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El amor es el carisma más grande

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Por Luis Ovando Hernández, s.j.

Son varias semanas recorriendo ya lo que el Calendario Litúrgico llama “Tiempo Ordinario”, en contraste con el tiempo de Cuaresma, que nos prepara para el Triduo Pascual —o Semana Mayor— y con el Adviento, que antecede a la Navidad.

Durante el Tiempo Ordinario nos concentramos en los misterios de la vida de Jesucristo, su encuentro con cualquier ser humano que se cruzó en su camino, su amor y dedicación por todas las personas, prestando mayor atención a los excluidos sistemáticamente por la sociedad que le tocó vivir.

En el marco del encuentro con Dios que se da en Jesús, Él predica la Buena Noticia que su Padre le encomendó, es decir que nosotros somos lo más importante para él, al punto de colocar al mismísimo Jesús en nuestras manos. La manera como Jesús anuncia su mensaje se apoya en el cotidiano de las personas con quienes comparte, de modo que sus palabras cobran una “autoridad” inédita para sus oyentes porque se ven reflejados en su mensaje.

Nadie es profeta en su tierra

Estas palabras puestas en boca de Jesús han llegado hasta nuestros días para significar el rechazo de parte de sus paisanos, precisamente porque el Señor no respondió a la idea que de Él se hicieron en Nazaret, porque no llenó sus expectativas y no hizo lo que querían.

La Buena Noticia que desató tantos aires de esperanza la semana pasada, cobra este domingo un sabor amargo en boca de los reunidos en la sinagoga, al punto que quieren matar a Jesucristo. ¿Qué ocurrió de grave, para cambiar de esta forma el humor de los congregados? Que Jesús —y consiguientemente, Dios— no es manipulable.

Hay un mensaje por trasmitir, una misión por cumplir. Y ello no depende primeramente de lo que piden o esperan los presentes, sino de lo que Dios les ofrece y que no está en contradicción con sus más profundas y auténticas aspiraciones.

Te constituí profeta de las naciones

Ser profeta no es una profesión, si bien los hubo “asalariados”; ser profeta es una vocación ejercida gratuitamente e implica, por lo general, ir a contracorriente con lo dado, precisamente porque su principal misión es consolidar el punto de referencia que es Dios en medio de su pueblo. Y esto no está ambientalmente socializado. En segundo lugar, porque dedica su vida a promover esperanza histórica, real; y finalmente, porque irremediablemente el Señor Dios lo obliga a pronunciarse contra todo aquello que mata a aquellos a quienes él ama preferentemente.

El modo como se describe la llamada es poéticamente profundo: “plaza fuerte”,
“columna de hierro”, “muralla de bronce”. Jeremías es capaz de remontar su vocación al momento de su concepción, indicando una especie de determinismo antes de salir del seno materno: su vocación originaria era ser precisamente profeta.

Es un profeta universal, para todos; él tiene fe: es el significado de “no les temas” (según las Escrituras, lo contrario de la fe no es la duda, sino el miedo). Jeremías se sabe acompañado por Dios, su baluarte. Esta presencia hace que el yugo sea suave y la carga ligera. Esta presencia nos permite saborear una faceta del Amor.

El amor: un carisma mayor

El domingo tendremos ocasión de escuchar el famoso “himno de la caridad”, que escribiera Pablo a los Corintios. La fama le viene de ser un pasaje leído en los matrimonios, por el mensaje que hermosamente expresa.

El pasaje bíblico es riquísimo y puede prestarse a miles de interpretaciones. Quiero privilegiar una, que además está explicitada en el texto: el amor es un carisma. Es decir, se trata de un regalo que viene de Dios. Este presente divino tiene la “propiedad” de completar todo, dándole sentido a aquello que somos y a lo que nos dedicamos. Dicho de otra manera, la ausencia del amor hace que todo esfuerzo se convierta en voluntarismo, toda entrega en exhibición y cualquier competencia sea, al fin y al cabo, un elemento secundario que no nutre lo más profundo de la existencia.

Cada cual con su taburete, tiene un puesto y una misión

Soy de la idea que nuestras palabras cobran más relevancia si logramos relacionarlas con realidades concretas, el mensaje es más asible si lo relacionamos con ejemplos de vida.

Señalo un ejemplo de vida: el pasado domingo 23 de enero, fueron beatificados en El Salvador cuatro mártires, entre quienes se cuenta el padre Rutilio Grande junto con dos de sus colaboradores, brutalmente asesinados.

La vida de Rutilio estuvo marcada por su entrega sencilla y discreta a un pueblo martirizado entonces. Haberlo elevado a los altares, declarándolo “feliz” (eso significa literalmente la palabra “beato”), es una bendición para un pueblo que hoy se ve envuelto nuevamente por las sombras de un gobierno autoritario, sometido a las arbitrariedades y a las excentricidades de su gobernante.

El amor como carisma más grande es el corolario de cuanto predicamos y decimos; es la entrega total a aquellos a quienes nos debemos, que el Señor Dios nos encomendó para que llevemos la Buena Noticia que es él, convencidos de que su presencia nos custodia y anima, especialmente en los momentos de dificultad y que nos garantiza que —por qué no— somos profetas en tierra propia y para la Humanidad entera.

Como bien señaló la prensa, recogiendo las palabras del cardenal Gregorio Rosa Chávez durante la homilía: “El pueblo salvadoreño ve en los mártires que hoy han sido inscritos en el libro de los beatos, una imagen de su propia historia, marcada por alegrías y esperanzas, por tristezas y angustias”. Estas palabras valen también para nosotros, que nos encomendamos a nuestro beato, el Dr. José Gregorio Hernández.

“Cada cual con su taburete, tiene un puesto y una misión”, fue una canción compuesta por el padre Rutilio. Que todos nos sintamos incluidos en esta historia de amor, y que nos sepamos acreditados por una misión que cumplir. Que así sea.

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