Editorial Revista Sic 728. Septiembre-octubre 2010
La política es la actividad humana que tiende a gobernar o dirigir la acción del Estado en beneficio de la sociedad, para activar a sus diversos actores personales, grupales e institucionales, creando condiciones adecuadas para su desenvolvimiento y llevando a cabo otras que expresen el bien común. Sus protagonistas somos todos, pues tanto los que gobiernan o dirigen como los gobernados o dirigidos tenemos un papel activo que jugar en la escena. Los más notables en el juego son quienes detentan el poder de mandar y sobre ellos es que generalmente se centra el análisis político, pero muchas veces se olvida que quienes mandan lo hacen sobre la base que les brinda la obediencia de quienes son gobernados. De manera que si queremos comprender el tablero del juego político, es necesario ver la trama en su conjunto, el papel que todos desempeñamos. Hemos de fijarnos en las prácticas de quienes gobiernan, las resistencias de quienes se oponen y la aceptación de quienes obedecen de buena gana a quienes mandan.
En este análisis de los actores no basta con ver qué hacen y dicen y cómo se interrelacionan ese conjunto de palabras y acciones; es necesario siempre preguntarse si eso que hablamos, pensamos y hacemos nos conduce al fin que deseamos, esto es, al bienestar colectivo, a vivir más dignamente, con más densidad humana, en consonancia con nuestros deseos de felicidad.
Para comprendernos políticamente no basta, entonces, con explicarnos cómo se ejerce el poder político, por qué se mantiene y establece esa modalidad de gobernar y mandar y cuáles son las causas que nos han llevado a ello. Es necesario preguntarnos si con ello conseguimos lo que todos buscamos. Y si la respuesta no es coherente entonces algo nos pasa como sociedad, probablemente se ha instalado en nosotros alguna patología severa. Si nuestro juego político nos hace más infelices, si no conseguimos el bienestar colectivo deseado, si cada vez nos hundimos más y a la vez seguimos jugando el mismo juego es que definitivamente no estamos actuando coherentemente.
Quizás la metáfora del cáncer nos ayude a entender. El cáncer es un proceso por el cual el organismo produce un exceso de células con crecimiento y división más allá de los límites normales, que lleva a la producción de tumores que atrofian y destruyen los órganos del cuerpo. Lo curioso es que se trata de un proceso endógeno. El mismo organismo produce su autodestrucción. También en política ocurre algo parecido: podemos auto-producir nuestros propios juegos suicidas.
Enfermedades políticas en Venezuela
En el caso venezolano, si un analista externo visitara el país y conviviera con su gente podría concluir que en Venezuela existe algo que los politólogos llaman estabilidad política. Estamos frente a un gobierno fuerte, quizás muy fuerte dirán algunos, con apoyo popular, expresado en un gran número de votos en las últimas contiendas electorales. Cuenta además con un partido político grande y organizado, con un líder carismático con gran poder de comunicación e ideología propia, etcétera. Una oposición política que cada vez se organiza mejor, aunque no tanto como sería lo deseable, con posibilidades de competir institucionalmente con quienes detentan el poder del Estado (aunque con claras limitaciones), con un importante caudal de seguidores. Aunque el país está polarizado y a veces pasamos de la confrontación a la crispación, la sangre no llega al río y es posible volver luego a una relativa convivencia y aceptación. Desde esta perspectiva, el andamiaje político funciona con relativo éxito. Nuestro visitante extranjero se podrá ir satisfecho con su indagación y a lo mejor coloca al país como ejemplo ante otros casos en el mundo.
Sin embargo, este acercamiento es incompleto. Le falta responder ciertas preguntas: ¿este juego que estamos jugando nos conduce a alguna parte?, ¿nos está ayudando a crecer como personas?, ¿estamos desarrollando nuestras capacidades como pueblo?, ¿nuestros niveles de educación, salud y trabajo están mejorando?, ¿nuestra convivencia es más grata, más cónsona con nuestros deseos de paz, solidaridad y unión? Si nuestro analista externo se enfrentara a estas preguntas lo más probable es que no saldría de su perplejidad.
