Por Mercedes Malavé
A primera vista podemos pensar que, como buenos hijos de la Ilustración educados en la escuela de la modernidad, recibimos en herencia esas grandes palabras: libertad, igualdad, fraternidad… No obstante, dadas las profundas divisiones sociales y culturales que subyacían en los tiempos de la Revolución Francesa, a lo sumo comenzaron a llamarse ciudadanos, y reconocieron que, al fin y al cabo, eso de la “igualdad” sólo podía entenderse como “igualdad ante la ley”. De las efusivas y grandilocuentes consignas pasaron a un reconocimiento exiguo del principio de igualdad.
Quizás sea más convincente el hallazgo de Alexis de Tocqueville, a quien le debemos la explicación de que el surgimiento de la democracia en América fue consecuencia directa e inevitable de la creencia en la igualdad de todos los seres humanos:
El gradual desarrollo del principio de la igualdad es, por consiguiente, un hecho providencial. Tiene todas las características de ser así: es universal, es duradero, elude constantemente toda interferencia humana y todo lo que pasa, así como todos los hombres contribuyen a su progreso1.
En efecto, el impulso de igualdad se expresa en cada tiempo de formas y connotaciones diversas; y funge como gran impulsor de procesos políticos, muchos de ellos democratizantes. Tocqueville no deja de ver la mano de Dios y la influencia del cristianismo en la forma como se entiende la inevitabilidad y perfectibilidad de la democracia, basada en criterios de igualdad humana.
En memoria del papa emérito Benedicto XVI, recordamos algunas ideas de su pensamiento en materia de igualdad. Por ejemplo, cuando afirmó que (uno de):
[…] los grandes símbolos primigenios que nos ofrece la Biblia para que a través de ella podamos vislumbrar cuestiones difíciles de conceptualizar, es la revelación de la igualdad existencial entre el hombre y la mujer. Ellos son una criatura y tienen una dignidad humana2.
Lejos de ser materia superada, la igualdad esencial de todos los seres humanos y, en particular, del hombre y la mujer, sigue siendo un tema central en el debate actual, intenso, no exento de desviaciones ideológicas con consecuencias peligrosas. La igualdad esencial de todo el género humano se da en la diferenciación de los rasgos propios del varón y de la mujer, sin ir en detrimento alguno de sus diferencias naturales.
La Doctrina Social de la Iglesia defiende la esencial igualdad de los seres humanos sin negar las diferencias complementarias entre el hombre y la mujer. La historia antigua evidencia cómo el cristianismo proclamó por todo el orbe la igualdad del género humano. Desde sus inicios hasta nuestros días, la Iglesia defiende el principio de igualdad y responde a todo lo que constituye un atentado a tal principio: esclavitud, desigualdades de derechos, discriminaciones y todo el conjunto de doctrinas y postulados ideológicos que sustenten posturas de desigualdad. La igualdad del género humano tiene un doble origen, natural y sobrenatural. Es natural, porque “… todos los hombres han sido creados por el mismo Dios, Padre común”; y es sobrenatural, porque:
[…] todos tienden al mismo fin, que es el mismo Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a los ángeles; además, todos han sido igualmente redimidos por el beneficio de Jesucristo y elevados a la dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan unidos, por parentesco fraternal, tanto entre sí como con Cristo, primogénito entre muchos hermanos3.
Desigualdades lacerantes
Otro gran campo en el que el desarrollo gradual de la conciencia de igualdad no ha dejado de tener manifestaciones a lo largo de la historia, lo constituye el terreno de las igualdades económicas y sociales. De hecho, la misma etimología del término economía, oikonomía, hace referencia a la correcta administración de un hogar, acción que remite a nociones de orden, justicia y equidad. En este particular, así como en el caso de la igualdad esencial entre el hombre y la mujer, caben precisiones y diferenciaciones que no permiten posiciones igualitaristas, mucho menos atentados al libre desarrollo de la persona humana y sus capacidades productivas. No se trata, claramente, de igualar a todos en lo material, pues la igualdad esencial de las personas no obedece al criterio de “tener lo mismo”, sino de “ser lo mismo”: iguales en dignidad, en derechos y deberes, e igualdad ante la ley. No obstante, hay desigualdades que resultan lacerantes, verdaderos atentados contra el principio de igualdad, producto de desviaciones humanas hacia el egoísmo, el materialismo, la explotación de seres humanos en situación de vulnerabilidad, entre otros:
La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades, y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan. Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la ‘razón económica’. El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del «capital social», es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil4.
Defender las libertades y el desarrollo pleno de las potencialidades humanas en materia económica no lleva consigo una especie de idealización del comportamiento humano en materia de libertad económica, mucho menos una disminución de las exigencias morales en materia de deberes con el prójimo. Si bien en toda sociedad habrá siempre desigualdades e inequidades lacerantes, también es cierto que el compromiso de igualdad conlleva el propósito de compartir y asistir a quienes más lo necesiten:
La parábola simbólica del samaritano destaca la desigualdad radical: el samaritano, un forastero en Israel, está ante el otro, un individuo anónimo, como el que presta ayuda a la desvalida víctima del atraco de los bandidos. La parábola nos da a entender que el ágape traspasa todo tipo de orden político con su principio del do ut des, superándolo y caracterizándose de este modo como sobrenatural. Por principio, no sólo va más allá de ese orden, sino que lo transforma al entenderlo en sentido inverso: los últimos serán los primeros (cf. Mt 19, 30). Y los humildes heredarán la tierra (cf. Mt 5, 5)». Una cosa está clara: se manifiesta una nueva universalidad basada en el hecho de que, en mi interior, ya soy hermano de todo aquel que me encuentro y que necesita mi ayuda5.
