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El martillo del padre Knox

Howard Coster

Por Germán Briceño Colmenares*

Unos días atrás, el siempre lúcido y perspicaz Javier Cercas rememoraba, en un artículo para El País Semanal, un episodio que yo no guardaba en la memoria. A propósito de su declarada admiración por Bob Dylan, contaba que el genial y prolífico cantautor, cuyo nombre de pila como es sabido era Robert Allen Zimmerman, quien habría nacido en 1941 en Duluth Minnesota en el seno de una familia judía, se convirtió al cristianismo a mediados de los setenta, aunque pocos años después volvería a las filas del judaísmo flirteando en ocasiones con posiciones ultraortodoxas, y en septiembre de 1997 llegaría a tocar en un concierto ante Juan Pablo II. Dylan nunca fue demasiado explícito al hablar de sus creencias religiosas -cosa que sí dejaba traslucir en algunas de sus canciones-, pero respecto del instante mismo de esa intempestiva conversión quiso dejar un testimonio bastante elocuente.

Ian Bell, en su renombrada biografía Las Vidas de Bob Dylan, cuenta que aunque siempre hubo un tenue imaginario religioso y bíblico rezumando de la música que hizo Dylan en los sesenta y setenta, fue en 1978 cuando el artista encontró a Dios. Sucedió en una habitación de hotel en la ciudad de Tucson, Arizona. El propio Dylan llegó a decir que aquel día, hacia finales del 78, notó “una presencia en la habitación que no podía haber sido nadie más que Jesús”, e incluso llegó a sentir que su mano se posaba mansamente sobre él. “Jesús puso su mano sobre mí”, relataba, “Fue algo físico. Lo sentí. Me envolvió por completo. Todo mi cuerpo comenzó a temblar. La gloria del Señor me derribó y me alzó de nuevo”.

Pero dejemos para otro día las experiencias místicas de Bob Dylan, el trovador laureado con el Premio Nobel de literatura, o su peculiar camino de ida y vuelta a Damasco. Lo que nos interesa ahora es poner de relieve la fuerza de una experiencia tan personal y transformadora como la conversión. Algo que para algunos se manifiesta como un relámpago fulminante mientras que para otros es más bien como el murmullo de una brisa suave del que hablaba el profeta Elías, pero que en cualquier caso solo llega a cobrar sentido en el momento en que se asume plenamente, de manera operativa, con coherencia y perseverancia. Un auténtico converso es aquel que pregunta y se pregunta, a la manera de San Pablo: ¿Qué he de hacer, Señor?

Además de las profundas consecuencias personales, la conversión puede llegar a ser un hito transformador también para los demás, por la poderosa carga ejemplar que transmite. Un converso es un hombre que, movido por el Espíritu Santo, ha resuelto salvarse de sí mismo y poner su destino en manos de Dios. A fuerza de humildad para rectificar un camino que se consideraba equivocado y de fortaleza para arrostrar las consecuencias a veces hostiles de su entorno, se convierte en un personaje atractivo e interesante, máxime cuando se trata de una figura del mundo intelectual, que se aboca a traducir en obras sus convicciones, de manera que sus enseñanzas pueden ser seguidas por muchos.

Hubo un tiempo, entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, en que se produjo en Inglaterra un prodigio tan llamativo que no solo resplandeció con el brillo de las obras de los involucrados, sino que ha sido catalogado por algunos autores como un fenómeno tan peculiar y digno de reseñar que su estela fecunda y luminosa ha llegado hasta nosotros. A la sombra del eminente Cardenal John Henry Newman, una pléyade de escritores y artistas británicos abrazaron -no en pocos casos a edad madura- la fe católica o en todo caso la fe cristiana. Primero fue el gran Chesterton, al que pronto se unirían otras figuras de las ciencias y las artes tales como T. S. Eliot, J. R. R. Tolkien, Hilaire Belloc, Evelyn Waugh, Graham Greene, Alec Guinness y otros tantos hombres y mujeres de prestigio intelectual que, según afirman algunos estudiosos, sintieron que la Iglesia de Inglaterra no oponía una respuesta lo suficientemente contundente a las tendencias materialistas y agnosticistas que afloraban por doquier en aquellos tiempos, y que vieron en Roma una constancia y consistencia que eran seguramente el reflejo de una interpretación auténtica del Evangelio.

