Editorial de la Revista SIC 762. Marzo 2014.
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Una vez más los datos de la realidad económica, social y política son desplazados por la intolerancia y la desesperación. El Gobierno que Nicolás Maduro representa, tiene que asumir su responsabilidad y decidirse a encargarse de ellos. Tiene que dejar de inventarse excusas y llamar a las cosas por su nombre. No puede seguir superponiendo la oratoria a los hechos, como si de esa manera la realidad cotidiana de los venezolanos dejara de ser lo que realmente es: un conjunto de crisis que se agudizan día a día. Tiene que entender que la superación de este desastre no está en la estéril confrontación de discursos para afirmar identidades herméticas. Ni en el blackout informativo que refina los controles sobre lo que se debe transmitir, irrespetando la inteligencia aun de sus propios seguidores. Ni reeditando desde el poder el mismo discurso enfermizo que gira sobre sí mismo y se aleja de la vida real de las personas.
En los días que transcurrieron alrededor del 12 de febrero hubo varias voces de mando y no se sabía quién gobernaba. Reprimieron las protestas estudiantiles y no le pusieron preparo a las bandas/colectivos armados que dispararon cruelmente. El país estuvo frente a un espectáculo malo que no debería repetirse.
A casi un año de haber asumido la presidencia, Nicolas Maduro insiste en el Plan de la patria como si fuera la Constitución y no toma ninguna acción decisiva para detener la crisis estructural del modelo heredado de Hugo Chávez. En lugar de medidas para el rescate de la economía, se extienden pañitos calientes sin que se vea una clara decisión de enfrentar el rentismo.
Alarmante número de homicidios, la escasez de harina para las arepas, las colas para comprar los productos básicos, la descomposición moral de las instituciones, la ineficiente red de distribución de lo poco que se produce y lo mucho que se importa, la corrupción de nuevo cuño, la nula productividad y todo tipo de perversiones del rentismo-cadivismo petrolero. Todo esto es lo que tiene que enfrentar este Gobierno, porque es lo que está destruyendo el país. Lamentablemente, en su sorda lucha por permanecer en el poder, enredado en sus propias intrigas y azuzado por la intempestiva salida opositora, no quiere rectificar.
Los llamados a la calle y los abusos del Gobierno
Ahora, lo que sí se evidenció en los momentos de crispación, excesos policiales, represión y violencia que se vivieron semanas atrás, es el desconocimiento por parte del Gobierno y sus rabiosos opositores de los reales reclamos populares. Se insiste, bien desde la élite educada o desde la vanguardia esclarecida, en la imposición de sus visiones del mundo y de la vida. Cuando se preguntan por qué la poca participación de los sectores populares no terminan de considerar a la propia gente como capaz de transformar la situación. Y se van. Se cansan. O las someten a la espera de recursos. Unos y otros se decepcionan porque después de tanto explicarles no hacen caso y siguen votando por este Gobierno, o los descalifican como alienados por los atractivos de la sociedad de consumo capitalista. Los dejan hasta las próximas elecciones cuando vuelvan con sus campañas y sus maquinarias a pedirles que voten por su candidato. Pero mientras el momento electoral llega, otra vez definitivo, no paran de echarle leña al fuego de la polarización que cada vez cobra más vidas. La realidad es que no han sido capaces de establecer alianzas en la casa del pueblo.
Es obligatorio dialogar
La realidad desbordó al Gobierno y a la oposición. El pulso que sostienen por ver quien doblega al otro se está llevando el país por delante. En vez de mirar de frente los problemas del país, reactivamente se concentran en sus diferencias y eventuales divisiones. El momento reclama serenidad para poder encarar los problemas que no se pueden seguir postergando. Hay que crear las condiciones del diálogo rechazando con firmeza cualquier tipo de salidas rabiosas y cosas raras que tengan como protagonista a la Fuerza Armada.
La unidad que requiere el país no surgirá del gobierno de calle que reprime protestas estudiantiles ni de la desesperada salida de calle. Así las cosas, la oposición quiere convertir la lucha social en capital político y el Gobierno descalificar las protestas a su conveniencia. Ambos se mantienen en su paradigma ilustrado cuando, cada uno a su modo, insisten en conducir al pueblo, bien explicándole que las cosas van mal o alabándole su reciente despertar bajo la conducción del gran líder bolivariano. De este modo, la oposición se convence de que tiene que convertir la protesta popular, desarticulada y confusa, en una verdadera insurrección ciudadana. Y la estrategia ¿o la táctica? es capitalizar políticamente los descontentos populares proporcionándoles mejores medios e información. Le cuesta entender, al igual que al Gobierno revolucionario con su pedagogía bolivariana, que se necesita el respaldo unánime del pueblo desde su real reconocimiento como sujeto y no una mayoría electoral, por fin lúcida, que pueda detener al oficialismo.
La mejor política: el diálogo
La política dialogante es urgente frente al emotivismo que actualmente se acuerpa en el país. Es necesario pensar en la vida de todos y cada uno para no soñar con soluciones finales. La política que queremos en Venezuela no debe aceptar bajo ningún respecto el sacrificio de ninguna persona ante el altar de los planes de emergencia, sean para controlar la situación o para salir del gobierno del presidente Maduro. En una situación tan crítica y complicada como esta es cuando se debe mostrar la firmeza de las convicciones democráticas.
Por tanto, el diálogo debe apuntar a la articulación de los mejores recursos del sector público y del privado. Tanto el Gobierno como la oposición deben mantenerse en el marco de la Constitución y hacerse creíbles en el diálogo en torno a la seguridad, la reactivación del aparato productivo y la educación de calidad. El autoritarismo que se esconde en los politiqueros de oficio ha ocupado por demasiado tiempo el lugar que les corresponde a los políticos. La política dialogante tiene que ir más allá de la retórica emotivista que apela al patriotismo y termina nublando la mente.
Unificar el país para detener el derrumbe nacional
La dimensión de los problemas reales que hay que atacar ya es tan grande que requiere ahora y en un largo plazo de todos los esfuerzos y de todas las manos para superarlos. En este sentido la polarización política y toda suerte de divisiones que se están desarrollando no ayudan en nada. Si el Gobierno y la oposición centran sus esfuerzos en ellos mismos, en no dividirse para mantenerse en el poder o alcanzarlo, si ese es su único objetivo pase lo que le pase al pueblo, entonces, nunca asumirán el país y estaremos todos perdidos. La cohesión que se necesita tiene que ser en torno a los reclamos del país. La convocatoria, cuyo primer paso firme debe dar el Gobierno, tiene que ser amplia y sumar los esfuerzos de todos los que se están ocupando de los problemas reales. La cohesión de la sociedad solo será posible alrededor de un sentido de vida común compartido y no del discurso de una de las partes que se imponga sobre la otra y se proponga como conciencia de todos.
Creemos que siempre que se llame al diálogo y se busquen fórmulas de acercamiento para tratar problemas concretos habrá que aceptarlo. Lo hacemos porque siempre, pero sobre todo en estos momentos, es lo más razonable y porque las propuestas y los acuerdos que tengan como centro la realidad del país son la única manera de romper con la estéril polarización. El Gobierno y la oposición deberían saber que de no tomarse en serio el diálogo desde la base de la sociedad más golpeada, se están alejando cada vez más de la posibilidad de ser sus auténticos representantes. De esa forma ninguno de los dos podrá crear confianza en la sociedad. Juegan con candela esperando que se queme el pueblo. Es tiempo de que cese el espectáculo y se asuma la realidad.