Para Tocqueville, el desarrollo gradual del principio de igualdad no respondía a una evolución racional sino providencial. Benedicto XVI parece coincidir con este planteamiento cuando afirma que el ser humano no puede justificar sólo con argumentos racionales las exigencias de la igualdad, sino que debe apelar a la sensibilidad de corazón, al deseo de hermandad, a la fe sobrenatural:
La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI, presentando los diversos niveles del proceso de desarrollo del hombre, puso en lo más alto, después de haber mencionado la fe, ‘la unidad de la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres’6.
Se alejan de defender y promover el principio de igualdad aquellos que responden a categorías ideológicas, sea porque proponen utopías igualitaristas, sea porque pretenden abolir este principio bajo excusa de que peor termina siendo el remedio que la enfermedad. Las condiciones de equidad social se despliegan en múltiples ámbitos que no deben simplificarse ni abordarse únicamente de manera técnica, sino atendiendo siempre a la dimensión humana de los problemas. Ha sido recurrente, por ejemplo, la advertencia de la Iglesia de cómo en países ricos han ido surgiendo nuevas categorías sociales que reflejan indicadores de pobreza espiritual, como la soledad que puede llevar a las personas a morir por hambre, enfermedad, ausencia de tratamientos, depresión, etc. Igualmente, la pobreza material no se supera sólo con abundancia de recursos, en la que algunos gozan de una súper abundancia que lleva al derroche, al consumismo, sin educación ni preparación “con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora”.
Soluciones humanizantes
Sobre esta realidad, Benedicto XVI planteaba:
“En la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló esta problemática al advertir la necesidad de un sistema basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil. Consideró que la sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía de la gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos. Hoy podemos decir que la vida económica debe ser comprendida como una realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en medida diferente y con modalidades específicas, debe haber respeto a la reciprocidad fraterna. En la época de la globalización, la actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes. Se trata, en definitiva, de una forma concreta y profunda de democracia económica”7.
Asimilar las exigencias del principio de igualdad supone, en primer lugar, la conciencia de que todos somos responsables de todos; por lo tanto, no todo puede dejarse en manos del Estado. Benedicto XVI insistió en la necesidad de un cambio radical de mentalidad, hasta el punto de innovar en las exigencias éticas del mercado en materia de igualdad: No se trata, pues, de satisfacer únicamente las necesidades de consumidores, sino de la conciencia de que sin la gratuidad no se alcanza la justicia:
“Se requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse establecer y desenvolver aquellas organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y sociales. De su recíproca interacción en el mercado se puede esperar una especie de combinación entre los comportamientos de empresa y, con ella, una atención más sensible a una civilización de la economía. En este caso, caridad en la verdad significa la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo”8.
Desde el inicio de su pontificado, una nota distintiva del papa Francisco ha sido el compromiso de impulsar e ir por delante en la promoción del principio de igualdad. En primera persona, sin plantearse grandes disquisiciones teóricas o doctrinales sobre la materia, el papa Francisco encarna los desvelos del pastor hacia todas las formas de pobreza, material o espiritual, que aquejan a un mundo que, si bien ha alcanzado importantes cotas de progreso económico y desarrollo tecnológico, está muy lejos de satisfacer las aspiraciones de igualdad que subyacen en toda persona. Quizás la nota distintiva de las nuevas iniciativas en materia de igualdad sean precisamente las que venimos enumerando: mayor conciencia de la responsabilidad personal frente a las grandes inequidades en las que permanecemos inmersos; y la comprensión de que mayores niveles de igualdad no serán nunca logros de un Estado repartidor de riquezas, sino del compromiso personal con la construcción de una sociedad más fraternal, en la que todos sientan la responsabilidad por el prójimo; y que esto se vea como condición necesaria para mantener la cohesión social, base de una economía próspera y estable:
Cada día se nos ofrece una nueva oportunidad, una etapa nueva. No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser pueblo, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído; aunque muchas veces nos veamos inmersos y condenados a repetir la lógica de los violentos, de los que sólo se ambicionan a sí mismos, difusores de la confusión y la mentira. Que otros sigan pensando en la política o en la economía para sus juegos de poder. Alimentemos lo bueno y pongámonos al servicio del bien9.
Notas:
- FUKUYAMA, F. (s/f): La marcha de la igualdad. Traducción de Adolfo Rivero. Disponible en línea: https://www.mercaba.org/FICHAS/neoliberalismo/la_marcha_de_la_igualdad.htm
- RATZINGER, J. (2005): Dios y el Mundo. España: Círculo de Lectores S.A.
- LEÓN XIII (15 de mayo de 1981): Carta encíclica Rerum novarum, sobre la situación de los obreros. Numeral 18.
- BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Caritas in veritatis, sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad (29 de junio de 2009). Numeral 32.
- RATZINGER, J. (2007). Jesús de Nazareth. Libreria Editrice Vaticana, Roma, p. 82.
- BENEDICTO XVI, Carta Encíclica Caritas in veritatis (óp. cit). Numeral 19.
- Ibíd., n. 38.
- Ibíd., n. 38.
- FRANCISCO, Carta Encíclica Fratelli Tutti, sobre la fraternidad y la amistad social (3 de octubre de 2020). Numeral 77.