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El ocaso de la cultura clerical (II)

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Por Jesús María Aguirre

2. Un registro interpretativo insuficiente

Cada vez que estalla un escándalo institucional en la Iglesia resurge el debate sobre las causas de la crisis eclesial y se ponen en el tapete las implicaciones positivas o negativas del Concilio Vaticano II. No olvidemos que el tsunami clerical se situaba en el tiempo inmediato al concilio, y era fácil colegir, según la lógica sofística del “post hoc ergo propter hoc” (después de esto, luego por esto), que los males estaban asociados, si no al mismo concilio, sí a sus malas interpretaciones y aplicaciones.

Sin llegar a los extremos de los grupos lefebrianos y de la fraternidad sacerdotal San Pío X, una corriente poderosa dentro de la Iglesia vio confirmadas sus críticas anticonciliares sobre todo a partir del “Informe sobre la fe” de Joseph Ratzinger, futuro Papa, Benedicto XVI (Ratzinger, 1985). El documento publicitado por la BAC como “informe claro y vigoroso sobre los peligros que amenazan a la fe”, fue interpretado al contrario por las corrientes progresistas como un freno postconciliar. En él se encuentra una clave interpretativa sobre los puntos cruciales relacionados con la crisis eclesial y sacerdotal al hablar sobre “el sacerdote un hombre desazonado”, “del liberalismo al permisivismo” y “un sacerdocio en cuestión”. En resumidas cuentas, «la crisis de la Iglesia actual sería ante todo una crisis de los sacerdotes y de las órdenes religiosas», y para despejar las dudas el futuro Papa apunta indirectamente su dedo a los grupos progresistas (¿jesuitas, dominicos, salesianos…?), cuando afirma que: «a menudo han sido las órdenes tradicionalmente más «cultas», más preparadas intelectualmente, las que han padecido la crisis más dura». Y ve una razón: «El que ha frecuentado y frecuenta una cierta teología contemporánea vive hasta el fondo sus consecuencias, y una de ellas es que el sacerdote, o el religioso, pierde casi por completo las certezas habituales».

Al abordar el tema de la teología moral depravada en los apartados “del liberalismo al permisivismo” y sobre “el sacerdocio en cuestión”, denuncia la separación de sexo y matrimonio, que convierte a la libido personal en brújula de la conducta y en una mina flotante. Al respecto comenta: «Resulta entonces natural que se transformen en «derechos» del individuo todas las formas de satisfacción de la sexualidad. Así, por poner un ejemplo muy del día, la homosexualidad se presenta como un derecho inalienable (¿y cómo negarlo con semejantes premisas?); más aún, su pleno reconocimiento se transforma en un aspecto de la liberación del hombre».

Aunque en este párrafo no menciona directamente a los clérigos, ni a la teología progresista, se da por supuesto, que quienes frecuentan a ese clero, a sus prédicas y dirección, van por el desbarrancadero de una moral relativista respecto al matrimonio y de una relajación disciplinar en la interpretación permisivista de la conducta sexual de los clérigos y de los fieles.

Recientemente, Benedicto XVI, en condición de Papa emérito, rompió su silencio en un ensayo poco común sobre la crisis de abuso sexual en la Iglesia católica, afirmando que fue causado en parte por la revolución sexual de los años sesenta y la liberalización de la enseñanza moral de la Iglesia. El escrito de once páginas revela también que las luchas internas entre el Vaticano y los obispos  de Estados Unidos abrumaron en un primer momento a la Santa Sede (Klerusblatt, 11 de abril de 2019). [Aciprensa publicó su primera versión en castellano. Aciprensa 2019: 35201].

Si ésas fueran las razones fundamentales, congregaciones como la de Los Legionarios de Cristo, organización suficientemente conocida por su carácter hermético frente a las veleidades modernistas y ultracatólica en su disciplina, su fundador Marcial Maciel no se hubiera deslizado por el tremedal insospechado, cuyo historial de abusos fue, si no negado, al menos encubierto, durante su permanencia al frente del dicasterio de la Doctrina de la Fe. Precisamente en esa etapa del pontificado de San Juan Pablo II, éste hizo gestos públicos en defensa de Maciel y su congregación, cuando atravesaban por circunstancias difíciles, que hoy conocemos sobradamente (Torres 2001: 199). El caso revelaba no sólo deficiencias personales sino institucionales.

Dicho de otra manera, las razones expuestas en el Informe de la Fe y vueltas a desenterrar en el último artículo del boletín Klerusblatt, si bien ofrecen una interpretación culturalista parcialmente plausible, no desvelan otras mediaciones subterráneas que funcionan en la cultura organizacional de la Iglesia Católica, y que pueden explicar mejor las contradicciones y disonancias entre la doctrina y la práctica.

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