Editorial de la Revista SIC 764. Mayo 2014.
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Los árboles nos impiden ver el bosque. Los muertos, víctimas de la violencia política, inadmisibles como cualquier otra muerte, han tenido el efecto de ocultar durante estos meses ante la opinión pública, ante la conciencia nacional y ante la agenda política las muertes cotidianas, víctimas del hampa común, de los cuerpos de seguridad y, más en general, de la violencia horizontal, que enlutan cada día a muchos hogares venezolanos sembrando el horror, la desolación, el abatimiento y la impresión generalizada de que la vida no vale nada, de que no estamos ante un Estado de derecho y de que no se sabe a quién acudir. Porque la mayor parte de los asesinatos quedan impunes y la ciudadanía está completamente desprotegida.
Cada vez hay más dolientes de las víctimas que expresan con mucha tristeza y no poca indignación que no tienen ninguna esperanza de que se haga justicia y que por eso se la dejan a Dios, que ciertamente las reivindicará.
Dios, garante de la vida digna y compartida
Esta referencia confiada a Dios es muy importante porque se constituye en un principio de dignidad y de esperanza. Dios pondrá todo en su sitio y caminar humildemente en su presencia ayuda sobremanera a vivir humanamente, pase lo que pase, a no perder la sensibilidad ni la conciencia, a no rendirse ante la maldad, a que lo que nos afecte negativamente, aunque nos llegue hasta el fondo del alma, no nos influya, porque nuestra vida nace de esa relación filial con Dios y consiguientemente de la relación fraterna con todos, aunque sean desconocidos o incluso aunque se nos muestren hostiles.
Es una gracia muy señalada de Dios y una riqueza muy estimable de nuestro pueblo que, cuando ya no se trasmite ambientalmente el cristianismo, tantos compatriotas nuestros lo alimenten personalmente, de manera que vivir ante el Dios de la vida y de la humanidad, que no se deja comprar por ninguna dádiva, se convierta en principio de realidad, de resistencia al mal, de consistencia interna y de esperanza cuando parecería que ya no hay ningún motivo para esperar.
Una apuesta imprescindible pero insuficiente
En un editorial sobre el tema, en diciembre de 1990, decíamos: “Todavía la abrumadora mayoría de los pobladores de barrios sufre la violencia como un quiste en un organismo sano”. Hoy, que en punto a violencia la situación es incomparablemente peor, todavía podemos decir lo mismo a pesar de algunas complicidades entre jóvenes que matan y sus familias, que pronosticábamos que se darían, si no se ponía remedio. Seguir apostando por la paz, a pesar de tantas rabias tragadas, de tanta violencia sufrida, de tanta impotencia, es el mayor mérito de nuestro pueblo y nuestro principal haber como país.
Pero, como se ve, no basta. Porque no hay derecho que la muerte antes de tiempo por la violencia criminal se ensañe cada día más en nuestros adolescentes y jóvenes de barrio y salpique a las demás clases sociales; y que el Estado, que es el principal culpable y la sociedad, que es también en parte cómplice, sigan mirando a otra parte.
Decisión de no hacer mal y vencerlo con el bien
La situación es tan extrema que solo se la puede hacer frente con dos actitudes complementarias. La primera es la decisión absoluta de no hacer violencia a nadie pase lo que pase. Creemos que la mayoría de los ciudadanos, sobre todo populares, viene cultivando esta decisión. Es imprescindible hacer un acto deliberado de no solo no hacer violencia a nadie, sea quien sea y haga lo que haga, sino de cultivar la vida, fomentar una respectividad positiva, cultivar sentimientos afirmativos, dirigiendo nuestra atención no tanto hacia quién tiene la culpa de lo que pasa, sino a cómo solucionar los problemas, usar la palabra como un puente tendido y no como un arma arrojadiza.
No podemos permitir que el odio o la rabia o el menosprecio se adueñen del corazón. Tenemos que optar por vencer al mal a fuerza de bien. Porque “quien borra a su hermano (y todos lo somos en Cristo) de su corazón es un homicida y no tiene dentro de sí el amor de Dios” y, por el contrario, “quien ama a su hermano ha pasado de la muerte a la vida” (1Jn 3,15 y 14), es decir, tiene dentro de sí la misma vida de Dios. Porque Dios es amor (1Jn 4,8).
