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Editorial SIC 778: No a la violencia verbal

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Sic778-portada-(5)Revista 778

septiembre-octubre de 2015

Iniciar el proceso hacia la paz

En Colombia están empeñados en un proceso de paz que tiene muchos obstáculos internos, propios de cada parte del conflicto, y muchos enemigos encarnizados en la sociedad, capitaneados por el expresidente Uribe. A pesar de todo se ha avanzado mucho y hay voluntad firme de alcanzar acuerdos y de cumplirlos. El presupuesto de este proceso es que se descarta el camino de la derrota militar del adversario y se lo incluye en el juego político. Se lo incluye porque están convencidos, después de un prolongado y fratricida conflicto armado, de que en Colombia todos tienen derecho a la vida y a la actividad política.

En nuestro país ambientalmente domina la polarización que quiere acabar el conflicto derrotando al adversario. Desde la perspectiva cristiana en Venezuela Dios pasa por los que están empeñados por la paz y en lo que está a su alcance ya están actuando, pero no hay ambiente público favorable y, además, existen pocos grupos organizados en función de conseguirla.

Es verdad que hay indicadores que hacen ver que la mayoría del país no está polarizada, pero hasta ahora es una mayoría que se expresa en la cotidianidad y no de modo organizado ni programático y haría falta que se pasara a este nivel. Por ejemplo, en el plano económico, desde hace muchos años todas las encuestas señalan que más de un 80 % no quiere ni el estatismo actual ni el mercado dejado a sí mismo, sino entendimiento entre Estado y empresarios. Esto significa que la inmensa mayoría de los chavistas también comparten esta visión, por lo que en este punto el Gobierno está en contra de sus propias bases. Y lo mismo podemos decir del sector neoliberal y radical de la oposición.

Es de todo punto indispensable, si queremos revertir la dirección actual y salvar al país de la descomposición acelerada de las instituciones, de la economía y de la convivencia, que caminemos hacia la paz, que entremos decididamente por este sendero angosto y erizado que, sin duda alguna, contará con espinas y trampas de quienes en ambos sectores se resisten a él, pero es el único que conduce a la vida. Tenemos que lograr que el país sea ganado por esta opción. Aceptar que en Venezuela no sobra nadie, que la paz no puede ser ni la de los cementerios ni la de las cárceles; no puede ser una paz armada, la que dicte un grupito, sino que se tiene que hacer entre todos, incluidos en principio hasta los fundamentalistas del Estado y sus oponentes fundamentalistas del mercado, los corruptos y los malandros, aunque a ninguno de ellos le corresponda llevar la voz cantante. Que dejemos a un lado la idea de patria que unos enarbolan contra otros y nos centremos en el país concreto, que nos necesita a todos y en el que debemos encontrar lugar para todos. Que estemos dispuestos a pagar el precio, que no nos echemos atrás por el costo que esto supone. Que comprendamos que la paz es lo más importante, aunque no puede hacerse de cualquier modo, ya que tiene que incluir la justicia, el ceder privilegios, la colaboración, reglas de juego dinámicas que favorezcan tanto a la productividad como a los de abajo, y que por eso, desmarcado el Estado venezolano del clientelismo endémico en nuestras relaciones políticas, le señale también a los sectores populares, sus deberes y estimule sus capacidades.

Comenzar por el reconocimiento mutuo

El primer paso en el camino de la paz, absolutamente indispensable, es el reconocimiento mutuo, en el sentido más elemental de aceptar, sin que nos quede nada por dentro, que el otro existe y tiene derecho a existir y a habitar en el país. Yo podré estar en desacuerdo con él. Hasta podré pensar que lo que él propone y lleva a cabo está conduciendo el país a la ruina. Pero, aunque esté en contra de su propuesta política y de sus actuaciones públicas, acepto que existe. Y que, por tanto, como existe, y yo acepto que exista, no puedo buscar su eliminación sino que, por el contrario, tengo que contar con él, en el sentido de jugar un juego en el que quepamos ambos. Esto implica que si en el juego democrático sale vencedora su propuesta, yo responsablemente la adverso, pero únicamente mediante el juego político democrático: haciendo ver en cada caso concreto lo inconveniente de lo que lleva a cabo y proponiendo alternativas y pidiendo cuentas de su gestión. Y él, por su parte, ha de ceñirse a las reglas democráticas y respetar la Constitución y, en último lugar, debe estar dispuesto a someter su actuación ante tribunales independientes.

