“¿Qué valor tiene toda la cultura cuando la experiencia no nos conecta con ella?”
Walter Benjamín.
Rafael Quiñones
Los países de América Latina en general y el caso venezolano en particular, se caracterizan que a diferencia de sus pares occidentales el hecho de que no experimentaron su modernidad como una imposición de sus élites sociales hacia sus respectivos aparatos gubernamentales sino a la inversa, la modernización fue difundida por el Estado hacia sus ciudadanos en calidad de multitudes. En Venezuela, los generosos recursos materiales que aportaba la renta petrolera permitió la elaboración de un ambicioso proyecto de modernización de la sociedad venezolana, desde ámbitos tan diversos como el del poder político, el aparato económico, las relaciones sociales y hasta de los consumos culturales. En la esfera de la cultura, sobre todo para la comunicación, es donde se han hecho visibles las luchas por la sucesión y reorganización de los grupos que habían intentado modelar distintos programas de modernización implementados en el país gracias a los recursos de la renta petrolera.
Se entiende por lo general que la modernización cultural es aquella en que tanto el Estado como la Iglesia han perdido (al menos desde la perspectiva occidental) el monopolio y la potestad única de imponer el sentido de la interpretación sobre la realidad a las personas, lo cual permite que sean los diversos individuos y colectividades sociales los cuales a través de la reflexión autónoma y el debate público construyan su sentido de la realidad más próxima a lo que se consideraría la VERDAD. La evolución cultural de una sociedad se inscribe dentro de procesos sociales más amplios que, es necesario poner de relieve, no son homogéneos, con diferentes grados, tiempos y matices en su ejecución.
Pero si la Modernidad cultural implica la emancipación de los individuos y grupos del poder estatal para imponer su sentido de la realidad ¿Cómo se concilia esto con un Estado que busca modernizar todo, incluso lo cultural? ¿Un Estado que si bien no es rector supremo de la cultura, al menos sirve de coordinador supremo? El Estado petrolero venezolano se encargó directa o indirectamente de prácticamente todo el conjunto de instituciones de la cultura, incluidas las privadas en Venezuela. Desde el fomento y financiamiento de la educación y las ciencias en todos sus niveles, generó un monopolio en los sectores de la música, los museos, la danza, el teatro y las bibliotecas. El aparato institucional de la cultura se configuró, así como reflejo del carácter de los gobiernos de turno, dotado de una estructura funcional dominada fundamentalmente por la acción del Estado y dependiente de los vaivenes de los precios del petróleo.
La llegada de la llamada Revolución bolivariana, llamada actualmente simplemente “chavismo”, implico la demolición de la ya débil institucionalidad democrática para lograr consensos en materia de política cultural en nuestro país. La política cultural venezolana desde el nuevo modelo de Estado del chavismo ya no buscaba un endeble consenso democrático y social sobre cómo implementar la modernización cultural en Venezuela, sino imponerla bajo criterios políticamente hegemónicos. Los agentes vinculados al proyecto revolucionario no formaban parte de los sectores de mayor prestigio del campo intelectual venezolano, sino que constituían como entes que han sido encumbrados burocráticamente en virtud de sus filiaciones políticas y no de su acervo cultural.
Lo anterior ha generado en casi dos décadas e Venezuela en una quiebra de la relativa autonomía de las instituciones públicas de la cultura, y como consecuencia de ello a la anulación del Estado como espacio preponderante de la cultura letrada del país. Así actualmente se ha dado la reorientación de las instituciones públicas en función casi exclusiva de los intereses del Gobierno actual, permitiendo observar cómo el Estado tradicionalmente promotor, patrocinador y difusor de las distintas manifestaciones de la cultura, pasó a convertirse en un Estado agresivamente “disciplinador” de las instituciones y de la creación cultural. Esto se ha cristalizado en un el sometimiento de la cultura a un rígido control político administrativo, concretando la disminución del valor del aparato cultural del Estado como generador de sentidos, así como una disminución del papel referencial que éste había jugado para la cultura y la sociedad en general.
Silvia Ferrer, en este implacable libro, elabora la ciclópea tarea de describir las transformaciones culturales que han tenido lugar en Venezuela en el contexto del proceso que se autodefine y autorepresenta como la “revolución bolivariana” o simplemente chavismo. Ferrer focaliza su obra en analizar los cambios del campo cultural venezolano en el período 1999-2013, haciendo énfasis en los cambios de las relaciones entre el poder y la cultura, con especial atención al sector de los medios de comunicación, como vectores fundamentales del paisaje de la modernidad cultural venezolana acuñada por la renta petrolera. Para ello la autora persigue identificar las especificidades de los procesos y fenómenos culturales ocurridos en Venezuela en este período histórico, así como las interconexiones que resultan del carácter múltiple, heterogéneo y siempre cambiante de las culturas, determinadas por los vertiginosos flujos transnacionales contemporáneos de información, capital y tecnología.
Texto denso, férreo, implacable y perfectamente obligatorio para todo aquel interesado en la política cultural venezolana en los últimos tres lustros del país.
EL CUERPO DÓCIL DE LA CULTURA
Ferrer, Manuel Silva (2016).
abediciones, Caracas.