El quinto mandamiento, no matarás, cobra todo su sentido desde esta revelación de que Dios no es el omnipotente y eterno que hemos fingido los seres humanos como proyección de nuestros anhelos, es decir el que, aunque prefiera usar siempre la misericordia, al fin se impone por las buenas o por las malas. El quinto mandamiento, no matarás, cobra todo su sentido desde la revelación de que en Dios solo hay amor y por tanto solo tiene el poder que cabe en el amor y, por consiguiente, no puede imponerse por las malas ni matar a nadie. No matarás cobra todo su sentido desde la revelación de ese Dios Enteramente Bueno que, si no puede matar al verdugo, sí reivindicará, dándolas a participar de su misma vida divina, a todas las víctimas de la historia. No hay nada más contrario a Dios que matar porque Dios es el amor creador de vida y recreador de los muertos. Matar es un antipoder, es la posibilidad más miserable del ser humano. Es lo más estéril, la acción que más seca la humanidad del ser humano.
Tenemos que decirnos una y otra vez y decirlo por donde pasemos que nunca hay ninguna razón válida para matar a nadie. Que lo único que Dios quiere para el que obra mal es la rehabilitación. Y que a eso tenemos que apostar también nosotros. Ante todo a la prevención: lo que nos toca a todos es la convivialidad, las relaciones profusas con todos; y lo que le toca sobre todo al Estado (por la renta petrolera) y a las fuerzas vivas es sembrar con acciones concretas y sistemáticas la expectativa de un horizonte abierto, de estudios cualificados, de trabajo productivo y congruamente remunerado.
Pero, si alguien obró mal, la única salida en la que tenemos que pensar es la rehabilitación. Para eso tenemos que cambiar el ambiente que hemos cultivado estas décadas y que ha hecho posible que las cárceles sean antros de perversión en vez de lo único que las justifica: lugares de rehabilitación.
Erradicar la violencia de la política
Pero para que todo esto que debe ser una apuesta personal y social, absoluta e incondicional, sea viable, es decir, produzca todos los frutos que está llamado a producir, tenemos que sanear de modo radical el clima político. En este punto ciertamente el Gobierno es el principal culpable; pero ya hemos dicho que no se trata de asentarlo, sino de superarlo. En primer lugar el Gobierno tiene que gobernar para todos, no solo para los suyos, porque el Presidente lo es de todos los venezolanos y el Gobierno debe expresarlo con sus palabras, con sus gestos y con sus hechos. En segundo lugar tiene que aceptar que la emergencia es tan aguda que tiene que convocar a todos para que aportemos nuestra cooperación en un gran acuerdo nacional, lo más amplio posible.
A la oposición le toca dejar de echar un pulso con el Gobierno, dejar de retarlo con el propósito de sacarlo, le toca deslindarse de los violentos y entrar en una fase constructiva. Ante todo, tiene que constituirse. La ineptitud del Gobierno no le otorga ninguna legitimidad. Tiene que constituirse en alternativa y no solo en oposición. Y para eso tiene mucho trecho que recorrer. Porque, si no lo hace, lo más que puede esperarse es un movimiento pendular que haga que retorne de nuevo el chavismo porque su gobierno solo fue el otro polo y no una superación que incluya lo mejor, al menos, de los propósitos del chavismo y también de algunas realizaciones.
Pero todo lo que se edifique en el terreno político tiene que construirse sobre el cimiento sólido de la renuncia a la violencia y, sobre todo, a la violencia que causa muertes. No matar tiene que constituirse en un punto de honor. Y para que no nos deslicemos por esa pendiente inclinada tenemos que empezar por no odiar ni despreciar ni vilipendiar a nadie, por no borrar a nadie de nuestro corazón. Tenemos que fomentar la respectividad positiva, el uso de la palabra como puente tendido, la negociación de buena fe, los proyectos compartidos. Tenemos que poner delante al país como la casa donde tiene que haber lugar y posibilidades para todos, una casa compartida de la que todos nos tenemos que responsabilizar. Solo allí nos encontraremos.