Por Rafael G. Curvelo
El pasado 7 de abril la Corte Internacional de Justicia (CIJ), rechazó los alegatos del Estado venezolano con respecto al reclamo histórico que ha venido realizando para recuperar el territorio de la Guayana Esequiba. El conflicto entre Venezuela y Guyana cobra fuerza por la cantidad de recursos minerales que se han descubierto en los últimos años dentro de los 162.000 km2 del área en disputa.
Vale la pena comenzar haciendo mención a nuestra propia historia, para comprender cómo el imperio británico logró espoliar una parte importante de nuestro territorio. Lo primero que hay que destacar es que cuando comenzó el conflicto por la independencia, muchas de las disputas ocurrieron en la zona centro-occidental del país; rara vez se fue hacia el oriente y nunca llegó a la parte del Esequibo, que era y es, un territorio, relativamente despoblado; está situación se repitió en gran parte de los conflictos bélicos del siglo XIX. Lo segundo, y aquí radica gran parte del problema, es que nuestro país no ha tenido clara sus fronteras históricas; todavía tenemos disputas con Colombia por el Golfo de Venezuela, con varias islas del Caribe por el mar territorial. La única nación con quién logramos un acuerdo definitivo sobre los límites fronterizos es Brasil.
Hoy todo el peso de la responsabilidad de la perdida de una parte importante del territorio venezolano recae en el Estado, que por años ha dejado de hacer la tarea de procurar el desarrollo de políticas que conlleven a la recuperación total del Esequibo. El último esfuerzo entre las dos naciones para lograr solventar la disputa fronteriza fue el Protocolo de Puerto España en 1970, que terminó siendo rechazado por el Congreso venezolano de aquel entonces. Desde ese acuerdo trilateral, ya que también contó con la firma del Reino Unido, no ha habido disposición o, en este caso, la voluntad para lograr resolver un conflicto que tiene prácticamente 150 años.
Con el Laudo Arbitral de Paris de 1899, Venezuela vive una especie de espoliación de su territorio por parte del Reino Unido. Aunque la Real Cédula de 1777 no especifica los límites del territorio que correspondían a la Capitanía General de Venezuela, se toman como límite hacia el este, el río Esequibo. El reclamo británico venía de una cartografía más reciente, de 1840, inclusive buscaba poder abarcar parte de la desembocadura del Orinoco.
La decisión del arbitraje internacional tenía como mediadores a los Estados Unidos y el Reino Unido, quienes integrarían el tribunal con dos representantes cada uno y un quinto que sería designado por consenso, resultando electo para la tarea el jurista ruso Federik de Martens. La parte venezolana estaría representada por cuatro abogados, destacándose: Benjamin Harrison, expresidente de los Estados Unidos, y el jurista Severo Mallet-Prevost.
La decisión de los jueces, fue rápida y sorpresiva, ya que los británicos no esperaban ganar en el laudo un territorio tan grande; mientras que por la parte venezolana se consideró un abuso y se cuestionó la imparcialidad del arbitraje. El propio Mallet-Prevost señalaría las irregularidades del Laudo de Paris, primero en privado, pero luego, al fallecer, se publica su memorándum donde detalla todas las observaciones que tenía del proceso.
Con la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el Estado venezolano expone sus alegatos para denunciar la decisión de 1899. Gracias a estas gestiones se logra establecer el Acuerdo de Ginebra en 1966, que busca como objetivo definir si el Laudo de Paris es nulo y resolver la delimitación limítrofe entre Guayana y Venezuela. Inclusive cuando la propia Guayana se independiza del Reino Unido, reconoce la necesidad de resolver lo que establece el acuerdo.
Durante los años 60 posteriores, Venezuela decide realizar una exhaustiva investigación, no solo sobre el Laudo Arbitral de Paris y sus vicios, sino también desentrañar la historia territorial de la nación, para esta ardua tarea, pone a la cabeza a los jesuitas Hermann González Oropeza, Pablo Ojer y Harry Sievers; quienes en conjunto con Caracciolo Parra Pérez y otros juristas, así como diplomáticos venezolanos y de otras nacionalidades comenzaron a tener reuniones técnicas con expertos en ingleses. Dichos contactos no tuvieron mayores avances, ya que, para el Reino Unido, el Laudo de 1899, gozaba de toda legitimidad.