El estadounidense nacido en Inglaterra Joseph Pearce, posiblemente el biógrafo católico vivo más importante del mundo, publicó hacia el cambio del último milenio una encomiable antología de algunos de estos próceres civiles británicos bajo el título de Escritores Conversos. Allí, citando a la académica Barbara Reynolds, describía el fenómeno como “una red compuesta de varias mentes que se alimentaban mutuamente”. El propio Pearce destacaba la relevancia que tuvo la encíclica Rerum Novarum, publicada en 1891, como catalizador del movimiento.

Como se sabe, León XIII quiso terciar en el naciente conflicto entre el capitalismo explotador y el comunismo alienante, sosteniendo que la pugna entre capital y trabajo debería resolverse con arreglo a una libertad justa, digna y responsable, orientada por principios morales. No resulta una sorpresa que, ante una realidad de injusticia y desigualdad que parece repetirse cíclicamente, sucesivos pontífices hayan ratificado los principios establecidos por el papa Pecci, como también lo ha hecho Francisco en sus últimas encíclicas. Recordaba Francisco, en un video enviado a los empresarios argentinos, que “la mirada cristiana de la economía y de la sociedad es distinta de la mirada pagana o ideológica; nace de las Bienaventuranzas y de Mateo 25”. En aquel tumultuoso cambio de siglo en que escribió Leon XIII, dicho antagonismo se encontraba en un punto particularmente álgido, de manera que ante el socialismo defendido por Shaw y Wells, Belloc y Chesterton respondieron esgrimiendo la Doctrina Social de la Iglesia.

Afirma el mismo Pearce que, considerada en su conjunto, la “red de mentes” constituyó una eficaz respuesta del cristianismo a aquella época de incredulidad, y produjo algunas de las obras maestras de la literatura del siglo XX, convirtiéndose en el último testimonio colectivo de la fuerza creativa de la fe. Si aquella fue una época de incredulidad, qué podemos decir nosotros de la nuestra. A pesar de la indiscutible enjundia y genialidad del conjunto, y considerando la vastedad de la obra colectiva, que incluyó numerosos clásicos de ficción y no ficción, estos prohombres, como no podía ser de otra manera tratándose de buenos cristianos, se daban poca importancia a sí mismos y tenían a su propia obra en escasa estima. Recordaba hace unos años Miriam Díez Bosch, que antes de morir C. S. Lewis (1898-1963), uno de los representantes más eminentes de esa prolífica camada, comentó al que fue su consejero literario Walter Hooper que “esperaba” que le olvidasen “pronto”. Lewis no solo no fue olvidado, sino que a medio siglo de su muerte parecía estar viviendo un auténtico renacimiento.

Yo confieso haber leído más bien poco y a salto de mata la ingente obra de estos grandes hombres, pero debo a un viejo amigo sacerdote el descubrimiento de uno de los que me ha llegado más hondo y a quien creo tampoco deberíamos olvidar demasiado pronto, aunque no hubiera llegado a gozar de la fama de Lewis. Cuando se repasa cualquier semblanza del presbítero Ronald Arbuthnott Knox, nativo de la pequeña villa de Kibworth Harcourt, enclavada en el distrito de Harborough de Leicestershire, en el corazón de Inglaterra, uno no puede menos que reparar, boquiabierto, con una mezcla de estupor y admiración, en el hecho de que sus ejecutorias equivaldrían fácilmente a las alcanzadas por tres o cuatro hombres sabios, aplicados e ilustres de cualquier época. Las fotografías que nos han quedado de él traslucen esa apacible y austera bonhomía suya, asomándose desde la atalaya de una mirada diáfana, de serena y laboriosa erudición, que nunca estuvo reñida con la sencillez y el proverbial humor británico.

