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El acorde de una fe anónima

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Foto: El Universal

Por Ignacio Murga*

Armando Rojas Guardia afirmó, en incontables ocasiones, que no existía pasión alguna (ni filosófica, literaria, estética, sensual) que lo movilizara tanto como la pasión de ser cristiano. Ciertamente, para él la relación con Dios era una experiencia muy concreta, recreada en la historia y en el devenir de los días y las horas: una historia de amor, un “romance” que permeó toda su existencia. No encontraremos facetas, aristas, momentos en su trayecto vital, territorios dentro de su extensa y nutrida obra literaria, que estén fuera de la danza amorosa que sostuvo con el Amado; incluyendo, como en toda historia de amor, las distancias prolongadas, los alejamientos eventuales, las confusiones y desilusiones, las sordas batallas, los reacomodos inesperados.

En este texto, que es una composición realizada a partir fragmentos extraídos de sus ensayos1, de entrevistas2 y de conversaciones que sostuve con él, la palabra de Armando irá recorriendo su singularísima forma de ser cristiano, el deseo de seguir el llamado (vocatio) de Dios guardándole fidelidad y asumiendo los riesgos que eso conlleva en un contexto donde la experiencia de lo sagrado ha eclipsado vertiginosamente. Son, su vida y su obra, inseparables desde todo punto de vista, un testimonio profético (no como predicción de un futuro, sino como lectura e interpretación del tiempo presente en clave espiritual) de la aventura de “negarse a sí mismo y tomar la cruz”.

Sólo la marcha es mi hogar

En el centro de la estampa que pinta mi primer recuerdo se mueve, sinuoso, un tren eléctrico. Durante años fue éste mi juguete favorito. Subirse a un tren fue siempre para mi imaginación el viajar por antonomasia. Y eso es lo que el ferrocarril de la infancia funda en la raíz de mi conciencia: la emoción insustituible de la experiencia del viaje, la migración espiritual, la invitación a la aventura, el riesgo a ponerse en camino, la felicidad de los nómadas y los peregrinos.

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A veces me parece que estoy literalmente en el desierto. Sólo cielo arriba y arena abajo. Sometido a las tentaciones, los espejismos, los falsos oasis que hacen ver la sed, el hambre y ese sol vertical (o esa noche compacta), de pronto, dejando neta la vastedad del espacio por recorrer. No hay ninguna imagen, ningún lugar donde pueda en realidad abrigar esperanza de detenerme. Sólo la marcha es mi hogar.

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A Dios se lo encuentra sólo y siempre en los lugares periféricos y marginales, aquellos que más incisivamente nos interpelan y nos descentran, aquellos que más nos obligan a salir en éxodo hacia las verdaderas afueras del yo, hacia la intemperie ética que es la acogida radical del Otro: el pobre, el pecador, el hereje, el impuro, el desheredado, el huérfano, el enemigo. Nadie conoce de veras a Jesús si no sale hasta aquella intemperie, hacia el sol del extranjero.

Me llaman maestro

Me emociona mucho dar clase, lo disfruto enormemente. Yo he descubierto que es una vocación tan importante en mi vida como la escritura. Desde finales de los años ochenta me he dedicado a impartir talleres de poesía y literatura, y también de índole estética, religiosa y antropológica. En ellos he entrado en contacto con muchos escritores jóvenes, sobre todo poetas, cuya amistad ha sido para mí un tesoro existencial verdaderamente invaluable. No tengo palabras adecuadas para expresar y testimoniar la magnitud de mi agradecimiento por el privilegio de haberlos conocido y tratado. Algunos de ellos todavía me llaman “maestro”.

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El taller de poesía que dicto desde hace muchísimos años es un espacio de diálogo permanente: constituye una experiencia comunitaria. Pocas cosas resultan más necesarias para quienes incursionan vocacionalmente en la poesía dentro de nuestra actual civilización que reconocerse como comunidad espiritual. La poesía, bien entendida, es uno de los últimos refugios de la experiencia de lo sagrado. Nada más necesario que esta actividad iniciática sea realizada dentro de un clima espiritual que propicie el acto creativo.

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Durante dos años, de 1989 a 1991, dicté un taller de iniciación a la literatura en el retén judicial de Mérida. Iba dos veces por semana y admitía cualquier tipo de manifestación artística. Fue una experiencia muy gratificante que años después retraté en un poema titulado “Retén Judicial”, cuyo epígrafe es un versículo del evangelio de Mateo: “estuve en la cárcel, y vinieron a verme” (25, 36).

La arquitectura del verbo me apasiona

Mi tía Albertina contaba que a los cuatro años me preguntó una vez en el jardín si cuando fuera grande quería ser poeta como mi padre. Yo le contesté: ‘No voy a ser poeta. Ya lo soy’. Es inexplicable.