Pero, antes que eso, nos aceptamos en la vida cotidiana, en el espacio de la ciudad. Podremos ser adversarios políticos, pero nada más, ambos somos ciudadanos y, antes que eso, seres humanos con nuestra dignidad inviolable, reconocida concretamente por unos y otros, que, basados en ese reconocimiento mutuo, estamos dispuestos a convivir en el mismo espacio público.

Este camino hacia el reconocimiento lo tenemos que proponer como el único camino para evitar no solo la guerra, sino antes que eso la deshumanización: el que nos despedacemos como lobos y, sobre todo, el que, por desconocer a los demás, no pueda afirmarme a mí mismo como ser humano, ya que si me afirmo absolutamente como ser humano, tengo que afirmar también a todos los seres humanos. En caso contrario me afirmo solo como revolucionario o como neoliberal o como un individuo, pero no como ser humano.

La palabra no como arma, sino como puente tendido

El test más simple para ver si entramos por este camino necesario y por tanto indeclinable, es dejar la violencia verbal. Esta violencia tiene dos componentes fundamentales: el insulto y la acusación infundada.

El insulto es el expediente empleado para poder eliminar a una persona sin que se vea la enormidad del atropello: se la descalifica moralmente y en ese sentido se la lincha, y así se le atropella sin que resalte tanto la injusticia. Pero La dignidad de una persona no se pierde por ningún comportamiento: es absoluta. Por tanto, podré indignarme de hechos suyos, pero lo tengo que respetar como ser humano. Por tanto, no me puedo permitir a mí mismo insultarlo. Si lo hago, yo soy el que no reconozco mi propia dignidad. No puedo insultarlo ni por los medios de comunicación ni estando con mi grupo de referencia. El reconocimiento del otro no es algo para la galería, sino un reconocimiento real. Lo que queda en el ámbito de la discusión son las actuaciones; no las personas. Las personas son sagradas.

Ahora bien, como las personas son sagradas, yo no puedo calumniarlas. No puedo acusarlas infundadamente. Y la acusación tiene que ceñirse a hechos comprobados y a pedir, lo más, el castigo que pauta la ley. Nada tiene que ver con el linchamiento moral de la persona. A Voltaire se atribuye la frase “Calumnia, que algo queda”. La frase expresa la peor versión de la Ilustración: como no me defino como persona sino como ilustrado, tengo que deshacerme de los no ilustrados que impiden mi proyecto, que se atraviesan en mi camino. No importan los medios ya que el fin los justifica. Por eso calumniaba, por ejemplo, a la institución eclesiástica, porque como para él lo fundamental era que desapareciera, cualquier método era válido. Lo mismo hicieron Marx y Lenin: insultaron sistemáticamente a sus adversarios porque para ellos la revolución lo justificaba todo. No se dieron cuenta que por estos medios nunca se lograría una situación de derecho. Ya que el modo de producción determina el producto.

En nuestro país es imprescindible un desarme general. La primera fase, indispensable, es el desarme verbal. Para eso tenemos que comprender, en primer lugar, que los más heridos por el uso de esa arma son los que la usan. El que insulta no reconoce su propia dignidad, se devalúa, dice que no es humano, sino tan solo enemigo de aquel a quien insulta. Y el que calumnia pierde completamente su crédito. Su palabra carece de peso. El que está ante él no sabe ante quién está, no sabe a qué atenerse, ya no resulta creíble. Además de que, al renunciar a la fraternidad, su búsqueda de igualdad resulta vacía.

Dios quiera que entremos decididamente por la senda de la paz, que comienza por el reconocimiento de los otros, de los adversarios, como seres humanos dignos y que, por eso mismo y porque quiere recobrar su dignidad mancillada por él mismo, renuncia al insulto y a la calumnia. Unos más y otros menos, pero todos tenemos que avanzar en este punto decisivo.

 

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