Carlos Chirinos sj
El hermano jesuita Ignacio Tellería, antes de morir hace casi dos meses, hospitalizado, me decía desde su cama, convaleciente, que los ángeles existen, y que son personas que nos cuidan. De eso se trata esta historia que les cuento. Me parece que vale la pena escribir sobre esta experiencia que ha resultado muy significativa para mí fe.
El 5 de mayo de este año, poco después del encuentro con el padre General de la Compañía de Jesús en Caracas, me tocó ir por segunda vez en quince días a San Fernando, capital del estado Apure, para intentar resolver los asuntos laborales relacionados con mi contratación por parte del estado venezolano como médico en El Nula, población distante de San Fernando a 12 horas por tierra, después de 5 meses de trabajo no reconocido. Aunque mis documentos habían llegado mucho antes, hacía falta mi presencia para firmarlos.
Fue así que a primera hora de la mañana llegué a las oficinas de INSALUD Apure, un antiguo edificio de dos pisos en todo el centro de la cuidad, diagonal a la plaza Bolívar. La primera persona que conseguí esta vez fue la señora Rosa Corona, a quien conocí una semana antes en un viaje que había emprendido a esta ciudad con similares propósitos. Ella, acostumbra a llegar siempre temprano, por ser personal de mantenimiento del segundo piso del edificio, donde están las oficinas de Gerencia de Atención Médica y la presidencia del instituto, los principales sitios a donde debía dirigirme.
Le comenté mi problema, y me dijo que le parecía raro que no se haya resuelto después de tanto tiempo. Me dijo que era evangélica, y que Jehová me ayudaría porque lo que estaba haciendo era algo bueno por la gente. Con su bendición inició mi día de trámites: entregando documentos en INSALUD, sacando copias, yendo a bancos, prefectura, SENIAT, etc. Dentro de mis diligencias, conversé con el cura de una iglesia católica, me presenté como jesuita y pedí su autorización para ir a la prefectura para tramitar un documento en el que me pedían una dirección local de referencia, pero no me dejó. Un comisario, amigo del prefecto, de nombre Richard, que oyó la conversación, me acompañó personalmente a la prefectura, muy cerca de allí y en 5 minutos obtuve el documento. El me facilitó la referencia.
Iba terminando el día, con el calor de San Fernando. Las esperanzas de concluir los trámites en un solo día iban desvaneciéndose. Como a las 3 de la tarde me acerqué nuevamente a la iglesia y solicité un espacio para ducharme, pero el cura dijo que no había agua. Se lo solicité a la señora Rosa, y me dijo que me llevaría donde una amiga de su religión, que vivía cerca. Y así fue, la señora, sin reparos, me habilitó su baño, casi improvisado, pero ofrecido con mucho cariño. Agradecido por esto, continué mi jornada de diligencias.
No bastó un día para resolver todo lo necesario para este fin, los trámites burocráticos eran tantos que requirieron me quedase un día más en San Fernando. Pero surgió otro inconveniente: se me acabó el dinero con tantas copias, y ya con el cura, era casi obvio, que no tenía chance. La señora Rosa me llamó y me ofreció quedarme esa noche en su casa. A las 7 de la noche, siguiendo por teléfono sus instrucciones, fui a su residencia, en el barrio La Guamita II, en otros tiempos más peligroso.
Al llegar, ella me presentó a su familia y fui recibido afectuosamente en su casa, una vivienda rural de las que hacía en otro tiempo el INAVI con un patio arenoso cuatro veces más grande que la casa, cubierto parcialmente por plantas ornamentales. Era evidente su pobreza pero vivida con dignidad y generosidad. Me recibieron en el patio, que es el centro de la vida familiar, dado el clima local. Minutos después comenzaron a consultarme asuntos de salud sus familiares y algunos vecinos. El ambiente era muy fraterno. Ella estaba muy contenta de darme alojamiento. Me preguntó por qué no le había pedido hospedaje cuando la vi en la mañana, le dije que intenté quedarme en una de las iglesias católicas pero no fue posible, a lo que me respondió que nunca se había oído hasta entonces en San Fernando que un cura diera posada. Luego me sirvieron pollo y arepas fritas con refresco. Me contó que los vecinos dicen que su casa es llamada el Arca de Noé y ella está orgullosa de ello, ya que tiene la costumbre de recibir a quien lo necesite en su casa, esto motivado por las palabras de Nuestro Señor Jesucristo, que se las tomó en serio, y que eso le ha dado muchos amigos y no pocas alegrías y bendiciones. Mientras estas cosas sucedían, no dejaba de asombrarme y conmoverme por tanto amor recibido.
Luego me indicó que ella dormiría con su hija y nietos en otro cuarto y a mí me dejaba el cuarto principal de su casa, y que a primera hora saldríamos a la ciudad para resolver mis asuntos laborales.
A la mañana siguiente salimos, y a media mañana concluí todos los asuntos por los cuales había ido a San Fernando. Me hacía falta dinero para regresar a El Nula, y cuando iba a pedirle, ella se adelantó, y me dio 150 Bs. F. para regresar.
Llegué a El Nula dos días después. La señora Rosa me llama cada dos o tres semanas desde entonces, preguntando si me resolvieron el problema, e incluso le pide personalmente a las autoridades que me reconozcan ese tiempo trabajado. No en vano le dicen también Rosa Camorra, por lo peleona cuando se trata de derechos.
No me han reconocido hasta el día de hoy el trabajo en El Nula, pero sólo encontrarme con la señora Rosa valió la penosa faena en la capital de Apure y me confirma que la hospitalidad en este momento de nuestra historia venezolana, y especialmente para el mundo de los pobres, viene a ser lo que la pobreza era para Ignacio en su tiempo: defensa de la religión.
Sí, hermano Tellería, tenías razón en esa convicción profunda de tu vida “los ángeles existen y nos cuidan”. Mucho!