Editorial de la revista SIC 750. Diciembre, 2012
Vea nuestros puntos de venta
En este diciembre celebramos medio siglo de la clausura de la primera sesión del concilio, en la que, al desecharse el esquema de la curia vaticana, se imprimió el rumbo renovador que había de tomar en adelante. En esta coyuntura nacional, ¿que implica para nuestra Iglesia recibir el concilio?
Indisolublemente ligado al acontecimiento de su convocatoria está el anhelo de Juan XXIII de que la Iglesia fuera una Iglesia de todos y, especialmente, una Iglesia de los pobres. Esta predilección apenas tuvo eco en el concilio. Pero fue acogida a fondo en la recepción del concilio que llevaron a cabo las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968) y Puebla (1979), que son las recepciones más creativamente fieles que se han dado en la Iglesia universal. ¿Qué implica para nosotros hoy esta recepción?
En el esquema que había preparado la curia vaticana y que fue desechado por la asamblea, la Iglesia era la institución eclesiástica. El concilio dio el paso de la Iglesia, identificada con el espacio sacral y sus ministros, al pueblo de Dios, al que pertenecemos todos los cristianos, que nos definimos en Cristo como hijos de Dios y hermanos unos de otros. A eso están llamados a ser todos los seres humanos, quienes son o se ordenan al único pueblo de Dios, que tendencialmente es toda la humanidad, de lo cual es sacramento la Iglesia, o sea, los bautizados.
Pues bien, en una coyuntura en la que el Gobierno llama a la participación, pero en la que él se reserva la definición del marco, el proyecto y el control de las intervenciones, y en la que mucha gente del medio y más de arriba solo piensa como alternativa en un mundo de individuos en el cual el Estado no tiene proyecto sino que son los individuos los que diseñan y llevan a cabo todo buscando su propio provecho, la Iglesia debe proponerse como pueblo de Dios, caracterizado por las relaciones horizontales y mutuas y por el servicio horizontal y gratuito al mundo, a la sociedad entera, de la que forma parte.
Pablo, en sus cartas a las comunidades, presupone siempre este modelo de Iglesia relacional, cuando insiste: ayúdense unos a otros, enséñense mutuamente, edifíquense, corríjanse, sopórtense, en definitiva, ámense unos a otros. En esas relaciones mutuas está el Señor: en medio de ustedes, en lo que los media (Mt 18,20). Si no hay relaciones, si compartimos el mismo espacio buscando cada uno lo nuestro o si las relaciones no son humanizadoras, horizontales y mutuas, no está el Señor.
Tal como estamos los cristianos venezolanos, nos podemos preguntar si no somos más parte del problema del país que de la solución. Por eso todos debemos ayudarnos para ir en esta dirección de corresponsabilidad horizontal y mutua, corrigiendo inercias y trasformado estructuras caducas, como los actuales seminarios. Solo así seremos en verdad sacramento de la unidad del género humano que vive en Venezuela. No tenemos ningún derecho de decir a la sociedad lo que no hacemos nosotros. Solo una Iglesia estructurada como pueblo de Dios en relaciones horizontales y mutuas es testigo y profeta de este designio de Dios de un país que participa dirigido al bien común desde la autonomía de cada sujeto y cada organización, y que es capaz de procesar constructivamente sus diferencias porque se centra en el país concreto, más que en ideologías partidistas o intereses privados.
Pero esto, con ser mucho, no basta. Si quiere ser fiel a sus raíces evangélicas, la Iglesia no puede ser sino la Iglesia de los pobres:
El servicio a los pobres no es, pues, algo lateral en la Iglesia sino el signo de su autenticidad evangélica. Por eso ha podido decirse que fuera de los pobres no hay salvación. Y, por tanto, la comunión con los pobres debe ser un empeño central. Es obvio que a Cristo no se lo sirve de arriba abajo. Si Cristo es nuestro Señor y a él se lo sirve, a los pobres no podemos tratarlos con lástima sino con respeto y estima.
La consecuencia es que ellos son el corazón de la Iglesia, que debe estructurarse alrededor de los pobres con espíritu: de aquellos pobres que han aceptado la bienaventuranza de los pobres y saben que el Reino les pertenece y que Dios es su Dios.
A principios de los años ochenta todo esto, aunque minoritario, existía de modo tan vivo en nuestra Iglesia que, en verdad, le daba el tono y también era un signo de esperanza en nuestros barrios, no solo de que Dios no los abandonaba ya que había bajado a convivir con ellos sino que era una fuerza de dignidad y crecimiento humano y hasta organizativo y económico.
Pero hoy no podemos decir lo mismo. Es cierto que quedan parroquias, vicarías, comunidades e instituciones en esta dirección, como Fe y Alegría, para nombrar solo una, que siguen siendo significativas. Pero la diferencia es que eso no da ya el tono a la Iglesia. Gran parte de lo que se mueve está dedicado a devociones desligadas del evangelio y de la vida, o a organizaciones corporativas, atentas solo al bien de sus adherentes, que no pasa, ni por el Jesús del evangelio ni por los pobres, que siempre andan juntos (Aparecida 393).
La consecuencia es que no pocos de clase media y alta, que se dicen cristianos y frecuentan las iglesias y otras instancias de la institución católica, manifiestan abiertamente desafecto al pueblo, tienen incluso una tremenda bronca con él por haber votado a Chávez, sin percatarse de que su ausencia como cristianos en las zonas populares y pobres genera el vacío que colma el masaje del Presidente.
Si la gente popular, y más todavía los pobres, se sintieran aceptados y respetados por una masa crítica de la ciudadanía, y en particular de los que nos llamamos cristianos, no necesitarían tan perentoriamente el reconocimiento del Presidente y lo mirarían como al jefe de Estado que debe ser juzgado únicamente por su gestión.
Mientras se mantenga ese vacío de aceptación, estima y comunión, tiene sentido que los pobres lo llenen con su adhesión al Presidente que de muchos modos les manifiesta su amor. Es verdad que se puede dudar de la autenticidad de esa actitud porque engendra dependencia clientelar. Es verdad que el Presidente no cumple lo que pide el concilio: ayudar a los pobres “para que puedan ayudarse por sí mismos” (GS 691). Pero mientras otros no lo hagan mejor, ellos seguirán con él. Es una ceguera criticar cuando quien critica contribuye a lo que critica.
Si los católicos venezolanos, empezando por la institución eclesiástica, no nos empeñamos en actuar a fondo las relaciones horizontales y mutuas que nos caracterizan como cristianos y como Iglesia, y si en esas relaciones no privilegiamos a los pobres, sirviéndolos horizontalmente, no ayudamos a construir una alternativa superadora a la situación y seguiremos fomentando o el individualismo insolidario o el corporativismo igualmente cerrado sobre sí y no la solidaridad desde el privilegio de los pobres, desde la organizaciones de base y desde la alianza de los sectores profesionales con el pueblo en el seno del propio pueblo para beneficio de ambos. Ése es el camino que nos pide Dios.