Nacido en 1888, en el seno de una familia de rancia tradición anglicana que, como lo menciona David Rooney, otro de sus biógrafos, mostraba una clara predisposición a la vida clerical -sus dos abuelos fueron obispos de la Iglesia de Inglaterra y su padre alcanzaría también el episcopado de Manchester cuando Knox contaba apenas con siete años-, conocería en la flor de la infancia el doloroso trauma de la orfandad materna. Los cuatro años siguientes a la muerte de su madre los pasaría junto a su hermano con su tío Lindsay Knox, que se daría a la encomiable tarea de instruirlos en los arcanos del griego clásico y el latín. Su padre volvería a casarse y el joven Ronald regresó a vivir con él.

Se dice que el concurso de su madrastra fue fundamental para su ingreso en Eton, institución que permanecería entre sus más caros afectos por el resto de su vida. El alumno más brillante que hubiera pasado jamás por los solariegos claustros etonianos, según una opinión bastante difundida, descollaría también en Oxford, donde deslumbraba por su precoz sapiencia en griego y latín siendo apenas un imberbe, merced a los anotados desvelos de su tío Lindsay. Presidente de la Oxford Union, la prestigiosa sociedad de debates, y miembro del equipo de remo de la universidad, compondría una antología poética durante su período oxoniense, Signa Severa, y llegaría a ser, andando el tiempo, uno de los más ilustres y prolíficos intelectuales y autores de la legendaria estirpe de los conversos ingleses que constelaron el denominado Movimiento de Oxford.

La misma temprana madurez que afloró en su genio literario se manifestaría también en su Fe. La lectura de la novela de otro ilustre converso, La Luz Invisible de Robert Hugh Benson -que junto con el cardenal Newman se consideran los precursores del movimiento-, ejercería una poderosa influencia sobre el futuro del joven Knox. Sostiene Pearce que, de alguna manera, las vidas de Benson y Knox discurrirían por sendas paralelas con algunas décadas de diferencia. Los dos eran hijos de prominentes purpurados anglicanos, los dos se formaron en Eton, y ambos ingresarían a la Iglesia católica en términos controversiales. En la Navidad de 1903, mientras leía La Luz Invisible, el propio Knox confesaría que nunca volvió a ser el mismo:

“… aquella Navidad marcó un cambio decisivo. Más que el interés psicológico del libro, fue el escenario que describía la pequeña capilla donde celebraba el sacerdote, la forma de referirse a la Madre de Dios, el relato de las confesiones oídas en una antigua parroquia lo que más llamó mi atención”.

A los 16 años ya se había adscrito a la corriente del Anglo-catolicismo, en abierta oposición a su padre, lo que le acarrearía su exclusión del testamento paterno, cuestión que acabó por ser un incidente menor en vista del notable éxito de ventas de sus novelas detectivescas que llegaría a procurarle una respetable suma de ingresos.

A lo largo de su fructífera vida se paseó con enjundia y soltura por no pocos géneros literarios, dejando para la posteridad más de medio centenar de libros, desde novela detectivesca hasta doctos tratados teológicos, pasando por el ensayo y la autobiografía. Fue además un eminente y fructífero traductor al inglés de una panoplia de obras que abarca desde textos latinos clásicos como la Eneida, a textos más recientes como De Imitatione Christi de Kempis o Historia de un alma de Santa Teresa de Lisieux, aunque sin duda su mayor obra en este campo fue la traducción inglesa de la Biblia que realizó en solitario para las diócesis de Inglaterra y Gales, considerada todavía hoy una de las versiones más fidedignas y magistrales.