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Comencé a escribir, pero casi sin tener conciencia de ello. Siempre asombró a mis maestros la facilidad que tenía para la composición articulada de palabras, aunada a la maestría para leer en voz alta. Lo que había de común en ambas experiencias, el secreto que las irrigaba al unísono en mi psicología era sólo éste: el amor incondicional por la forma, la pasión por la arquitectura verbal, por los dibujos y los arabescos mentales que se consiguen cuando uno dice bien, al ritmar la música del pensamiento con las oraciones cortas y largas, con los puntos y las comas, con todo el entramado vivaz y sonoro de la sintaxis.

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Nada había leído antes que se asemejara a los versos de Poeta en New York de Federico García Lorca. Las cadenas asociativas que iban configurando las imágenes, la fruición con la que estaba dicho todo, el atrevimiento melódico, la palabra convertida en aventura de la imaginación a veces delirante. Estas calidades me golpearon como un peso de luz por medio del cual obtuve la clarividencia de lo que en verdad se podía hacer con el verbo si llevábamos hasta un punto volcánico la potencia que le era connatural. Quiero ser poeta. Lo dije y me lo repetí interiormente, emocionado, acólito ya de una ceremonia sacra que había estado aguardando desde siempre.

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Afirmo que el poeta es un verdadero chamán, de estirpe atávica, caracterizado por una experiencia primordial del inconsciente, individual y colectivo, al que viaja mediante el talante mítico del poema, removedor de arquetipos universales; accediendo a la dimensión misteriosa de la poesía por el cerco de la imagen: el enemigo rumor, como lo llama Lezama Lima, provoca las vueltas y revueltas metafóricas, los lazos y enredaderas verbales, la plurivocidad del verso que rompe la tan habitual linealidad, a los fines de experimentar de una manera otra, no por oblicua menos penetrante, el clamor del alma humana en sus relaciones con el mundo y con el trasfondo de sí misma.

El gozo de la oración

Mi inscripción en el colegio de los jesuitas, adonde se empeñó mi madre que debía ir a estudiar, señala una fecha áurea en el desarrollo de mi vida. Alguien me aguardaba en ese enorme espacio sembrado, aquí y allá, de acacias, bucares y samanes. Un reacomodo inesperado de la conciencia, un despertar de zonas vírgenes en mi interioridad, un nuevo talante axiológico para diseñar mi existencia, iban a producirse al influjo de aquellos hombres de negro. Todavía puedo recordar el temblor con el que la acogía en los lugares y ocasiones más inesperados, pero sobre todo en la capilla, donde entraba sólo unos minutos para comprobarla y disfrutarla. La cualidad esencial de ese clima que me envolvía era la de ser irradiación de una Presencia.

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Todo mi noviciado dentro de la Compañía de Jesús consistió, desde el primer día, en el aprendizaje arduo, y a la vez gozoso, de la oración. Una hora de meditación por la mañana y media hora por la tarde, eran mi ración diaria de conocimiento experiencial de Dios. Recuerdo que en la hora de la penumbra me colocaba en el ángulo más oscuro del coro de la capilla. Llevaba un libro de Tagore, y mi oración nacía de las resonancias emocionales que los poemas explayaban dentro de mí, poemas cuya prosa lírica alentaba una espiritualidad capaz de captar toda la hermosura de la creación y de hablarle a la Divinidad como una amada conversa con su amado. Dios tocaba mi corazón sutilmente.

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La oración es el hecho capital de mi vida y de ella ha dependido, en no poca medida, mi madurez y la fructificación global de mi espíritu. El Dios incómodo de la oración me hace salir desnudo a la intemperie, exige de mí niveles cada vez más altos de conciencia y libertad, destroza con su sola e interpelante presencia el mecanismo de mis mentiras sutiles, la malla impalpable de mis miedos recónditos, la urdimbre de mis inconfesadas neurosis.

La vigilia es el arranque de la vida en el espíritu

El tema de la atención es crucial, no solo en mi vida. Creo que es un tema absolutamente central en la propuesta que la experiencia religiosa tiene que hacerle al hombre contemporáneo. La atención tiene que ver con el hecho de estar despierto. Buda en sánscrito significa, el despierto, y en el Evangelio de Marcos hay un versículo con esta frase: ¡Atención, estén despiertos!

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La espera no es exactamente la esperanza. Es la expectación, que es distinta. La espera se reduce a esto: atención. La vigilia es el arranque mismo de la vida en el espíritu (el velar con la lámpara encendida de la virgen prudente, aguardando en la alta madrugada ontológica la llegada del Esposo). Si la esperanza puede ser en ocasiones frívola, trivial, no hay rigor que pueda compararse a la atención de la espera.

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Yo he procurado desde hace muchos años adiestrarme disciplinadamente en la atención tal vez porque como hijo de mi tiempo y producto de mi formación intelectual y humana, tiendo al laberinto de la autoconciencia. Mucha gente señala que una de las características de mi espiritualidad que reflejo en mis ensayos es la lucidez. Esa lucidez en mi caso tiene un doble viso: por una parte, brota de ese exceso laberíntico de autoconciencia y, por otra parte, brota de mi disciplinada atención al mundo.

