Editorial de la Revista SIC 753. Abril 2013
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Es prematuro hacer el balance del legado de Chávez y de su puesto en la historia de nuestro país. No solo porque estuvo actuando en la escena nacional hasta el mes de octubre, sino porque su gestión y su persona despertaron sentimientos tan encontrados que no es fácil remontar desde las reacciones hasta la persona que voluntaria o involuntariamente las provocó. Sin embargo, es imprescindible referirnos a él, incluso dar elementos que impliquen una postura respecto de su gestión de gobierno, ya que, si fue nuestro mandatario, incumbe al ejercicio de nuestra responsabilidad como ciudadanos mostrar cómo cumplió el mandato que le dimos.
La esperanza que despertó
El primer mérito suyo, indiscutible, es que ganó sus primeras elecciones como alternativa a un sistema que no daba más de sí y que se resistía a morir. En su campaña tomó contacto con el pueblo, en una medida notable le tomó el pulso al pueblo, que se sintió interpretado por él. Este contacto simbiótico no hizo sino crecer. Y en esos primeros años fue fundamentalmente positivo.
Al acabar el siglo la política era tenida como algo sucio e infecundo, de lo que no había nada que esperar, tanto por el descrédito en que la sumieron los políticos con sus actuaciones miopes y sectarias, como por la propaganda adversa de los medios de comunicación social (MCS), sobre todo de Venevisión y Radio Caracas Televisión, que descalificaron sistemáticamente a los políticos para ejercer ellos el poder. Pero, en buena medida, por el empeño de Chávez, no solo el pueblo sino todos los sectores sociales se repolitizaron y volvieron a analizar la realidad para tomarla en sus manos en procura de mayor eficiencia y justicia.
En esos primeros años tuvo una gran capacidad de escucha y de aprendizaje, por eso sus intervenciones ponían el dedo en la llaga de problemas reales y hondamente sentidos.
Desde el comienzo tuvo una discriminación positiva para con los injustamente discriminados, sobre todo en las dos últimas décadas del siglo pasado. Principalmente manteniendo con ellos una constante interlocución en su propio imaginario, haciéndolos sentir que por fin existían y contaban y que eran reconocidas su dignidad y sus potencialidades.
Eso implicó un reacomodo de las cuotas de poder y de la relevancia de los actores en la escena nacional, que fue hondamente resentida por los que detentaban el poder económico e indirectamente el político, que reaccionaron intentado tumbar al Gobierno con crecientes medidas de presión que llegaron hasta el paro y el golpe de Estado.
Chávez reaccionó de dos modos complementarios: ante todo, con las misiones, que hicieron ver al pueblo, muy concretamente, que él estaba con ellos y que sus demandas eran por fin atendidas, y con un discurso crecientemente antiimperialista y antioligárquico que señalaba a ambos como enemigos, externos e internos, de la patria.
Claramente los poderes que imperaron sin ningún contrapeso en las dos últimas décadas del siglo pasado subestimaron a Chávez y ellos mismos se buscaron su exclusión. El pueblo se sintió atendido y la popularidad de Chávez, bastante desgastada, volvió a repuntar.
Lo más positivo de esos primeros tiempos fue, a nuestro parecer, el programa de rehabilitación integral de los barrios, que tuvo tal éxito que en solo un año se constituyeron ciento ochenta consorcios entre empresas barriales, profesionales altamente cualificados contratados por ellas y las municipalidades y los ministerios, que iban a los barrios a hacer de contraparte de las organizaciones populares.
De esa primera época han quedado muchas organizaciones genuinamente populares y se han formado otras con esa misma inspiración, que son reconocidas por el Gobierno y ellas se sienten dentro del proceso, aunque en tensión, a veces muy profunda, con la burocracia estatal.
Levantar la esperanza vencida del pueblo y de sectores solidarios es un logro inmenso que todos tenemos que agradecer.