El Estado venezolano, viendo la poca disposición de las autoridades inglesas a resolver el conflicto y con la pronta independencia de Guyana, se plantea una acción que conlleve a la recuperación del territorio. Parte de la idea era robustecer la presencia militar venezolana en la frontera, así como estimular a la población del territorio Esequibo a sumarse al Estado venezolano.
La estrategia de anexión contó con el apoyo de mestizos e indígenas, que eran rancheros de un territorio al sur del Esequibo, conocido como Rupununi. Quienes se alzaron en contra del gobierno guyanés el 2 de enero de 1969, solicitaban ayuda al Estado venezolano, al considerarse connacionales. A pesar que desde el propio Estado se había organizado y alentado el plan, a lo interno ocurría otra situación: Acción Democrática había perdido la presidencia de la república, por vía electoral, y debía entregarle el poder a COPEI.
Raúl Leoni, para aquel entonces presidente de la República en pleno ejercicio de sus funciones, debía notificarle al presidente recién electo, Rafael Caldera, toda la situación. Sin embargo, el propio Caldera prefirió no tomar partido, al considerar que cualquier acción podía ser peligrosa, lo que conllevo a que el gobierno de Leoni, dejara a su suerte a los alzados de Rupununi. Hay quienes especulan que, si la decisión de Caldera hubiera sido otra o, en su defecto, que la presidencia habría quedado en manos de Gonzalo Barrios, se hubiera logrado la recuperación de gran parte del Esequibo.
Las consecuencias para los alzados fueron nefastas. El gobierno guyanés sofocó la rebelión, asesinando a un aproximado de 100 personas y forzando el desplazamiento de muchos de los participantes en la componenda. Adicionalmente, a nivel internacional, denunció a Venezuela como instigadora de la situación.
Después de la Rebelión de Rupununi, las relaciones entre Venezuela y Guyana comenzaron a estabilizarse. El tema de la situación sobre el Esequibo quedó paralizado luego del Protocolo de Puerto España. Incluso, después de 1970, los dos países lograron firmar acuerdos de créditos, un ejemplo de esto es el préstamo que se hizo durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez por 6 millones de dólares.
Tampoco esto cambió con la llegada de Hugo Chávez al poder quién, por su parte, nunca hizo alguna mención sobre el caso territorial. Además, Guyana es una nación que integra Petrocaribe, beneficiándose de la compra a precio módico de petróleo venezolano y de múltiples créditos para el desarrollo de políticas públicas.
El descubrimiento de recursos naturales dentro del Esequibo y la explotación de los mismos comenzó a poner en alerta al Gobierno venezolano, que inició una campaña con la icónica frase “el sol de Venezuela nace en el Esequibo”, pero sin mayor profundidad o aliados internos o externos que contribuyeran a expandir el mensaje, todo quedó allí. Todo esto sumado a las sanciones en contra del Estado y varios de sus jerarcas, las cuales complicaron el lobby internacional, porque ni siquiera dentro del interinato, se llegó a hacer alguna mención sobre la disputa territorial con Guyana.
Pero ya hemos llegado hasta aquí… En puertas a que la CIJ comience las audiencias sobre el tema y pueda tomar una decisión, que pareciera ser favorable para Guyana, en detrimento de nuestra nación. El reclamo a las acciones o inacciones pasadas, quedan allí en simples reclamos.
¿Qué nos toca hacer?
Como ciudadanos alzar la voz y exigirles a las autoridades que se apliquen en favor de la recuperación del Esequibo. También es necesario que la oposición se ponga manos a la obra sobre esta ruta. Aquí tenemos una oportunidad para construir, por primera vez en muchos años, un amplio consenso en favor del bien de la nación.
Como Estado se han dejado tantos pendientes. Que el Esequibo no se quede en eso, o peor, que se pierda por la indiferencia que hemos tenido tantos años sobre ese espacio que nos pertenece.