiera buscar quién tiene la culpa de que muchas cosas no funcionen.
El Presidente electo la tiene bien difícil porque lo que gana la mayoría no da para vivir, porque cada día cuesta todo más y cuesta más conseguirlo; porque el esquema gubernamental de poner un tope de precios para contentar al pueblo, sin tomar en cuenta los costos, o de tenerlos en cuenta y pretender quebrar a las empresas, es suicida, porque toda la renta petrolera no va a bastar para las importaciones y porque es inhumano vivir de rentas; porque meter en la cabeza de los trabajadores que no trabajen porque cuando los dueños tengan que cerrar las empresas el Gobierno se las va a trasferir a ellos es una ilusión criminal y suicida, porque ellos las van a llevar a la quiebra como sucede en la mayoría de lo nacionalizado o incautado.
La tiene muy difícil el Presidente electo, no solo porque los hospitales, que son indispensables, están abandonados y la calidad de la educación ha caído a niveles pavorosos, y no funcionan los servicios más elementales como la luz o el agua o la policía y ha colapsado el sistema productivo sino, sobre todo, porque no vamos en camino de solucionar los problemas sino, por el contrario, en el de volverlos insolubles, al no querer acometerlos concretamente.
Necesitamos una cura urgente y en profundidad de realidad porque la mitad del país ha vivido, bien en las nubes de la ideología, bien con la ilusión de que se acabe la pesadilla y se vuelva a lo de antes, y la otra mitad ha vivido en la impotencia y la amargura de ver cómo el país concreto se cae a pedazos y, al parecer, no tiene dolientes o estos se sienten incapaces de convencer a los demás de la necesidad de enfrentarse con la realidad, con el país concreto o, dicho de otro modo, con la cotidianidad, más allá de señuelos ilusorios y lamentos estériles.
No podemos seguir embebidos por más tiempo en el sueño de Bolívar ni de Chávez ni de nadie. Tenemos que despertar a la realidad en la que hemos venido a parar. Tenemos que hacernos cargo de ella y encargarnos responsablemente de ella y cargarnos con la parte que nos toca sin descargarnos en nadie. Tenemos que pensar mucho más en soluciones que en encontrar culpables.
Para que el Presidente electo haga algo constructivo es crucial que llegue a aceptar que el Estado y los ciudadanos no podemos seguir entendiendo la gestión de los diversos asuntos que tenemos entre manos como si fueran sucesivas batallas. Ese imaginario en el que hay que inventar enemigos y tomar una actitud beligerante, adversativa, conduce a la ruina del país porque aunque ganemos todas las batallas, como los enemigos son venezolanos, siempre pierde Venezuela.
Tenemos que centrar la atención y las energías en solucionar los problemas. Y para esa tarea todos somos necesarios. Tenemos que sumar fuerzas, no restar brazos, porque cada uno por su lado, aunque se faje inteligente y esforzadamente, es insuficiente para acometer con éxito la magnitud ingente de los problemas acumulados.
Y para sumar fuerzas tenemos que escucharnos y para escucharnos tenemos que pensar que el otro no es un egoísta o un alienado incurable; tenemos que pensar que, si ponemos el país por delante y no nuestra ideología, podemos converger en puntos básicos y encontrar lugar para todos.
Porque tenemos que ser conscientes de que solo nos unirá el país. Si el país concreto es lo básico para todos, habrá sitio para cada uno y todos serán imprescindibles. Si, por el contrario, lo absoluto es la ideología, se seguirá ahondando la división y el país continuará deteriorándose. Y cada día que pase será más difícil poner remedio concreto. Por eso insistimos en que necesitamos una cura de realidad. Y para eso tenemos que desmontar la inflación ideológica que nos ha llevado a relegar la realidad y a sumirnos en la polarización.
La polarización es un síntoma de irrealidad porque la realidad de lo político es inferior a la de lo económico y, más todavía, a la de lo social y, muchísimo más, a la de la esfera personal. No hay derecho a que lo que tiene menos entidad invada y colonice a lo más denso. No es razonable que una familia se divida por opiniones o afiliaciones políticas, ni que se quiebren amistades ni que se acabe la convivialidad de las vecindades o el compañerismo de los lugares de trabajo porque se tengan diversas opciones políticas.
Por el respeto que tenemos a nosotros mismos y por el respeto parejo que tenemos que tener a todas las personas, no podemos supeditarnos a ningún proyecto político. Cada persona es más que cualquier proyecto. La política es para los ciudadanos y sus comunidades, grupos y organizaciones, no al contrario. La política está al servicio de nosotros; no nosotros al servicio de la política. Los electos para el Gobierno, empezando por el Presidente, son nuestros mandatarios, aquellos a los que nosotros hemos dado un encargo y que tienen que responder ante nosotros.
Por eso, tenemos que insistir en que es positiva la politización que indujo el expresidente Chávez en su primera campaña presidencial. No sería bueno regresar a la antipolítica que sembraron los massmedialos últimos quince años del siglo pasado. Pero la politización auténtica es razonable, se sustenta en argumentos y, sobre todo, en elementos analíticos. Nada tiene que ver con la repetición de slogans.
La politización pide debate porque admite a los demás como conciudadanos y sabe que se trata de asuntos que conciernen a todos y que, por tanto, deben ser pensados, discutidos y aprobados por todos, en lo posible, admitiendo el parecer de las minorías. Por eso no demoniza a nadie; los adversarios no son enemigos sino conciudadanos y seres humanos que piensan distinto y que, por eso, nos ayudan a no encerrarnos en lo nuestro sino tomar en cuenta aspectos que olvidamos o relegamos y que, sin embargo, deben entrar en consideración, y además nos estimulan a hacer verdad lo que proyectamos porque nos echan en cara nuestras inconsecuencias, lo que decimos y no hacemos y lo que hacemos mal o los efectos indeseables de políticas que asumimos. Por eso, aunque sean molestos, si queremos el bien del país y acertar, tenemos que estarles agradecidos. Y por eso puede caber, incluso, la amistad con ellos.
La politización, que reduce a las personas a números de un coro que solo sabe amplificar lo que decidieron o dijeron los líderes y denigrar del otro coro, es un modo de antipolítica porque impide la deliberación razonable y constructiva, que es el alma de la política democrática, la única digna de los seres humanos.
No nos queda sino pedir a Dios que el Presidente electo se quiera encontrar con el país real, que comprenda a todos los venezolanos, y que quiera ponerse a su servicio, escuchando a todos, no excluyendo nadie. De ese modo nos ayudará a ponernos unos y otros en camino de la cura de realidad que necesitamos.