Por Mibelis Acevedo Donís
“¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla?”. Eso se pregunta un enajenado y autodestructivo protagonista en El gato negro, de Edgar Allan Poe, mientras se bautiza a sí mismo como una “bestia bruta”. La tentación de saltarse los límites implícitos en los contratos sociales, aún cuando se anticipe una sanción, recuerda el dictamen de Aristóteles: fuera de la polis, el hombre es una bestia o un Dios. No hay premio de eudaimonía (“vida buena”) para el hombre solitario. Lo decía a sabiendas de que el ser humano no puede sobrevivir ni ser fuera de esa estructura que emana de un hecho cultural, civilizatorio. La comunidad a la que, adscrito como animal político, debe su condición de ciudadano, el disfrute de derechos y el consecuente cumplimiento de deberes.
Allí donde ese ser con habilidad racional y comunicativa es para sí mismo y para la sociedad, la ley sirve de argamasa a la hora de acoplar piezas tan distintas como distantes. Algo que hace que la convivencia sea un trámite menos brutal de lo que preveía la guerra de todos contra todos, ofreciendo incentivos a los díscolos para ceder, adaptarse y acatar, a cambio de seguridad y oportunidad de trascendencia. El miedo constante a sentir miedo, la zozobra frente al caos y el apetito de otros lobos, por cierto, justifican el concepto del Leviatán hobbesiano; el Estado como forma y poder que regula y ordena el acceso a los bienes públicos, llevando al individuo a contentarse con tanta libertad en su relación con los otros individuos, como la que él permitiría a los otros en su trato con él.
Pero pongamos foco en la ley, las reglas de juego y su observancia, entendiendo que tanto en los Estados modernos como en organizaciones sociales, es lo que permite que las particularidades no solo no muten en obstáculos silvestres e inmanejables, sino que doten de perdurabilidad a los entendimientos. Cooperar, lejos de ser una opción, se vuelve así un modo de estar entre otros. El cumplimiento de las leyes, “incluso de las malas”, afirma Federico Reyes Heroles, genera certidumbre y, con ella, capacidad de proyectarnos en el tiempo. En ese terreno siempre inasible que plantea el futuro, dice también, el mejor mapa para lidiar con el imprevisible comportamiento humano y asegurar el progreso colectivo es la legalidad. Un mapa en cuyas antípodas opera la corrupción, la discrecionalidad, la ausencia de contrapesos, la anulación de la división de poderes.
Es fácil ver cómo la inestabilidad de los países suele vincularse con la resistencia a seguir reglas de juego, de hecho. En Latinoamérica, con instituciones relativamente jóvenes, poco consolidadas y vulnerables a la personalización de la política, la irrupción de los populismos y mesías de turno, se ha traducido no en ánimo de avance a partir de lo hecho, sino en deseo compulsivo de refundación, de eterno reinicio. Al margen de su potencial eficacia, la continuidad de políticas heredadas suele verse como parte de un pasado por borrar.
En el afán por sustituir la democracia representativa con presuntas democracias “directas”, no han faltado así movimientos autoritarios que resucitaron la fórmula de las asambleas constituyentes del siglo XVIII, pero para hacer lo opuesto de aquellas: desmontar el sistema de partidos, apropiarse del Estado e inhibir sus delicados equilibrios. El resultado salta a la vista. Un tercio de los presidentes elegidos desde que se inauguró la ola de democratizaciones en la región ha quebrantado las reglas de la democracia (Latinobarómetro, informe 2023). La modificación ocasional de los límites de la reelección para favorecer a ciertos candidatos, o el retroceso en los procesos de descentralización, por ejemplo, han sido algunos de los síntomas de ese desarreglo. Venezuela, contagiada en su momento por la calentura revolucionaria y divorciada del espíritu de amplio consenso que signó a la Constitución de 1961, ilustra el cuadro más agudo.
No ha ocurrido igual en países con democracias parlamentarias como las europeas, dice también el informe, donde “se puede gobernar durante una década, pero dentro de reglas previamente acordadas”. Democracias que bregan con crisis propias y enemigos íntimos, no menos deletéreos, pero blindadas con armazones institucionales y constituciones normativas (la “Ley suprema” norteamericana, con más de dos siglos de historia, es un caso emblemático) cuya garantía de protección a derechos fundamentales no puede ser desfigurada por tejemanejes de individuos o grupos de poder asidos a mayorías circunstanciales. He allí una cualidad, un compromiso estable con los pactos y mediaciones que evita que a la incertidumbre propia del contexto se sume la perturbación que introducen estos jugadores normofóbicos. Muchos de los cuales, por cierto, en su ansia por demostrar que la realidad se equivoca, exhiben un sello, una excentricidad casi salvaje que obliga a prestarles atención, aunque no lo queramos.
¿Convertir lo excepcional en normalidad, por aversión a las reglas, hablaría acá de cierto lastre cultural; uno que, hermoseado por la idea de la subversión, aparece como fórmula de reparación radical y sin esperas, ciego al camino plausible de las enmiendas y reformas?.
En El laberinto de los tres minotauros (1994), J.M. Briceño Guerrero desgranaba esas contradicciones que gobiernan la conciencia colectiva latinoamericana. Habla así de la coexistencia de los valores de la modernidad con lógicas culturales antagónicas, la cristiana-feudal del Discurso mantuano y la de la nostálgica, mítica rebeldía frente a la autoridad, nutriendo al Discurso salvaje. Sanar los entuertos, reflexionar a fondo sobre nuestros fracasos y reincidencias, quizás implica considerar los resabios de ciertos traumas colectivos. Esos, que si no son gestionados —como señala la experta Flavia Valgiusti—, tienden a convertirse en destino.