Por Javier Contreras
Que el fútbol es un negocio, cada vez más multimillonario e intrincado, es una realidad que se instaló desde hace unos años, con mayor fuerza en este último lustro. Entonces pretender analizar un evento deportivo importante, prescindiendo de las variables propias de un negocio (intereses, ganancias, pérdidas, rivalidades, compras, ventas, entre otras) es, sin duda alguna, un intento estéril y descontextualizado.
De la misma forma que conviene asociar fútbol con negocio, conviene asociar negocio con política, particularmente en un país como Argentina, en cuya ciudad capital, Buenos Aires, se vivió un hecho vergonzoso de violencia que obligó a la postergación de la final de la Copa Libertadores de América, el torneo de clubes de fútbol más importante del hemisferio.
En este caso la postergación de un partido de Fútbol es el resultado de otra postergación más grave, la de discutir abiertamente la lucha de poderes en torno a la organización y lucro relacionado con el deporte, actividad que por la cantidad de patrocinadores y empresarios que intervienen, se ha transformado en un apetecible espacio del que muchos quieren participar; pero en el que los grandes protagonistas suelen ser reducidos grupos que concentran los mayores réditos.
Dirigentes de clubes vinculados a la política (valga la pena recordar la historia de Mauricio Macri, actual presidente argentino, quien fuera la presidente del Club Atlético Boca Juniors); medios de comunicación que negocian con los derechos televisivos; aficionados que tras la figura de barra brava[1] presionan y obtienen beneficios; los cuerpos de seguridad bajo constante sospecha por su actuación en operativos de seguridad; y el manejo de la Asociación de Fútbol Argentino (AFA), Confederación Sudamericana de Fútbol (CONMEBOL) y Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA), son los elementos que hoy vuelven a quedar expuestos como coparticipes de acontecimientos que, por turbios, abren la puerta a suspicacias respecto a qué es lo que mueve realmente al fútbol, en Argentina y en el mundo.
Tras el estrepitoso fracaso que representó no poder jugar la final pautada para el sábado 24, y luego no realizar el partido el domingo 25, todas las partes involucradas han movido sus fichas, estrategias en la que lo deportivo queda relegado a un segundo o tercer plano, ya que los argumentos que parecen privar son de tipo administrativo, político y económico. Independientemente de las decisiones que ahora se tomen sobre cuándo y en qué circunstancias se jugará la final, la oportunidad es inmejorable para que la sociedad argentina y el ambiente del fútbol planteen preguntas, exijan respuestas, y demanden acciones concretas.
¿Por qué falló un operativo estructurado hace tanto tiempo? ¿Quiénes son los responsables de dicho fallo? ¿Qué impidió la colaboración efectiva entre los cuerpos de seguridad del gobierno nacional y los del gobierno de Buenos Aires? ¿Se trató de falta de coordinación o fue deliberado? ¿A quién le sirven CONMEBOL y FIFA cuando están más interesados por el dinero que por lo deportivo? Estas y muchas otras interrogantes quedan en el aire de una ciudad que se prepara para recibir la cumbre del G-20, con el penoso antecedente de no haber podido garantizar la seguridad y correcto desenvolvimiento de un partido de fútbol.
Muy probablemente no se establecerán las responsabilidades penales del caso, y las multas que puedan llegar a imponerse serán, como en ocasiones anteriores, tan simbólicas que pasarán a formar parte del anecdotario, ese anecdotario que es común a Latinoamérica en donde, sin muchas variaciones, se pretende hacer ver que el fútbol y la violencia van de la mano; que el dinero y los intereses comerciales ponen las reglas en el deporte… hoy, tristemente, parece ser así.
[1] Término del argot futbolero que describe a los fanáticos más agresivos de un equipo, asociados generalmente a conductas delictivas.