Juan Esteban Constaín
La editorial Ariel acaba de publicar, no sé si por décima o vigésima vez, el que es quizás el mejor libro que se haya escrito sobre este país, o al menos sobre la obsesión suprema y vesánica de este país –y de todos– que es la política: la manera en que aquí, desde el principio, han conseguido el mando los que mandan. Y también la manera en que los que no mandan han permitido que eso sea así.
El libro, escrito por Fernando Guillén Martínez, se llama El poder político en Colombia y debería ser estudiado no solo por su contenido, que es riquísimo, sino además por ser una especie de milagro editorial en nuestro medio, pues aunque es un texto académico y teórico, se volvió un libro de culto que se edita y se reedita y se agota como si fuera un libro pirata de superación personal, aunque al final todos los libros lo son.
De hecho, El poder político en Colombia, como lo cuenta Fernán González en el prólogo, circuló primero en una especie de edición clandestina de mimeógrafo, y así siguió por largo tiempo de mano en mano entre sus devotos lectores, hasta que por fin, en 1979, cinco años después de la muerte de su autor, salió como libro y desde entonces no ha parado de imprimirse, quizás ante la mirada perpleja de sus propios editores.
Lo que explica ese hecho casi milagroso, que un libro así se venda tanto y se agote siempre, es sin embargo una obviedad, y es que el libro es extraordinario y en su momento significó una verdadera revelación y una ruptura, no por discreta menos profunda ni menos importante y explosiva, con la manera en que hasta entonces se pensaba la historia política de Colombia, sus procesos y sus estructuras y sus tradiciones.
Guillén fue además un magnífico escritor, cultísimo y con un estilo al mismo tiempo conciso y elevado, transparente. Basta leer su libro La torre y la plaza, otra joya, para saber desde la primera página que en él late la voz de un gran prosista. Pero también la voz de un investigador riguroso que tuvo la apertura mental y la inteligencia de usar sin dogmatismo métodos que entonces eran muy novedosos y audaces, al menos acá.
En un tiempo en el que el pensamiento colombiano, sobre todo el pensamiento histórico y social, exigía el sectarismo de partido o la militancia ideológica y confesional, Guillén Martínez tuvo la valentía de pensar con total libertad –cómo más–, rechazando incluso ideas que muchos de sus contemporáneos aceptaban a rajatabla, como la de la revolución violenta, por ejemplo, o la del odio ciego al legado español en América.
De ahí parte, entre otras cosas, El poder político en Colombia: de una definición de la forma en que se fueron configurando las estructuras políticas en nuestro país, empezando por la conquista española, que planteó unas relaciones de dominación muy particulares entre el elemento ibérico y el elemento indígena, hasta desembocar en la Encomienda, esa institución política por excelencia de la época colonial.
Al final, dice Guillén, la Encomienda quedó aquí como la forma más eficaz de organizar el poder, quizás con otros nombres y aun después de la Colonia, hasta hoy. Pero el espíritu fue siempre el mismo: una estructura señorial de caudillos y gamonales que remplazan al Estado, a los partidos, al gobierno, y que hacen de la política una transacción entre ellos y sus beneficiarios, su clientela. La ciudadanía como servidumbre.
Eso dice Fernando Guillén Martínez y muchas cosas más, demostrando además, como los grandes maestros, que en las ciencias sociales sí se pueden decir cosas profundas con belleza y claridad.
“En los libros están también las rosas”, escribió alguna vez en otra parte. Y el suyo es el mejor que se haya escrito aquí para entender nuestras espinas.
Fuente: El Nacional