Wooldy Edson Louidor
El primero de enero de 1994, Chiapas hace irrupción en México. Como un volcán, por el que emergen lavas, cenizas, gases, magmas provenientes del fondo de nuestra historia como América Latina.
El país azteca, la región de América Latina y el mundo entero se enteran del levantamiento indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). En su primera declaración de guerra llamada la Declaración de la Selva Lacandona, los insurgentes inician con las siguientes palabras: “Hoy decimos ¡basta!”
Un “¡basta!” volcánico que trae de presente al pasado, a sus cuentas pendientes y a la macabra mixtura de etnocidios y genocidios de los que fueron víctimas numerosos pueblos originarios. Un “¡basta!” que resucitó a un actor que se ha intentado desaparecer de la escena desde hace más de 500 años y cuyo “descubrimiento” por parte de Cristóbal Colón y los demás colonizadores sirvió paradójicamente para “encubrirlo”.
“¡basta!” no es un grito cualquiera. Más que un grito de guerra “coyuntural” (de una guerrilla), es una voz que brota del “ronco pecho” (como se dice en México) y que a muchos pueblos agobiados por el peso de la historia les ha tocado en su momento articular y desplegar con un nudo en la garganta, con pies y manos atados, con el corazón hecho trizas.
Grito sentido, emocional y que expresa el agotamiento, luego de un largo camino. El “¡basta!” que dijo el EZLN culminó “500 años de luchas”. Es un “¡basta!” histórico que narra, en gran parte, el desarraigo de los pueblos indígenas y de su lucha por seguir caminando a “su propio paso” y en contra de quienes les “impiden el paso”.
Se podría incluso decir que el “¡basta!” zapatista es analógicamente (con sus similitudes y diferencias) el de las negritudes, los campesinos sin tierra, los obreros explotados, los desplazados, los migrantes. El “¡basta!” de los empobrecidos en general que están “muriendo de hambre y enfermedades curables”. Que no tienen “nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, sin tener derecho a elegir libre y democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos”.
¿A quiénes les importan estos factores histórico-estructurales del “¡basta!”? Vivimos en tiempos de “la globalización de la indiferencia”, nos recuerda el papa Francisco.
Las reivindicaciones cristalizadas en el “¡basta!” zapatista son de peso, de amplio alcance y “de larga duración”. No son válidas sólo para un grupo étnico o un país en particular, sino para todas alteridades, las subjetividades, los “sin derechos” que están excluidos en la región geográfica más desigual del mundo: América Latina. Tampoco son simplemente económicas, sociales, políticas. Son fundamentalmente éticas: matamos al otro a diario o simplemente lo dejamos morir. Hablan el sagrado lenguaje de los derechos y la justicia.
Estas reivindicaciones no expresan únicamente las contradicciones internas de nuestras sociedades latinoamericanas. Reflejan el largo caminar de nuestra región, históricamente presa de todas las formas de colonialidad y de la dependencia que se deriva de ellas en las relaciones internacionales e incluso en la actual globalización neoliberal tejida de injusticias e inequidades.
Llegué a México en 1996, dos años después del levantamiento zapatista. Tuve la oportunidad de conocer a los indígenas wixárika (o huicholes), con quienes trabajé durante cuatro años en la gran urbe de Guadalajara, la segunda ciudad más importante de México. Me sorprendió mucho la manera muy particular que los wixárika tenían para nombrar sus costumbres, tradiciones y cultura en general: “yeiyari” (en huichol), que significa literalmente “camino”.
He allí una clave para comprender el “¡basta!” indígena: el camino indica un “antes” y un “después”, unas “huellas” dejadas y un “horizonte” por explorar. El camino recoge estas piezas aparentemente opuestas en su mismo andar.
Los indígenas han sido desarraigados: su “antes”, sus huellas, todo lo que llaman “sabiduría ancestral” fueron negados por los colonizadores (antiguos y nuevos) e incluso por los Estados que surgieron de las independencias. Negados justamente por ser diferentes, por ser otros. Sin embargo, los indígenas siguieron, siguen caminando hasta hoy día. Son caminantes, desde que nacen hasta su muerte. Los wixárika dicen que los muertos siguen caminando; por lo que hay que enterrarlos con sus huaraches (zapatos utilizados por estos indígenas).
Caminar es echar a andar no sólo pasos, sino lo que fuimos, somos y seremos: tradiciones, costumbres, sabiduría ancestral, cultura. Es echarnos a andar. Caminar no es repetir lo mismo, ni intentar volver eterno el pasado. Es mirar horizontes, mirar adelante. Pensar en los próximos pasos. Vivir la esperanza, explorar posibilidades, probar nuevos sabores, ensayar nuevos ritmos. Sentir la vida que se mueve a través de la decadencia de los pasos.
