Vibrante thriller político rodado con elegancia por Alberto Rodríguez
Ignacio Lasierra
Con tan solo siete películas, a nadie debería temblarle el pulso para afirmar que Alberto Rodríguez es, en la actualidad, uno de los creadores más sólidos de nuestra industria. El director andaluz parece haber alcanzado tal madurez, que con cada nuevo proyecto, sigue profundizando en las raíces de un cine que resulta tan entretenido y solvente, como comprometido en ahondar sobre las diferentes raíces que conforman, en parte, aquello que podríamos llamar “identidad nacional”. Con El hombre de las mil caras, Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, coguionista de Alberto Rodríguez desde 7 vírgenes (2006), no ocultan la evidente apuesta de ofrecer un cine comercial que aspira a un público mayoritario, sin renunciar por ello, a un cine de revisión histórica que exige, por ello, cierta reflexión tras el visionado.
Desde After (2009), donde Rodríguez y Cobos planearon sobre las dolorosas heridas de la conocida como generación X, poniendo en evidencia buena parte de las generaciones perdidas de este país, el tándem creativo se embarcó en dos películas que sacaban a la luz buena parte de las vergüenzas policiales (y también políticas, aunque tratadas solo de refilón), a través de dos intensos thrillers: el policiaco Grupo 7 (2012) y La isla mínima (2014), película que sirvió para reconocer de forma unánime el madurado oficio del director sevillano. Con ambas, de paso, director y guionista ofrecieron un certero reflejo de dos épocas determinadas, recogiendo contextos históricos tan interesantes como los prolegómenos de la Exposición Universal de Sevilla en 1992 y la siempre referenciada época de los coleteos de la transición democrática española a inicios de los años ochenta. Con El hombre de las mil caras, tanto director como guionista, asaltan de lleno cuestiones que en anteriores películas tan solo referenciaban. Como si hubieran decidido dar un paso adelante, Rodríguez y Cobos adaptan el libro Paesa: El espía de las mil caras de Manuel Cerdán, para retratar un personaje digno de la mejor novela de espías: Francisco Paesa, genio y figura, ex agente secreto del gobierno, embaucador, galán, hombre de negocios y, como reza la película en una de sus citas, todo un mentiroso que “supo engañar a todo un país”.
En El hombre de las mil caras, la figura de Paesa sirve como motor para dar testimonio de uno de los hechos más llamativos de nuestra política reciente (y es decir mucho, viendo el actual panorama en el que está sumido el país): la fuga del director general de la Guardia Civil, Luis Roldán, que huyó de España con 1.500 millones de pesetas (unos 9 millones de euros para las nuevas generaciones) y al que Paesa ocultó durante varios meses en París, participando posteriormente en su entrega y detención. Paesa, que se embolsó una fortuna con tal “colaboración” fue capaz de sostener la gran mentira y fingir su propia muerte.
Y en la película es el catalizador de una historia con aroma a cine clásico de espías que si bien podría haber sido un aburrido y farragoso thriller político, en manos de Rodríguez y Cobos se convierte en una elegante, audaz, compleja e intencionada película con la que vibrar desde la butaca, sin renunciar por ello a ofrecer varias capas de lectura. La más superficial, la contenida en su propia historia. Pero, yendo un poco más allá, se pueden vislumbrar reflejos de nuestra política actual, también ecos de los orígenes de la corrupción como sistema de vida y cierta reflexión sobre algunos cimientos morales, sociales y por qué no, políticos, incrustados en nuestro país. Elementos con los que en ocasiones se han rodado buenas películas o series (sirvan como ejemplo La caja 507, No habrá paz para los malvados, la excelente serie Crematorio o la reciente La embajada), pero que a día de hoy, todavía suelen ser meras excepciones en una industria que parece no querer dar testimonio de algunos de los hechos más bochornosos de nuestra historia reciente.
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