Noviembre 2015
El título de este editorial no es un juego de palabras frívolo ni menos aún la expresión de algo obvio. Es nada menos que un objetivo necesario, aunque hoy nos parezca casi inalcanzable.
Palabras para la paz
El objetivo más trascendente que tenemos los venezolanos es construir la paz. Un objetivo que desgraciadamente está fuera de la conciencia de muchos y que tenemos que hacer todo lo posible por posicionarlo en ella, si queremos ser viables como país y, antes que eso, como seres humanos con calidad humana.
La paz no consiste solo en reducir a magnitudes residuales la violencia, actualmente adueñada de la calle; nace de no vivir aprovechándose de la situación de anomia, sino tener tal densidad personal y una libertad tan liberada que nos atengamos a lo que es justo y tengamos siempre presente a los demás como las hermanas y hermanos que Dios nos dio. Esta consistencia tiene que llegar a que, aunque en nuestro medio fuéramos los únicos que obremos en conciencia, lo hagamos en paz y con alegría de fondo.
El aspecto más elemental de la paz es la palabra: que nuestra palabra, tanto en la casa como en el vecindario y en la calle, en el centro de trabajo y en la diversión y el descanso, sea únicamente un puente tendido, tanto a la realidad como a los demás. Es decir, que no sirva para ocultar la realidad con cortinas de humo, ni como un arma para imponernos sobre los demás, ni para descalificar a nadie, ni para seducir o someter, sino para desentrañar la realidad y para anudar relaciones biófilas: para entender y para entendernos.
Pues bien, de cara a las elecciones a la Asamblea Nacional tenemos que decir que no podemos resignarnos a que ella siga siendo un lugar subalterno en el que no se escucha la voz de personas libres, sino la voz de su amo. En la que no se debate nada, sino que se corean consignas y se vota lo dictaminado por el Ejecutivo, excluyendo cualquier labor de fiscalización al gobierno y de debate nacional.
El parlamento, lugar de entender y de entenderse
Si en algún lugar la palabra tiene que tener el objetivo conjunto de entender y de entenderse, de entender la realidad del país y de entenderse entre sí desde la realidad y no a costa de ella, ese lugar tiene que ser el parlamento.
Parlamentar es entablar conversaciones con la parte contraria para intentar ajustar la paz o para zanjar cualquier diferencia. Es cierto que entre nosotros los venezolanos hay diferencias casi abismales. En estas condiciones unos y otros tenemos que urgir a nuestros representantes a que parlamenten, a que utilicen la palabra para conseguir la paz, desentrañando la realidad, poniendo al descubierto los problemas más álgidos y nuestras potencialidades para acometerlos, señalando concretamente las responsabilidades de lo que pasa, pero, más aún, los caminos de solución, lo que cada uno puede aportar y tiene que aportar para superar el impasse en el que nos encontramos.
Las ideologías no pueden llevar la voz cantante. Lo que tiene que estar en el centro es el país concreto. Un país en el que todos hacemos vida, en el que nadie sobra, que todos tenemos que sentir como nuestro, no en el sentido de nuestro grupo, sino de nuestras personas que lo integran y consecuentemente lo tenemos que ver y sentir como de todos. Por eso Venezuela tiene que llegar a ser un país en el que no podemos excluir a nadie. Un país en el que tenemos derecho a pensar distinto, dando cada quien razón que por qué piensa así, pero en el que no podemos excluir a nadie porque piense distinto a nosotros. Un país en el que tenemos que convertir la diversidad en riqueza compartida y no en una desgracia que tiene que ser suprimida.
Recuperar la propia dignidad
Para que esto no se quede en mera retórica ni en buenas intenciones, sino que pueda llegar a acontecer, tenemos que empezar recuperando el sentido de nuestra propia dignidad. No somos meros elementos de conjuntos, atenidos a sus pautas, que reciben de ellos las posibilidades y las limitaciones. No es ese el sentido de pertenencia a una bancada y, si lo es actualmente, no debe seguir siéndolo. Ningún grupo organizado nos puede pedir lealtad por encima de nuestra conciencia ni nosotros podemos darla hipotecándola. Está bien que compartamos horizontes y propuestas, colaborando activamente a perfilarlas y a irlas realizando. Pero no podemos aceptar cualquier directriz o cualquier componenda, meramente para conservar el cargo o para escalar posiciones. Todos tenemos el derecho y el deber de investigar por nuestra cuenta, de informarnos con la mayor acuciosidad posible, de atenernos a la dureza de los datos y a su interpretación cabal, sin aceptar ni menos inventar subterfugios tergiversadores. Tenemos el derecho y el deber de poner al descubierto lo que estuvo mal hecho y tuerce nuestras promesas o compromisos con el país o encubre malversaciones o robos descarados. Tenemos también el derecho y el deber de rectificar cuando una hipótesis, una directriz del proyecto, o una medida concreta, no va bien encaminada porque los hechos han hecho ver que no conducía adonde habíamos previsto.
La consistencia personal debe aplicarse en primer lugar a la actitud vigilante para que la realidad lleve siempre la voz cantante y no los deseos, las ilusiones acariciadas tenazmente, o las directrices del partido. En segundo lugar, debe propiciar la discusión honesta, libre y sagaz dentro del partido y, más todavía, con aquellos a quienes les afecta. Pero no puede quedarse todo puertas adentro. Tiene que darse también en público y, en concreto, en la cámara y en sus comisiones.
El fin de las discusiones no puede ser prevalecer sobre el adversario, sino afinar la visión de la realidad y las políticas sobre ella de tal modo que se resuelvan con más solvencia los problemas y se promueva establemente todo lo positivo.
Por eso la consistencia personal tiene que llegar hasta reconocer lo bueno de los adversarios y apoyarse en ello para poner al descubierto lo que parece mal encaminado y neutraliza sus potencialidades, y para llamar a acuerdos que contengan lo mejor de cada uno. La posibilidad de componerse expresa el grado máximo de consistencia personal porque es el interés por la realidad y el bien común el que prevalece sobre visiones y provechos partidistas, aunque llegar a componerse con los adversarios en bien del país indica también el grado de salud cívica de un partido.
Los partidos componen el todo, que los supera
Partido tiene que ver con parte y la parte dice relación al todo y solo en él encuentra sentido. Esto implica que un partido político no puede aspirar a equipararse con el país. El país es siempre más que él y él está para servir al país y no para servirse del país y ni siquiera para pretender representarlo exhaustivamente.
Si tiene conciencia de esa referencia a la totalidad y de la imposibilidad de representarla, tiene que admitir que es bueno que existan otros partidos para que, componiéndose, representen menos mal al conjunto de los venezolanos, aunque nunca lo representarán cabalmente, y por eso unos y otros deben mirar más allá de los partidos.
Esto tan elemental tiene que pautar el comportamiento del parlamento, dando lugar a que todos los partidos estén representados en comisiones y en cargos y que gente de ningún partido, capacitada y con vocación de servicio, sea la elegida para el Poder Judicial y Moral.
Esto no ha sucedido en los últimos tiempos. Y tiene que volver a suceder a partir de las elecciones de diciembre. No podemos resignarnos a seguir como vamos.
Por eso todos los venezolanos tenemos que asumir nuestra responsabilidad y elegir a quienes puedan ir en esta dirección. En esto se juega nuestra consistencia personal y la suerte del país.