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El demonio meridiano

La tentación de San Antonio según Gustave Flaubert_ de Lovis Corinth

Por Juan Salvador Pérez*

Según la tradición de los Padres del desierto, hay un momento en el día en el cual los monjes sienten una fortísima necesidad de salir de su celda, de dejar lo que estaban haciendo, de detener su oración y su contemplación. Les embarga una suerte de hastío, se sienten perdiendo el tiempo y comienzan a dudar, incluso, de su vocación monacal, de la utilidad y sentido de ello.

Evagrio Póntico (345 – 399) llamó a aquella sensación la acedia o el demonio meridiano, porque tal perturbación no ocurría en la oscuridad de la noche, ni tampoco en momentos de agitación y angustia, sino –acaso lo que le hace más temible – en pleno mediodía, en esas horas de sopor y de aletargamiento, en los cuales (creemos que) estamos más alertas, más despiertos, más consientes, más claros.

La acedia –nos dice Evagrio– se manifiesta en cinco actitudes: una cierta inestabilidad interior, excesiva preocupación por la salud, aversión por el trabajo, negligencia en la observancia o dejar de cumplir los deberes y, por último, un desánimo general.

Así lo veían los monjes en el desierto en el siglo IV.

Pero en estos tiempos contemporáneos nuestros –ya lo sé– nosotros no creemos en demonios. Eso es mitología, inventos para someternos, ingenuidades de gente simplona o en todo caso cosas pasadas.

Sin embargo, yo hoy reconozco aún, no solo con facilidad sino además con frecuencia, los síntomas de la acedia en las calles de nuestras ciudades, en nuestros conocidos y amigos, y por supuesto, en nosotros mismos.

Esa inquietud existencial de conocer todo, todos los destinos, todas las personas, de no perdernos nada. La necesidad de pretender siempre cambiar de lugares, de trabajos, de parejas, de ropa, de celulares, de peinados, entre otros… ¿No es acaso una elocuente señal de inestabilidad interior?

La obsesión por la delgadez, por hacer mucho deporte, de ser fitness, de vivir muchos largos años, y junto a esto, el miedo a aceptar la vejez, la muerte, el dolor y la enfermedad. Sacar de nuestra vida algo tan humano como lo es el sufrimiento, no solo el propio, sino sobre todo el ajeno ¿No es una excesiva preocupación por la salud?

El abandono de las labores sencillas y cotidianas, las que toman tiempo y requieren esfuerzo, dedicación, calma, preparación, y que también suponen reveses y sacrificios ¿No se trata de una aversión por el trabajo?

El preocuparnos sólo por lo más nuestro, lo personalísimo, renunciando o dejando a un lado los grandes proyectos comunes, obviando la consecución del bien común por resultarnos muy difícil, muy cuesta arriba. Esa sensación de que nuestra contribución no tiene sentido, porque ¡total, ellos tampoco van a hacer nada! Ese pensar que no tiene sentido apuntarse a fines sociales grandes, porque cada quien anda en lo suyo y es más conveniente entonces despreocuparnos por las normas y reglas generales ¿No estamos en este caso frente a la negligencia de la observancia?

Por último, ¿No nos conduce todo esto a un gran malestar contemporáneo que vienen denunciando los grandes pensadores e intelectuales? Esa profunda confusión que azota calladamente a tantos hombres y mujeres sumiéndoles en una gran depresión.

No sé ustedes, pero yo veo claramente las cinco manifestaciones de la acedia que Evagrio advertía a sus compañeros monjes hace mil seiscientos años.

Viene a mí el recuerdo de una frase que el P. Matos s.j. me dijo hace muchos años atrás: “La gran victoria del demonio es haber logrado que ya nadie crea en él”.


*Director de la revista SIC.

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