Sacerdote que hace de la palabra sacramento

Al salir de la Compañía de Jesús renuncié al sacerdocio católico, pero asumí otro tipo de sacerdocio: el de la palabra literaria. Yo siempre he pensado que la literatura y la poesía es un pan que se comparte eucarísticamente. Así como Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, partió, repartió y compartió el pan y nos dijo “hagan esto en memoria mía”, nosotros con la palabra, de manera análoga, compartimos el pan del verbo, el pan del lenguaje llevado a su más alto grado de condensación que es la poesía.

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Sí, la poesía como un sacerdocio. Deseaba ser uno de aquellos sacerdotes, no de otra religión, sino de un oficio, sagrado igualmente, que hace de la palabra sacramento y del poema la vía regia del encuentro con los ritmos cósmicos eviscerados con las cadencias del lenguaje. Hallaba ese oficio a la medida de mis fuerzas. Y aunque seguía siendo cristiano y católico, mi relación con Dios, sin dejar de ser orante, empezó a atravesar el tamiz que me ofrecía la poesía, adquiriendo otras formas de realización: esta vez las estéticas, las artísticas.

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Nunca he creído que la poesía, ni la más elaborada, configure una verdadera salvación para quien la realiza. Es, sí, un oficio sagrado, pero solamente si se integra a una espiritualidad resuelta a deslastrarse de toda infatuación yoica, de cualquier goloso narcicismo. No he concebido jamás el poema como salvación porque ésta sólo la ofrece la dimensión ontológica abierta por una religiosidad madura.

La soledad es mi patria  

Mi vocación esencial es la de ser monje. Salgo poco de mi apartamento, que es la celda donde estudio, pienso y escribo. La palabra monje viene de la griega “monachós” que significa “solo”. Yo siempre me he visto como un monje porque la soledad es mi patria espiritual. Yo soy, básicamente, un solitario desde hace muchísimos años. Mis maestros, en este arte del vivir en soledad, han sido Henry David Thoreau, Emily Dickinson, Simone Weil y Thomas Merton.

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Cierto ermitañismo se apoderó de mi ánimo al vivir y trabajar dentro de los límites de esa ciudad única que es Mérida. El aislamiento de la pequeña urbe vibró en mi espíritu como una llamada a la interiorización, al rechazo de todo tipo de figuración mundana y al estudio sistemático de dos vías de realización religiosa no cristianas: el taoísmo y el budismo. Así, viví en Mérida, más intensamente que en los años anteriores, la sacralidad de mi alma: la contemplación y la meditación disciplinada, la reflexión sobre mí mismo.

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La soledad es la otra cara de la comunión con los otros. Bien entendida, se abre, en su ápice, a la fraternidad; siempre que no se viva como aislamiento espiritual o misantropía. Estoy acostumbrado a vivir una soledad impregnada de seres entrañables a los que amo y que están presentes en mi vida de múltiples y variadas maneras. No sentirse amado es algo terrible. Dicen, por cierto, unos versos de Cardenal: “Todo gozo es unión. /Dolor, estar sin los otros”.

Tengo una clara vocación laical

Me siento muy orgulloso de ser un laico católico, de no pertenecer a ninguna orden religiosa. Mi ámbito de realización es completamente secular. En la Iglesia hay un estamento clerical formado por los presbíteros cuya cabeza es el Obispo, pero también hay religiosos que no son sacerdotes y de alguna manera son laicos; por ejemplo, los hermanos co-adjuntores jesuitas que no se ordenan son, a su manera, laicos. Cuando yo estudiaba filosofía le dije al Provincial de la Compañía: “Padre, tengo una clara vocación laical, yo no quiero pertenecer al estamento clerical”. Y él me dijo: “Armando: te queda la opción de ser hermano co-adjuntor jesuita”

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Jesús fue un laico. No perteneció a la casta sacerdotal israelita, no fue un escriba, no fue un fariseo, no fue un teólogo profesional. Jesús fue un laico y el cristianismo primitivo fue un movimiento laical completamente secular. Y como la referencia central de mi vida es Jesús lo sigo desde mi vocación laical.

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A mí siempre me pareció que el estamento clerical me aislaba, me separaba del común de los mortales. Si yo pertenezco al estamento clerical me segrego, me aíslo del común de la gente. Este es el núcleo de la denuncia que Francisco ha hecho dentro la Iglesia: el clero se ha convertido en un verdadero estamento, muy parecido al israelita, que nada tiene que ver con el Evangelio de Jesús. Por ello, yo decidí pertenecer a una orden extinta de vocación monástica, laical y periférica, marginal dentro del catolicismo.


*Escritor, psicólogo.

Notas:

  • El Dios de la intemperie; El caleidoscopio de Hermes; Crónica de la memoria; La otra locura.
  • Realizadas por Yoyiana Ahumada, Luisa Helena Calcaño y Alejandro Sebastiani.

Fuente: Revista SIC N° 828

 

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