Fuente: Howard Coster

Curiosamente, uno de los géneros donde lograría la más amplia e inesperada difusión de su obra fue en el de predicador. Sus memorables sermones, una inagotable fuente de buena doctrina y amable persuasión, han sido vertidos también al español en varios volúmenes ya clásicos. Algunos de los más conocidos son compilaciones de meditaciones espirituales impartidas a colegialas británicas –una altamente especializada forma del arte, diría él mismo, haciendo gala de su fina ironía- durante la guerra, período en el cual, como se recordará, las escuelas se trasladaron provisionalmente a las mansiones y palacios de la campiña inglesa para poner a salvo a los párvulos de los inclementes bombardeos a las grandes urbes por parte de la Luftwaffe. También Lewis vería surgir uno de sus libros más sublimes, Mero Cristianismo, a partir de una serie de conferencias radiofónicas para el público británico.

Fueron las de Knox charlas con un guiño cinematográfico, tal vez en un intento de hacerlas más atractivas y asequibles a su juvenil audiencia, en las cuales se propuso explicar algunas de las creencias fundamentales de la Fe Católica a un grupo de niñas escolares como si las estuvieran viendo a cámara lenta. Diría luego, como prefacio a uno de esos libros, que así como hay películas que un niño no podría ver a menos que pretendiera ser un adulto, hay también ciertos textos que un adulto no podría disfrutar a menos que decidiera hacerse como un niño. Y es aquí, como si estuviéramos en una oscura sala de cine absortos en la intrigante trama que comienza a sucederse en la pantalla, donde mi memoria se deja cautivar una vez más por una de las más entrañables narraciones del padre Knox que servía como meditación introductoria a un retiro para jóvenes.

Contaba que siendo niño, encontrándose con su padre a bordo de uno de aquellos románticos trenes con locomotora a vapor que fueron durante décadas la insignia del transporte ferroviario, reparó en un hombre que, ennegrecidas sus vestiduras de hollín y portando un gran martillo, se iba desplazando por el exterior de los vagones mientras golpeaba rítmicamente con el instrumento las ruedas metálicas. Intrigado comenzó a especular en su pueril imaginación acerca de la enigmática tarea de aquel hombre, así que preguntó a su padre qué es lo que hacía el mozo del martillo golpeando las ruedas. Le dijo su padre que lo hacía para asegurarse de que no había ninguna rota, pues cuando el metal se quiebra suena distinto.

No importaba mucho si la respuesta era exacta y completa, pero resultaba muy verosímil y además dio pie a Knox para aplicarla a nuestras vidas y para explicar lo que un curso de retiro puede llegar a significar en ellas. Corremos como el tren a lo largo de la vida y los años pasan sin que nos demos cuenta, como esas estaciones en que el tren no para. Pero, poco a poco, nos vamos desgastando, como las ruedas del tren se desgastan con el tiempo. Hace falta por tanto detenerse de vez en cuando, colocar el tren en vía muerta, y proceder a una revisión para cerciorarse de que no haya averías y hacer las reparaciones pertinentes. La misión de un buen sacerdote consiste en ir de aquí para allá, como el mozo de estación, golpeando las ruedas con el martillo, no tanto para arreglarlas como para constatar que no estén rotas, de que en nuestra vida no haya nada que suene a falso, a deforme, a desgastado…

En un homenaje póstumo que le rindiera a su amigo Chesterton, Ronald Knox dijo una frase que bien pudiera aplicarse a él mismo: “fue un profeta en una época llena de falsos profetas…” No es infrecuente que alguna tarde, cuando la serena penumbra del ocaso logra sumirnos en nuestros más íntimos pensamientos y nos disponemos a hacer examen del día que acaba de transcurrir, lleguemos casi a percibir una presencia que hace aparición en los andenes de la conciencia y nos reprende con amabilidad por nuestros fallos. Quiero creer que es un celestial mozo de estación que viene a golpear gentilmente las ruedas del tren de nuestra vida con su martillo. Quiero creer y confío en que sea el martillo suave y ligero del padre Knox.


*Abogado y escritor | germanbricenoc@gmail.com

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