Limitación de partida
La limitación más radical que, a la larga, lo inhabilitó para entender y, por eso, para ejercer el cargo de Presidente, fue su contextura militar. El que haya sido llamado oficialmente Comandante Presidente y el que al fin haya reposado con traje de campaña, expresa que ésa fue su última identidad. Desde esa mentalidad, el mando es único y se ejerce no deliberativamente. En definitiva, si lo eligieron a él, todos deben plegarse a sus órdenes. Por eso coaptó los poderes legislativo y judicial y entendió como deslealtad no seguir sus dictados o, dicho en lenguaje civil, no colaborar con él.
Obviamente entendió que su mando era para el bien de la patria y, sobre todo, del pueblo. Pero, cada vez más, ese bien no fue lo que cada sector, según el caso, o la mayoría, como sujetos pensantes y deliberantes veían como bien, sino lo que él pensaba que era el bien de todos. Al fin llegó a convencerse de que el pueblo era él, es decir, que el grado de empatía entre ambos era tan total que, como por una especie de armonía preestablecida, lo que él sentía como bien del pueblo era lo que sentía la mayoría más consciente de este. Y llegó a convencer a una parte considerable del pueblo de que en efecto era así. Al fin, el propio Chávez, en persona, fue el corazón del pueblo. Y, como colofón de este trasvasamiento entre Chávez y el pueblo, yo soy Chávez, todos somos Chávez. Ha desaparecido la pluralidad y se ha llegado al unimismamiento.
Esto no es sano porque desaparece la realidad, compuesta por sujetos irreductibles, que tienen que dialogar e interactuar desde su mismidad irreductible, que debe quedar enriquecida por la de los demás y puesta a su servicio, pero nunca eclipsada. Nunca deben desaparecer las diferencias, incluso las desavenencias. En caso contrario, la realidad se empobrece hasta la caricatura y la libertad naufraga en el encantamiento y la ilusión. Aunque todo resulte entrañable.
La herencia para echar adelante
Venezuela está condenada al fracaso si en una pretendida alternativa a Chávez se vuelve a la democracia de ciudadanos que, con la pretendida igualdad ante la ley, enmascara las desigualdades de entrada y de ese modo las naturaliza e incluso las sacraliza y así las perpetúa. Lo que venga después de Chávez tiene que retener el privilegio del pueblo, el que el pueblo esté en el centro de las políticas públicas y tendencialmente de toda la sociedad.
Y no solo el pueblo como masa inorgánica, el pueblo como mero destinatario de las políticas públicas, sino el pueblo organizado desde la base, es decir, desde su condición de pueblo: de vecinos, de trabajadores, de seres con sus propias culturas: indígenas, afrolatinoamericana, campesina y suburbana. No las organizaciones como correa de trasmisión de las políticas diseñadas y decididas por el Gobierno, llámense consejos comunales o comunas, sino verdaderas organizaciones de base, en esos casos, de vecinos, sean cada uno del color político que sean.
También deben quedar los señalamientos certeros que hizo el Presidente sobre la perversión de la cadena de distribución y venta de bienes, sobre la existencia de latifundios y predios improductivos, sobre la desnaturalización de los MCS en los que priva la creación interesada de opinión sobre la información de acontecimientos y la opinión analítica y, a nivel mundial, la dictadura de los grandes financistas sobre países y pueblos y la grosera discriminación y explotación del tercer mundo y, respecto de América Latina, la mediatización del subcontinente del sur respecto de su vecino del norte.
Lo que tenemos que superar
A nivel de estructura política no puede seguir la no división de poderes, la no independencia de cada uno de ellos. Sería hipócrita decir que éste es un mal de Chávez, pero sería encubridor no señalar que él llevó esa tendencia, que venía de antes, hasta la negación de la democracia, sobre todo por la nula independencia del poder judicial.
