Víctor Álvarez R.
Llegaron con miedo al escenario, asustando al aterrado. Con un tono revanchista, sentenciaron que en seis meses recuperarían la silla. En la instalación de la Asamblea, aquel verbo ampuloso envolvió en papel regalo constitucional su mohosa aspiración: “Será una solución constitucional, democrática, pacífica y electoral”.
Pero aquí no hay santos. Acostumbrados a gobernar a sus anchas, los derrotados se resisten a rendir cuentas.Con muchas facturas por pagar, se anticiparon a cavar el túnel por el que huirían hacia adelante. Entre gallos y medianoche forzaron el descanso anticipado de togas y birretes que fueron sustituidos por nuevos guardianes del ocaso. Puede que en el corto plazo resulten los subterfugios de un mal perdedor, mas su efecto no trascenderá. Las maniobras para arrebatar atribuciones caerán por su propio peso. Ninguna triquiñuela prolongará la esperanza de vida de una agonizante nomenclatura que se obstina en aferrarse al poder.
Con el reflujo de la indignación, el país decente escucha la diatriba. “A cada ley de la derecha le tendremos una reacción revolucionaria”, “esa decisión de la izquierda es inacatable”, “entonces no les daremos ni un centavo ni les publicaremos nada”. Si uno no reconoce ni respeta al otro, este conflicto llevará al país a una crisis de gobernabilidad y tenderá la alfombra a los que se frotan las manos, ansiosos de poner orden.
El ciudadano de a pie está asqueado del estilo prepotente y arrogante. La paciencia se agota y la indignación está a punto de estallar. Mas ellos no se dan ni cuenta porque ninguno interpreta el clamor nacional. La gente pide un gran acuerdo que saque al país de la crisis. Sin embargo, en esos territorios donde cada quien clava su bandera, se escuchan gritos de guerra que apuestan por agudizar la confrontación, sin medir las consecuencias del caos que estallaría y del cual seguramente emergerá un nuevo orden que desplazará también a las recientes jefaturas que parecen más de lo mismo.
Unos y otros son expresión de un viejo liderazgo, lleno de resentimientos, que no termina de entender que la gran mayoría no está buscando culpables sino líderes capaces de conducir un proceso de diálogo y negociación para construir los grandes consensos que saquen al país de la crisis, aíslen a los grupos más violentos y conjure la amenaza de una confrontación civil que desemboque en un golpe militar.
Apostar a una batalla final es provocar un conflicto social de consecuencias impredecibles. Lo que está en juego no es la estabilidad de un gobierno sino la viabilidad de una Nación. Atizar un conflicto de poderes hundirá aún más al país en la inercia e inacción. Por eso, la gente integra y decente se va distanciando de quienes no pueden esconder su afán de poder, de quienes no les importa que el país se derrumbe, porque lo que quieren es gobernar, así sea sobre sus ruinas.
La concentración de poder no fue buena, la falta de control fue peor. Es hora de reivindicar la desconcentración de los poderes y su autonomía, la necesidad de poner límites al poder, cualquiera que éste sea, para que se resuelvan las controversias de manera institucional, al margen de decisiones personalistas y autoritarias. La amenaza de una crisis de gobernabilidad solo podrá conjurarse con el reconocimiento y respeto mutuos, con la creación de espacios de diálogo y negociación, de interacción entre los poderes. Es hora de empezar a respetar.