Por José Guerra
Mi tía Rosario Brito fue una mujer que no pudo trabajar más porque los días solamente tienen veinticuatro horas. Ella era viuda con seis hijas hembras y cuando regresó de El Tigre, en el estado Anzoátegui, a Río Caribe, a mediados de los años cincuenta, en su casa había un fogón donde dejó parte de su vida. Ese fogón era una construcción de cemento con una cavidad por donde introducían la leña la cual se quemaba y luego de la otra cavidad brotaba el fuego con el cual se cocinaban los alimentos. Para avivar la candela había que soplar las brasas incandescentes con un cartón y la persona que lo hacía recibía toda la descarga caliente del calor. Cocinar caramelo para hacer los capullos azucarados y el papelón para las melcochas que luego se vendían a los muchachos, le proporcionaba su sustento diario. De lunes a lunes era la jornada laboral de mi tía Rosario y en la noche, dejaba la vista andar mientras tejía escarpines azules para niños y rosados para niñas.
La vida en esos años cincuenta y mediados de los sesenta era muy dura todavía, aunque el país progresaba. Siempre la veía sudando para mantener viva la llama del fogón, que era la cocina que le permitía trabajar dignamente para criar a sus hijas que le quedaban en Río Caribe y también para complacer a sus sobrinos favoritos, uno de los cuales era yo. De carácter duro, pero con un corazón del tamaño del cielo, todos los días había que buscar la leña para que el fogón de su vida se mantuviese activo y prendido y con el, su sustento. Mi tía, cuando gobernaba Pérez Jiménez, no se dejó intimidar por los esbirros de la Seguridad Nacional que regularmente allanaban la casa de mis padres buscando a mi tío Hermán Brito, dirigente de la resistencia de Acción Democrática, finalmente capturado en Caracas, torturado hasta el límite, pero sin soltar una palabra y luego enviado a Guasina, uno de los campos de concentración de la dictadura. Hasta allá viajaban mi tía Rosario y mi tío Luis Brito para visitar a su hermano de 26 años, luego de soportar las humillaciones y el robo de las verduras y el pescado salado que le llevaban, por parte de los guardias nacionales que custodiaban la cárcel.
Con la democracia, desde 1959 se fue apagando el fogón y llegó la cocina de querosén y después de gas. Este último no faltaba en Rio Caribe porque el señor Jesús Rodríguez y su hijo Hernán (Nango), con su camión cargado de bombonas, garantizaban que en las casas no faltara el gas para cocinar. Cincuenta años después, el socialismo chavista-madurista retrotrajo a Venezuela a la época del fogón y a cocinar con leña, en pleno sigo XXI, en medio de la era digital, la información en tiempo real, donde todo se sabe en todas partes cuando los hechos suceden. El cocinar con un fogón es la expresión de este momento aciago que hoy viven los venezolanos, en mala hora. Pero, así como se extinguió el fogón de mi tía Rosario, se extinguirá esta tragedia y vendrá un tiempo mejor, donde estos experimentos llamados socialistas queden como un mal recuerdo.