Lo mismo, respecto de la concepción y el funcionamiento del partido. Desde el comienzo de la democracia el centralismo democrático ha signado la suerte de los partidos, salvo el MAS en sus comienzos porque insurgió contra ella. Pero las formaciones políticas del Presidente han vivido únicamente de sus dictados. Ésa es la negación más radical de la democracia. El líder no puede sustituir a los demás, a nadie.
En las contiendas electorales de nuestra democracia los partidos de gobierno se han aprovechado del aparato estatal; pero éste ha hecho la campaña directamente desde el aparato estatal. Eso es totalitarismo y no debe continuar.
A nivel de contenido se ha proclamado el socialismo; pero la productividad no ha hecho sino retroceder hasta tal punto que hoy el trabajo productivo es nuestro bien más escaso. El socialismo es lo más opuesto posible al rentismo y, sin embargo, nunca hemos sido tan rentistas como hoy. Las consignas dicen lo contrario, e incluso la creciente insistencia del Presidente, de manera que podemos decir que ésa era, como lo reconoció en su última campaña, una tarea pendiente que él prometió subsanar. Porque no se puede tapar al sol con un dedo. Petróleos de Venezuela (Pdvsa) y las demás empresas básicas son cascarones vacíos. Pdvsa se mantiene por las asociaciones con las vilipendiadas trasnacionales y los altísimos precios petroleros. Y las empresas confiscadas o no funcionan en absoluto o producen poco y caro.
Una cura dolorosa y exigente de realidad
Lo más grave que se puede decir del gobierno de Chávez es que es una ocasión perdida de recapitalizar el país, de crear empleos productivos y servicios eficientes y de hacer posible una seguridad social cualificada para el pueblo y la clase media. El Estado ha dispuesto de una renta petrolera superior a la de los cuarenta años anteriores de democracia, ha dispuesto de todo el poder y, sin embargo, no ha sido capaz de capitalizar una seguridad social integral tanto para el pueblo como para la clase media, no ha sido capaz de crear una educación y salud a la altura del tiempo y al alcance de todos, no ha sido capaz de reflotar a Pdvsa y crear una industria de derivados del petróleo, no ha sido capaz de crear una red de represas en los Andes que, además de dotar de electricidad y riego, estabilicen los ríos de manera que pueda organizarse una agricultura y ganadería estable y de calidad en los llanos, no ha sido capaz de rehabilitar integralmente a los barrios. Y no lo ha podido hacer porque no ha permitido la asociación de la empresa privada.
Como no ha reactivado el empleo ni la educación, como no ha dado esperanza a la juventud ni promovido la paz social y el entendimiento de todos, no ha podido contener la violencia, fruto de la falta de oportunidades y expectativas en la juventud. Todo esto y mucho más son tareas pendientes e impostergables. Lo más importante no es culpabilizar a nadie sino abocarse todos como país a resolverlas.
Por eso, lo que viene ahora, después de procesar el duelo por el Presidente, es una cura de realidad, una cura larga, dolorosa y exigente. Para proponerla y gerenciarla se requiere un verdadero amor al país. No abocarse a ella, sean cuales sean las razones que se invoquen, es preferir el poder antes que el bien del pueblo. Porque el amor al pueblo pasa por considerarlo, no solo como sujeto de derechos, lo que es ineludible, sino más aún, de deberes; considerarlo como sujetos adultos que deben someterse a una gran disciplina para dejar de ser rentistas y vivir desde su propia productividad. En este sentido, para poner dos ejemplos, la ley del trabajo y la Lopna, que consideran a los trabajadores y a los niños y adolescentes como menores de edad que tienen todos los derechos y ninguna responsabilidad, no solo implican un desprecio absoluto hacia su condición de personas, sino que es más dañino para ellos que la misma explotación, que produce anticuerpos y reacciones. La sobreprotección envilece. Hay que capacitar y dar responsabilidades y exigir cuentas claras. Esa gran disciplina es también una tarea pendiente para los propios políticos y para no pocos empresarios.