La “espiritualidad” o “mística” del caminar indígena es todo lo contrario a cierta mirada (por supuesto, equivocada y paradójicamente muy enraizada en nuestro sentido común social) que considera a los pueblos originarios como “piezas de museo”: gente aferrada al pasado y que supuestamente quiere que “los civilizados” vuelvan a los tiempos de antes, a la “Edad de piedra”. Por lo tanto, son considerados enemigos del progreso, del desarrollo.
Al contrario, el caminar se desliza entre el “antes” y el “después”: es un entrecruce entre los pasos ya dados y los próximos pasos (aún no dados) en un mismo andar que, en el caso de los indígenas y de los otros “otros”, significa sencilla y llanamente “luchar”. Articula el “ya” y el “aún no”. Caminar es luchar contra vientos y mareas, contra el lodazal, contra la borrasca, contra las rocas, el río, los árboles. Contra todo aquello que nos “impide el paso”. Es siempre caminar a contracorriente.
Los zapatistas deletrean en su Declaración arriba mencionada algunas de estas “contracorrientes” en México: la esclavitud impuesta por España, el expansionismo norteamericano, el Imperio Francés, la dictadura porfirista, el neoliberalismo y un plexo de factores, situaciones y mecanismos que no han hecho sino negar a los desposeídos los mínimos vitales y no dejarles ningún camino para andar en los senderos de la vida, la libertad, la justicia.
“Caminante, no hay camino”: he allí lo que provoca la desesperación, el cansancio y el agotamiento que experimentan los zapatistas, los indígenas, los pueblos caminantes en general. Lo que nos lleva inexorablemente al “¡basta!”.
¿Cuántas comunidades, pueblos e incluso países enteros viven una gran desesperación, cuando les dicen que no hay camino, que no hay alternativa ante los problemas que les aquejan? ¿Que no vale la pena soñar, imaginar otro país? ¿Que hay que ser “realista”?
Los dueños de este mundo no acaban de entender que la falta de esperanza es una enfermedad que destruye no sólo el organismo, sino todas las posibilidades de encontrar la cura para hacerle frente. El “esperancidio” es una estocada certera.
Frente a la voz “esperancida” que les dice “Caminante, no hay camino”, los indígenas vuelven una y otra vez a su caminar, es decir: a su “punto arquimédico”. Exploran el “antes” para hacer frente al “después”. Regresan sobre sus huellas para explorar horizontes. Caminan hacia atrás para echar a andar sus pasos, para avanzar. Vuelven sobre los pasos ya dados para poder dar los próximos pasos (aún no dados). Miran el pasado para construir el futuro. Rescatan lo “ancestral” para acatar la sabiduría de los ancianos y atacar la desesperación y superar las contracorrientes, los contratiempos, creando así la contrahistoria. Sueñan con el pasado para edificar sueños de futuro en contra de las pesadillas del presente. Desempolvan mitos y los utilizan como pólvora para encender utopías.
Es así como los indígenas nos vienen enseñando con sencillez pedagógica a danzar con el tiempo, a entender que la tierra gira y que nosotros tenemos que girar con ella. Que la cultura es un camino circular. Que el regreso debe ser parte del progreso. Que el futuro está también detrás de nosotros. Que la utopía es un lugar que no está aquí y ahora, pero va hacia y viene de otro lugar y otro tiempo: es siempre otra, nunca se alcanza, es una estrella que se va alejando a medida que se acerca el caminante. La utopía es un guiño seductor que nos hace el cielo constelado para que caminemos con alegría y esperanza, en medio de los claroscuros y las penumbras de la noche.
Nos enseñan también que ellos son otros porque su caminar es otro: no quieren simplemente seguir los caminos de otros, por más seductores y atractivos que parezcan, prefieren crear y recrear su propio camino, el de sus ancestros. Su camino es la manifestación elocuente de su victoria contra los colonizadores y todas las contracorrientes. Dime qué camino caminas y te diré quién eres.
“Caminante, no hay camino” no significa que tengamos que seguir resignadamente el camino que se nos impone. Tenemos la divina tarea de hacer nuestro propio camino: con inventiva, con poesía, con la palabra bien cincelada, con la narrativa bellamente esculpida, con pasos de baile, como si fuéramos dioses danzantes. El reto de festejar el desarraigo, mostrando la pervivencia de las raíces y los rizomas con nuevas formas y resistiendo a los dobleces. La faena de celebrar las victorias y las derrotas, con la firme convicción de no rendirnos nunca en esta lucha por conservar, expresar y hacer valer nuestras identidades, alteridades, diferencias.
Queda para nosotros la lección de aprender a danzar con el tiempo y así entender que el ritmo está en saber cuándo y cómo tenemos que dar pasos (y cuántos) hacia adelante y pasos hacia atrás. Es un saber que realmente se saborea al compás de la música. Por eso, los indígenas hablan de la sabiduría “ancestral”, que se narra y danza apasionadamente. Una narrativa que es danza y una danza que se narra. Caminar es definitivamente un arte. Es cultura. Es “yeiyari”. Tout court.