Revista SIC 787
Agosto 2016
De entrada volvemos a repetir nuestra tesis de que el diálogo nacional es la única salida, dada la gravedad de la situación del país, tanto porque el Gobierno ha roto la cadena productiva y no hay recursos mínimos que garanticen la vida de los ciudadanos, como, más aún, y ya es decir, por el daño antropológico causado por la desinstitucionalización y la impunidad, que ha propiciado que muchos compatriotas se hayan corrompido de diversos modos. Si lo primero sume en la angustia y la impotencia, lo segundo genera mucha indignación. Y la amalgama de ambos sentimientos puede ser explosiva. El país está tan enfermo que hay que dedicarse a él, posponiendo cualquier otra consideración por legítima que sea. Si el país está tan mal tenemos que sumar fuerzas, las de todos los ciudadanos, para volver a enrumbarlo. Hacemos falta todos.
El diálogo no es un combate para prevalecer
Si esta es la razón de ser del diálogo y su objetivo, hay que descartar utilizar el diálogo para otros fines, cerrando así la única salida pacífica y superadora. Por eso hay que evitar concienzudamente que se degrade a otro modo de hacer la guerra. El diálogo no es un pulso para ver cómo se reparte el poder entre los contendientes y quién prevalece sobre quién. Esto es absolutamente insensato.
Es insensato que el Gobierno lo use como un modo de ganar tiempo y evitar el referendo. Es insensato porque la situación es invivible. De nada sirve el no querer reconocerlo ni el insistir en nuevas ediciones de los mismos mecanismos de control estatista, fracasados una y otra vez. Si el problema del mercado es su cartelización, o peor, su control monopólico y lo que tiene que hacer el Gobierno es velar porque sea libre, el control de las divisas, de la distribución, y crecientemente de la producción por parte del Estado, solo produce más ineficiencia y más corrupción. Por eso estamos tan mal. En esta situación “ganar tiempo” es perder un tiempo precioso, es hundirnos más en la miseria y la corrupción.
Es igualmente insensato que la oposición use el diálogo para imponer su agenda, que puede ser legítima, pero que tiene que ser pospuesta en la medida en que no se identifique con resolver la situación antedicha del país. La oposición tiene que tener claro que si hay revocatorio y lo gana y gana también las elecciones subsiguientes, va a tener que emplear gran parte de sus energías en defenderse de la oposición, que entonces será el PSUV. Igual que le pasa al Gobierno ahora.
Ambos tienen que comprender que el diálogo no es para prevalecer como fuerza política, sino para sumarse unos y otros, para sumarnos todos con el fin de sacar adelante al país, que está hundiéndose. La sociedad civil organizada y todos los ciudadanos tenemos que presionar a los partidos para que pospongan sus intereses, incluso los más legítimos, y que se aboquen al país. Nadie puede eludir su propia responsabilidad.
Por eso ahora lo más urgente no es ver quién tiene la culpa de que estemos en las últimas, sino que –posponiendo eso para luego– tenemos que concentrar todas las energías en inventariar nuestros males, ver cómo se interrelacionan y buscar soluciones estructurales. No operativos ni parches.
Hay que comenzar por los síntomas y de ahí pasar a las estructuras que las producen y que impiden la mejoría.
Son tres: la falta de lo más elemental (comida, medicinas, repuestos), la violencia en todos los niveles y la corrupción e impunidad. Este es el primer acuerdo al que hay que llegar: ver la realidad y ver que afecta tanto a la inmensa mayoría de los ciudadanos que muchos viven con la impresión de estar entre la vida y la muerte. En Venezuela la mayoría vivimos en agonía. Hay que tomar en serio el dolor, la angustia y la falta de esperanza de la mayoría de la población. No hacerlo, se invoque la razón que sea, es el síntoma más elocuente de una falta escalofriante de humanidad: vivir en una burbuja de comodidad y de ideología que impide conectar con los conciudadanos que para nosotros son nuestros hermanos. Lo mínimo que se nos puede pedir a todos es colocarnos perceptivamente ante la realidad, aparcar las filias y fobias y ver el hambre, las enfermedades de malnutrición, las muertes por no tener medicinas ni atención hospitalaria, la falta de ingresos mínimos para atender a lo más indispensable y la violencia que nos asalta en cualquier lugar y a cualquier hora, que se cobra muchas vidas (somos el país más violento del mundo) y que casi siempre queda impune.
No hay diálogo verdadero si no se aceptan estos datos, esta clamorosa e hiriente realidad. El primer acuerdo tiene que ser que esto es intolerable y que nuestra responsabilidad más elemental pasa por reconocer, enfrentar y superar este estado de cosas.
Acuerdos básicos
Si de los síntomas pasamos a la enfermedad, lo primero que hay que reconocer es que hay que producir en el país mucho de lo que consumimos: comida, medicinas, artefactos. La solución no puede ser traerlo de fuera. No solo porque no hay dinero para comprarlo, sino porque la producción y la productividad son un síntoma de la salud humana de un país y, cuando está generalizada, de sus habitantes. Desde los años ochenta han venido cayendo; por tanto su falta no puede achacarse solo al chavismo, pero hay que reconocer que esa caída se ha acentuado en este siglo. Para que se dé producción y productividad y que ellas redunden en la humanización de los productores hay que velar porque ellos sean sujetos responsables, no el Estado ni exclusivamente el empresario. Hay que tener en cuenta además que la propiedad social exige un grado de competencia y responsabilidad en los implicados, que no puede darse por supuesta sino que hay que estimular sostenidamente.
La solución no puede consistir en la autarquía. No podemos entender así la soberanía nacional. En una época de globalización hay que contar siempre con intercambios intensos y en centrarse en lo que tenemos ventajas competitivas, teniendo en cuenta nuestra capacidad de compra. Pero no hay posibilidad de intercambios si no se sincera el valor de la divisa. Ponerse de acuerdo en cuál es su valor y unificar el cambio ajustándolo a él, sin la sobrevaloración y subvaloración actuales, tiene que ser un objetivo imprescindible.
Para superar la corrupción y la opacidad que la ampara y lograr la transparencia, hay que hacer al Estado lo más independientemente posible del gobierno y de otros poderes fácticos, para que asuma su responsabilidad con los ciudadanos y más particularmente con los usuarios. Los demás poderes tienen que ser ejercidos por ciudadanos independientes de partidos y competentes, elegidos por consenso. A todos los niveles tiene que haber concurso de méritos y oposiciones y carrera administrativa: meritocracia. Las policías no pueden emplearse para fines del partido de gobierno. Los militares han de volver a sus cuarteles. Los medios de comunicación han de ser libres y plurales. El Estado tiene que velar porque distingan entre la información –que ha de ser objetiva y veraz– y la opinión, que tiene que ser responsable. Además todos los funcionarios tienen que ser responsables, en el sentido de que respondan de sus actos administrativa e incluso penalmente ante tribunales independientes.
El diálogo tiene que llegar a acuerdos sustantivos en cada una de estas áreas y todos tienen que suscribirlos y comprometerse a asumirlos cuando lleguen al gobierno.
Sería deseable que se formara un gobierno de transición que los implementara, sobre todo de gente técnica e independiente aceptada por todos, y que después en un plazo pactado convocara las elecciones.
Esta es nuestra propuesta para el diálogo nacional, una propuesta que, congruentemente, tiene que ser dialogada.