Y las razones de su perplejidad no serán porque se encontró con graves deficiencias o problemas de diversa índole, muy fáciles de percibir para un observador atento, sino por la presencia de una especie de ceguera colectiva, que adquiere diversas modalidades según los actores que la padecen, pero que en definitiva cooperan entre sí para mantenernos inmóviles ante el descalabro.
Así, el Gobierno, sus grandes líderes e ideólogos, sus voceros ante los medios de comunicación y los responsables de la conducción de los poderes públicos, se empeñan en justificar con múltiples argucias y sutilezas que los problemas que padecemos y que entran bajo su ámbito de competencia directa, no son tales problemas; que se trata de una campaña mediática de los enemigos, tanto nacionales como extranjeros; que es un reflejo de la mezquindad de la oposición que no reconoce los logros históricos de la revolución en esas mismas materias.
Quienes denuncian son declarados enemigos y quinta columna del imperio gringo. La Asamblea Nacional, la Fiscalía, la Contraloría y los tribunales interpelan, abren expedientes, descalifican, criminalizan y enjuician a todos aquellos que critican. El poder del Estado se usa sin miramientos contra quienes se atreven a protestar.
A pesar de la contundencia de los hechos y de las cifras de los organismos de investigación del propio Estado, como el Instituto Nacional de Estadística y el Banco Central de Venezuela −en materias de inseguridad, inflación y desaceleración económica, precariedad del empleo y deterioro de los servicios públicos−, la respuesta es siempre la misma: negar lo evidente, seguido de la justificación de la situación, para terminar en la descalificación de los críticos, que de acusadores terminan en acusados.
El Gobierno no ve la realidad sino la imagen que se ha hecho de ella desde su interpretación ideológica. Tampoco se deja ayudar por otros, ni acepta interpelación alguna. El Gobierno se caracteriza especialmente por hablar y hablar, tras largas cadenas. Poco se ve y menos aún se escucha. Y por supuesto el país sigue de mal en peor.
Pero la ceguera no es sólo del Gobierno, aunque es la que más padecemos por el impacto de sus consecuencias. Quienes juegan a la oposición política también sufren su propia ceguera. En efecto, algunos tienen la suficiente lucidez para ver los problemas nacionales, la indiferencia oficial ante ellos y sus intentos de justificación. Algunos acompañan la crítica con propuestas y alternativas, asumiendo los riesgos que eso trae consigo. Sin embargo, siguen presos de su propio horizonte, no ven más allá de lo aprendido en el pasado, sin autocrítica. No existe una propuesta articulada, incluyente y alternativa que recoja los aprendizajes de estos últimos años de la historia venezolana. Menos aún existe un compromiso firme por construir una fuerza social que exprese esa alternativa en la calle, en la fábrica, en los gremios, en el barrio. El cortoplacismo electoral consume las energías y esfuerzos, poniendo en sus resultados todas las esperanzas. Y por supuesto, aunque las encuestas revelen que el descontento con el Gobierno sobrepasa el nivel de apoyo, no hay todavía quien convierta ese sentir en voluntad política.
Por su parte, la gente común, la que vive para responder a las exigencias de su cotidianidad, que quiere trabajar o estudiar, sacar adelante su hogar, ir al mercado y adquirir lo que necesita para satisfacer sus necesidades, que quiere descansar, divertirse y convivir en paz, sigue también presa de los mitos y tabúes políticos que colectivamente hemos ido labrando: el Estado mágico, rentista y benefactor, administrado por un gobierno preocupado por los pobres será nuestra salvación. Somos un país rico y lo que se requiere es que se reparta la riqueza. El trabajo es secundario. La conciencia ciudadana −que exige en función de sus derechos y retribuye con su aporte para fortalecer el colectivo del que dependemos− es muy elemental. Generalmente, la crítica y el descontento están a la orden del día pero la esperanza está puesta en un milagro. Se espera un día de suerte en el que las cosas se arreglen por sí solas. Si el salvador de antaño ya no hace milagros habrá que esperar a que aparezca un santo nuevo. Mientras tanto es mejor pasar agachaditos, agarrar aunque sea fallo y no meterse en problemas.
Volviendo a nuestro hipotético analista externo, probablemente concluya que Venezuela es un país estable políticamente, pero también paralizado por su propia incapacidad para visualizar caminos reales que conduzcan hacia un mejor futuro.