Editorial de la Revista SIC 752. Marzo 2013
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En Venezuela queda mucho camino por andar para la constitución real del poder popular. La marcha hacia la democracia en su más elemental significado pasa por la efectiva construcción de éste. Los desvíos del camino democrático sufridos desde hace tiempo se deben principalmente a que, de forma expresa, se pretendió construir un sistema político democrático sin sujeto popular con poder de decisión. El poder que se constituyó, el aparato burocrático cuyos fundamentos se encuentran en los dispositivos legales, dejó de responder a las necesidades populares.
El punto de partida es el poder popular entendido como la articulación histórica ‒organizada en formas diversas‒ de una pluralidad de identidades sociales que, en ejercicio pleno de soberanía, toma decisiones en todos los ámbitos (político, económico, social, ambiental, organizativo, internacional, entre otros). Es necesario reconocer que el pueblo (todos los sectores sociales subalternizados), es el agente de su propia experiencia en la que identifica un horizonte deseable y lo construye de modo colectivo.
Es por ello que el planteamiento de una nueva comunidad política, como expresión de un proyecto socio-político alternativo planteada desde lo popular, exige de suyo contribuir al proceso de organización y politización de las múltiples identidades sociales sometidas a diferentes formas de dominación, en tanto expresión de ruptura con el orden constituido. Como tal, el poder popular no existe sin más. Puede aparecer en la historia así como desaparecer. Ello es producto de un conjunto de factores históricos y coyunturales que posibilitan su existencia: la experiencia de cada identidad social en autoposesión de sí misma; el proceso de constitución en sujeto político, en articulación con otras identidades sociales.
En ese sentido, el poder popular no puede ser “secuestrado” o cooptado por la institucionalidad y la forma Estado, pues en esencia está en ser un poder constituyente y no constituido. La pretensión de cosificarlo institucionalizándolo lo desvirtúa. Pero para que no quede en una mera posibilidad inexistente debe formalizarse para poder cumplir las funciones de lo político. En este sentido son importantes las mediaciones.
Se trata, en cierta manera, de un ejercicio delegado del poder, pero de un poder que debe ser constantemente remitido a las bases populares. Los que mandan deben mandar escuchando y respondiendo a la gente popular. Retomar esa condición como fundamento de todo poder político, y como criterio último de legitimación, es necesario porque permite separar las posibilidades reales del ejercicio del poder y oponer al poder como dominación una noción positiva.
Esta separación es ineludible porque cabe siempre la posibilidad de que el ejercicio representativo (de aquel poder primero que radica en las bases populares) se convierta en un fetiche, es decir que se vuelva sobre sí mismo y se autoafirme como la última instancia del poder. Así ha ocurrido con las élites o la clase política cuando han dejado de responder a las mayorías populares y, en consecuencia, han transformado el poder político en antidemocrático, ya que el poder fetichizado se autofundamenta en su propia voluntad despótica.
Retos para una autentica participación
Existe un discurso codificado como un paquete cerrado sobre el poder popular de marcado sesgo ideológico, en el sentido marxista de conceptualización encubridora. La contradicción está en que se invoca el término, incluso con convicción y entusiasmo, cuando se profesa que el pueblo no da sino para las revueltas de la desesperación y que el partido es su única conciencia posible. Desde esa ideología el pueblo no es más que el coro que aplaude a su líder y que vocifera contra “los enemigos del pueblo”, señalados por el partido. En este horizonte el poder del pueblo consiste en que amplifica lo del partido y en cierto modo lo impone por la contundencia de su número y de sus movilizaciones.
Frente a esto, nosotros asumimos el poder popular referido más bien como experiencias tangibles de señalamiento de problemas ‒y de prioridades‒ en su propio ámbito y en su propia cotidianidad, demandando una gerencia mancomunada frente a tales problemas. Aquí, la entidad concreta del pueblo sería la de vecinos, ya que la gestión de poder popular, en este caso, haría referencia a la calidad de la vida concreta, compartida, que afecta a todos. Las preferencias político-partidistas no pueden dar el tono; han de ser respetadas en todo caso, pero en este ámbito sólo hay auténtico poder cuando todos actúan en su condición de vecinos.
Para el ejercicio de este poder auténticamente como vecino se tienen que enfrentar y superar una serie de problemas enquistados en el vecindario. Uno de ellos es la existencia de caciques que subordinan a una parte de éste e imponen sus intereses en nombre de todos. La época más reciente de la modernidad y la movilización de masas dio lugar a la aparición de intermediarios (líderes de partidos o de otras organizaciones); su misión consiste en bajar la línea al barrio de manera que los vecinos acepten como dádiva lo que se les debe en justicia. De la época del populismo quedó la malformación en una serie de vecinos de considerarse como receptores de bienes y servicios de los amos de turno a cambio de estar en su línea.
Para superar esas malformaciones, nosotros nos planteamos la necesidad de estimular la participación en condición de sujetos conscientes y libres. El problema de la participación choca con la malformación leninista de los grupos de presión en el sistema asambleario, que deciden, no permitiendo que se exprese el genuino sentir de cada uno. Por eso insistimos en la necesidad de establecer para todas las decisiones el voto secreto tras la deliberación pública.
La concepción de la democracia como la dictadura de la mayoría sobre la minoría es otro de los problemas que hay que afrontar. Frente a esta malformación, asentamos que en el espacio abarcable de lo vecinal es donde se puede ejercer mejor un manejo de lo público, siguiendo el parecer de la mayoría, pero teniendo en cuenta, en cuanto sea componible, el parecer y los intereses de las minorías.
El tema de los recursos es otra de las dificultades que hay que asumir. En el organigrama institucional no se contempla de modo específico el poder popular de los vecinos, por eso ellos no tienen recursos. Es imprescindible encontrar figuras jurídicas en las que se prevea la actuación mancomunada del municipio, el ministerio correspondiente y los vecinos organizados. Los consorcios que se establecieron durante el primer año del gobierno de Chávez nos parecen un modelo a seguir.
Hemos expuesto cada uno de estos problemas específicos porque sólo señalándolos, enfrentándolos y superándolos podrá tener un sentido concreto la expresión de poder popular, tan manida y que, sin embargo, ha tenido en nuestra democracia una historia tan esforzada, digna de que dé todos sus frutos.
Como se puede ver, nosotros estamos convencidos de que la democracia no tiene viabilidad en nuestro país si no se supera la democracia de meros ciudadanos para instaurar otra que discrimine positivamente a los discriminados de toda la vida. Este es el sentido profundo de la propuesta de poder popular que acá hemos esbozado.