Por Antonio Pérez Esclarín
Así se titula un nuevo libro mío que me editó la Confederación de Educación Católica de Guayas (Ecuador), disponible en Amazon, que pretende contribuir a sumar voluntades en pro del Pacto Educativo Global que nos viene proponiendo con insistencia el papa Francisco.
La pandemia del COVID-19 puso de manifiesto muchas de las carencias de nuestra sociedad y, en especial, de la educación. Como siempre pasa con los problemas y las crisis, son los pobres quienes sufren las peores consecuencias. Ante la dificultad de realizar la educación presencial, que es la que posibilita una verdadera educación, se propuso la educación online; sin embargo, no podemos ignorar que a este mundo virtual no todo el mundo tiene igual acceso, con lo que a las típicas discriminaciones y desigualdades, se añadió la discriminación digital, dado que las poblaciones más vulnerables y los grupos empobrecidos y excluidos, escasamente pueden acceder al mundo de internet. Por ello, se acuñaron los términos de “infopobres” e “inforicos”, para subrayar la brecha digital.
Y si para muchas personas navegar por internet es una acción cotidiana, no podemos olvidar que en todo el mundo hay más de 4.000 millones de personas que viven sin acceso a internet. Según datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, tan solo un 51 % de la población mundial está conectado a internet: más del 85 % en las regiones desarrolladas, pero menos del 40 % en regiones más pobres, como África y Latinoamérica, en especial Venezuela, que tiene la peor conectividad del continente, el salario más miserable y donde la electricidad se va a cada rato.
La pandemia evidenció la gravísima brecha de desigualdad que existe entre nuestros alumnos y el escaso poder de innovación que posee nuestro sistema educativo. Ante esta realidad, urge que reflexionemos y nos planteemos cómo educar en estos tiempos de crisis compleja, modernidad líquida, relativismo ético y posverdad.
No es fácil responder esa pregunta, pero pienso que en primer lugar, y como nos lo propone el papa Francisco, habría que hacer los esfuerzos necesarios para garantizar a todos una educación de calidad, que es el medio esencial para el desarrollo personal y social. Esto exige defender con fuerza la educación pública como derecho fundamental y combatir la mentalidad que quiere hacer de ella una mercancía. Junto a esto, debemos abandonar esa educación que enseña a responder preguntas ajenas a la realidad e inquietudes de los estudiantes, y trabajar por una educación que nos enseñe a interrogar la realidad de cada día para descubrir los mecanismos de opresión y discriminación, y que promueva el pensamiento crítico y creativo.
Educación que nos enseñe no a repetir información, sino a procesarla y analizarla. Educación para resolver problemas, que enseñe a aprender, comprender y emprender, que promueva más que la enseñanza el aprendizaje continuo, desde la cuna hasta la tumba. Educación que se integre con las familias y comunidades. Educación que promueva un uso más pedagógico de las nuevas tecnologías como medios para promover el pensamiento, la reflexión y el aprendizaje, y no meramente la repetición de información.
Pero más allá de esto, la educación debe retomar su esencia humanizadora: educación que nos enseñe a vivir plenamente, a convivir con los otros diferentes y con la naturaleza, y a vivir para los otros, a defender la vida y gastarla en el servicio eficaz a la construcción de un mundo justo y fraternal.