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El místico y el artista frente a frente: Loyola y Goya

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Por Galiel de Tiers*

Qué captó Francisco de Goya –ya de vuelta de su pulitura en Italia– en la personalidad de Íñigo López de Oñaz, para decidirse a hacer de dicho personaje un retrato de medio cuerpo a contracorriente de la magnificencia barroca del de Rubens –éste, para mayor credencial, antiguo alumno de la Compañía de Jesús–. Algo cautivó al genial aragonés, quién pintó tal retrato de modo que el espectador se viera en la necesidad de preguntarse quién es el del lienzo porque, de lo contrario, nadie lo reconocería por la sola faz. Especialmente, si el resto de la iconografía es de un rostro firme, resuelto, a veces una talla al formón de un montañés vasco.

Para hacer la especulación más difícil, resulta que Íñigo de Loyola, en medio del torbellino artístico de la Italia del cinquecento, nunca permitió, según es fama, ser retratado, pues eso iba en contra de la humildad natural de místico católico.  Sin embargo, luego de fallecer, no tuvo el Padre General más jurisdicción para evitar que a su rostro se le hiciera una mascarilla, hoy en la Curia Generalicia de la orden.  Contemplarla al lado del Ignacio de Goya deja al espectador cuando menos perplejo.

Toda esta evidente contradicción entre el óleo de un hombre joven que irradia candor y el de un Loyola peregrino cuya sola expresión al desembarcar en Tierra Santa paralizó a los jenízaros del sultán que se le abalanzaban para apalearlo, escupirlo y vejarlo –tratamiento de rigor para los cristianos que se atrevían a alcanzar los Santos Lugares– hace evidente que Goya, además de pintar a Ignacio, lo que hizo en este cuadro fue contar su diálogo espiritual con el cojo de Manresa.

Para empezar, el joven de la tela está hablándole al artista. Las pinceladas en la boca dejan sonar una palabra suspendida en el tiempo desde 1775, año de la obra.  El aire respirado por el vecino de Azpeitia casi se nota, y su presencia es expuesta por contraste entre la sotana oscura y los brillos decrecientes entre mejillas y nariz.  Los ojos sombreados del Íñigo goyano son los dos brazos de un ancla forjada en el guipuzcoano Puerto de Pasajes, que se clavan haciendo reflexionar a quien los enfrente.

Ignacio se ve serenísimo, seguro, amable, inocente, sobrado y convincente.  ¿Pero convincente de qué?  ¿Qué le oyó el genio de Fuendetodos al hidalgo de la Casa Torre?  Apostemos que, para los oídos del pintor, Íñigo musitaba alguna frase mariana.  No puede ser de otra manera, porque para convencer a su interlocutor de cualquier verdad católica, la estrategia ignaciana es hacer preceder todo aserto con dicho o hecho de María de Nazaret. Apostemos que el Ignacio goyesco tuvo un largo monólogo en el cual, luego de decir unos piropos a María, le hablaría al genio aragonés, a petición de este, de la Presencia Real de Cristo entre los mortales; y de Su Sangre en la invocación que decía al comulgar “Sanguis Christi, inebria me”. Luego Francisco de Goya le dijo al primer jesuita, ya salido de su paleta, lo preocupado que estaba por su propia espiritualidad. Goya le confesó al lienzo que él siempre quiso ingresar a la Compañía y ser como Andrea del Pozzo, SJ, a quien admiraba por su mural El Triunfo de San Ignacio, en la Chiesa di Sant’Ignazio de Roma, pero la Sociedad de Jesús ya no existía desde su disolución por Clemente XIV. El pintor deseaba vivamente ser oído por un director espiritual, para lo cual se había pintado uno de aspecto a su gusto.

Hubo un breve momento de amable tensión entre el Ignacio al óleo y el Francisco ante el caballete. A este último le pareció que el hombre que pintaba hablando, en efecto, le hablaba. Natural alucinación de artista, probablemente. Pero no, no era una travesura de su mente. Sorprendido y fascinado Francisco notó que el torso del hidalgo vasco se inclinaba. –¡Qué es esto!, se dijo Goya, acercándose al caballete.  De repente sucedió en el estudio del maestro del pincel como aconteció en la cinta La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen, en la cual el actor Jeff Daniels, en su papel de Tom Baxter, emerge de la pantalla hacia el escenario a buscar a Mia Farrow, actuando de Cecilia sentada en una butaca de teatro casi desierto.

En efecto, Íñigo levantó su rodilla herida. Francisco retrocedió desconcertado. Ignacio pasó la pierna por encima del límite inferior de la tela, terminó de trepar por aquel rectángulo que lo enmarcaba, se deslizó con seguridad hasta el piso y –en inevitable reflejo de su formación temprana– se plantó cual capitán de tercios ante el pintor y continuó:

Francisco, te entiendo perfectamente, –dijo Loyola–. Antes de seguir oyéndote, lo cual deseo mucho, en silencio ten un pensamiento para María Santísima.  Ella nos presidirá en este diálogo.

Goya quedó muy quieto y cabizbajo, y luego dijo:

–Padre Ignacio, déjeme decirle algo al oído.

      El Padre General, quien se confesaba cada dos días, se trocó en confesor y con emoción oyó la deposición del pintor ahora penitente.  Pasaron unos minutos en los que el primer jesuita sólo asintió con la cabeza, luego de lo cual dijo:

“Deus, pater misericordiarum (…) Et ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti”.

Hecho esto ambos artistas charlaron libremente:

 –Padre Ignacio, disculpe, con su venia… ¿Qué le causó a Vuecencia más desazón en su vida? Sé que Su Paternidad ha pasado por grandes sufrimientos, pero no me refiero a estos sino a situaciones difíciles de manejar.  Es que me fueron referidos sus esfuerzos para evitar que ingresaran a la ínclita Compañía algunas damas, creo que catalanas.

–Oíste bien, hijo.  No fue mi diseño instituir una orden con buenas hijas de Dios. Pero finalmente, luego de un largo tira y encoge, Roma ordenó que fuesen aceptas Doña Isabel de Roser y compañeras, damas ciertamente pías y cultivadísimas. Incluso más duchas en el arte de redargüir con sutileza que muchos filósofos y teólogos. Doña Isabel era un Duns Scotus, el Doctor Subtilis femenino. Me opuse todo lo que pude. Moví cielo y tierra de Italia y de España para evitarlo. Pero Doña Isabel era dama poderosísima e influyentísima.  Debí obedecer al Santo Padre…

Todavía apenado ante el santo cántabro por la humana curiosidad que le impulsó a preguntar sobre damas jesuitas, Goya tomó entre ambas manos el caballete, lo giró recostándolo a un armario con la travesura en mente de impedir que, ni más ni menos, Ignacio de Loyola regresara a través del marco de la tela al mundo de quienes nos observan inmóviles desde las paredes.

Esperanzado con su truco, Francisco de Goya desanduvo los pocos pasos que había dado, buscó con su mirada al joven santo y no lo halló. Cayó en la cuenta de que Ignacio pertenecía más a la apoteosis pintada por del Pozzo que al cuadro personalísimo en su taller. Francisco regresó al caballete, lo volteó y se sonrió al ver que allí estaba Ignacio queriendo decirle algo…


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