Scroll Top
Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

El día más oscuro

lunes13_Robert-Clark_INSTITUTE

Por Germán Briceño Colmenares*

Las primeras dos décadas del Siglo XXI han sido cualquier cosa menos anodinas. Aunque no se ha producido ningún conflicto mundial a gran escala, y quiera Dios que no ocurra jamás, hemos visto pasar una Gran Recesión, una Gran Pandemia, no pocas invasiones de países y sacudones políticos, e innumerables catástrofes naturales que nos han colocado a las puertas de una emergencia climática sin precedentes, como ya prácticamente lo reconoce todo el mundo desde las Naciones Unidas hasta el Papa. Pero si hubiera que señalar un día que ha marcado este siglo como ningún otro, creo que pocos dudarían en señalar que fue el 11 de septiembre de 2001, pasadas las ocho de la mañana.

Cualquiera que lo haya vivido podrá recordar sin dificultad dónde se encontraba en aquel fatídico instante en que el mundo globalizado de la información (en aquellos tiempos era la CNN, a falta de redes sociales) se congeló en la imagen de las Torres Gemelas del World Trade Center. Recuerdo haber llegado aquella mañana a la firma de ingeniería en la que trabajaba por aquel entonces, y encontrarme con un grupo de personas delante de un televisor en el que se veía una imagen humeante de las Torres Gemelas contra un cielo luminoso de otoño. ¿Qué había ocurrido? Al parecer un piloto inexperto se había estrellado contra uno de los rascacielos… Si algo caracterizó aquella tragedia es que nadie supo exactamente lo que estaba ocurriendo hasta que todos lo supimos. El corrillo se fue haciendo más grande y entonces se estrelló el segundo avión contra la otra torre. Ya nadie volvió a trabajar ese día, sin saber aún que el mundo tal y como lo conocíamos había cambiado para siempre. El indescriptible desplome de las Torres a media mañana quedaría para los anales de la infamia en la memoria colectiva: nunca tantos pudieron contemplar el desmesurado rostro del horror en vivo y directo.

Churchill decía que un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. Yo me atrevería a agregar que un terrorista es un fanático que está dispuesto a matar a un inocente en defensa de una causa, no pocas veces demencial y perversa. Al final eso fue lo que pasó en la Torres Gemelas, aunque el cómo siga siendo objeto de misterios, debates y controversias: un puñado de fanáticos del terror decidieron acabar en un instante con la vida de más de tres mil inocentes sólo porque sí. No había nada más detrás de eso que el puro odio gratuito, ninguna causa noble o al menos grandiosa, como el tiempo ha acabado por comprobar.

Resulta toda una irónica paradoja por estos días que corren que, justamente veinte años después, tengamos que remontarnos a Afganistán como el lugar donde todo comenzó. Después de la invasión soviética de finales de los setenta, el país se convirtió en un polvorín y destino predilecto de muyahidines de todo el mundo islámico que vieron su oportunidad de librar su particular cruzada del Islam contra el imperialismo. Incluso los Estados Unidos (no olvidemos que nos encontrábamos en plena Guerra Fría) vio una oportunidad de ayudar a los enemigos de su enemigo y brindó apoyo a los combatientes, entre los que destacaba un aguerrido grupo llamado los Talibanes. A esa yihad fue a dar también un siniestro y fanático empresario árabe de la construcción de nombre Osama Bin Laden, líder de una guerrilla denominada Al Qaeda.

Expulsados los soviéticos después de una humillante derrota, los Talibanes se hicieron del poder, impusieron la sharia y brindaron cobijo a los triunfantes muyahidines, entre los que se encontraban Bin Laden y sus secuaces. Pero, ¿de dónde venía el odio de Bin Laden hacia los Estados Unidos? Es una pregunta que no tiene respuesta fuera de un fanatismo demente y enfermizo. Lo cierto es que comenzó desde allí a hacer su odio manifiesto y militante. Su primer ensayo fueron los atentados simultáneos contra las embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania que se cobraron decenas de víctimas.

Su gran golpe fue el resultado de una planificación y una determinación de la que solo son capaces los terroristas más furibundos y que logró colarse por las rendijas de la buena fe, la imprevisión y la falta de coordinación de las agencias de seguridad estadounidenses. El hecho es que menos de una veintena de terroristas, en un ataque perfectamente coordinado, fueron capaces de segar en un instante la vida de miles de personas. Nada parecido había ocurrido hasta entonces y es posible que, en este mundo de exhaustiva vigilancia y paranoia por la seguridad que ha resultado de aquel hecho, nada semejante vuelva a ocurrir.

No se puede dejar de pensar en las víctimas, miles de inocentes que aquella mañana abordaron cuatro funestos vuelos o acudieron a sus lugares de trabajo como cualquier otro día sin sospechar que sería el último. Tampoco se puede olvidar a los más de cuatrocientos rescatistas que perecieron intentando salvar a otros. Hace apenas unos días se conoció de la identificación de los restos de algunos fallecidos todavía sin identificar e incluso muchas de esas familias siguen sin conocer el paradero de sus seres queridos.

Veinte años después una pregunta sigue flotando en el aire sin respuesta: ¿Por qué? Yo todavía no acabo de explicarme por qué sucedió: es difícil sacar alguna moraleja del odio ciego, salvo aprender a no odiar. Sólo atino a pensar en lo que decía Camus cuando le preguntaban qué pretendía hacer para remediar los males del mundo: “Por lo pronto espero no aumentarlos”, respondía él, sin un ápice de ironía. O, como lo expresó el pastor Nathan D. Baxter, en la ceremonia celebraba en la Catedral Nacional de Washington pocos días después de los atentados, para tratar de apaciguar los vientos de venganza que soplaban con fuerza: roguemos a Dios para que no nos convirtamos en el mal que deploramos.


*Abogado y escritor.

Entradas relacionadas

Nuestros Grupos