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Editorial Sic 717: El dinero no tapa la violencia

Portada Sic 717Editorial Sic 717. Agosto 2009

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Los ciudadanos venezolanos señalan, a través de las encuestas, que los temas que generan mayor preocupación son: la seguridad personal, la inflación y la corrupción. Pero quizás se trata de manifestaciones de un problema más radical que en el fondo tiene que ver con nuestra ética social. Ésta tiene una fuerte influencia del modelo económico de desarrollo que se ha profundizado a lo largo de estos años y no es otro que el rentismo.

Habría que comenzar señalando que el problema no está en que seamos una nación petrolera como algunos señalan, sino en la relación que establecemos con ese recurso. En la medida en que más dependemos de su sola extracción y exportación, en esa medida nos empobrecemos socialmente así haya un gran ingreso económico como ha ocurrido en estos últimos cinco años.

Durante la presente gestión cada vez más la nación se ha afincado en un modelo de monoproducción primaria exportadora que genera una renta sin que la misma signifique un mayor agregado de trabajo transformador. Esto se agravó a partir del 2004 debido a los despidos ocurridos en PDVSA que destruyeron la industria nacional y la convirtieron en un ente extractor con graves problemas, alguno de los cuales se manifiestan en los reiterados accidentes laborales y en las deudas no pagadas.

Esta renta, cada vez más golpeada ahora debido a la crisis económica global, es la fuente fundamental de ingresos económicos del país que desde hace ya mucho tiempo se ha concentrado en manos del Estado. Eso ha llevado a una relación clientelar de la población con el gobierno y sus partidarios que son los administradores de dicha renta. Así, dependen del Estado, en mayor o menor medida, los empresarios, las organizaciones de la sociedad civil, los medios de comunicación social y otras entidades de producción, además de la masa de trabajadores que son contratados directamente por la administración pública nacional, estadal o municipal en sus diversas ramas.

El aumento del precio del petróleo ha hecho ingresar una gran fortuna al Estado venezolano. Una parte de ella ha sido invertida en servicios sociales que hemos visto a través de las misiones, otra parte ha sido recibida directamente por la población que ha visto aumentar sus niveles de ingresos, e incluso a través de programas como Mercal han logrado bajar sus costos en rubros fundamentales como es la alimentación. Dichos programas han impactado especialmente en los sectores populares mejorando su calidad de vida. En este número de la revista se da razón de esta percepción a nivel popular. Luego cabe preguntarse, si esto es así ¿por qué a la vez han aumentado los niveles de criminalidad?

En la ciudad de Caracas se habla de 130 muertos por cada 100 mil habitantes, la hace la ciudad más insegura de América Latina. Pero no se trata sólo de números, sino de una percepción colectiva que preocupa igual a toda la sociedad. La mayor parte de esta violencia recae sobre jóvenes menores de 25 años, varones de sectores populares, convirtiendo esta realidad no sólo en un grave problema social, sino en un problema de salud pública. Algunos operadores políticos piensan que a través del control de la información la percepción de inseguridad podría ser superada, pero la realidad del dolor de las madres de los barrios se impone. 

Muchos insisten en que el problema se funda en la pérdida de valores, en la destrucción de la familia, en la impotencia del sistema educativo para retener a los muchachos, en la LOPNA y su excesivo proteccionismo del niño y adolescente, otros lo achacan al capitalismo, al odio social exacerbado por la polarización política, a la pérdida de valores religiosos, etc. En los estudios hechos por la CONAREPOL se señaló la situación de corrupción de las policías nacionales, estadales y municipales. Muchos señalan la corrupción del sistema judicial, del sistema penitenciario o el sistema institucional del Estado en general.

Ciertamente que esos elementos son parte de las causas que han generado esta espiral de violencia que hoy vivimos, pero quisiéramos fijarnos en la relación entre el aumento del ingreso económico y la superación de la violencia. Para algunos la causa de la violencia es la pobreza y se entiende por la misma carencia o imposibilidad de acceso a bienes y servicios básicos para la vida. De ser cierto esto, como señalamos, la violencia ha debido ir disminuyendo. Pero no ha sido así. Luego no hay una relación inmediata entre aumento o disminución del ingreso y la violencia.

Cuando el ingreso no se traduce en mayor institucionalidad, equidad y real mejoramiento de las expectativas de futuro, cuando el aumento del ingreso no implica nuevas oportunidades de desarrollo para las personas en función de crecer en su autonomía, cuando éste no implica una mejor formación humana y técnica, y sobre todo cuando no hay oportunidades de trabajo productivo, como no las hay hoy en nuestro país, entonces el aumento del ingreso sólo implicará la búsqueda de cualquier mecanismo de apropiación, que a la larga lleva a la violencia.

En ese sentido la estructura rentística y monoproductora, que caracteriza nuestro modelo económico, promueve una sociedad en la cual el valor del trabajo, la creatividad, el esfuerzo, el ahorro, la disciplina, el mérito profesional o laboral y el estudio están minimizados o desestimados. Más bien parecen sobrevalorarse criterios como la lealtad al líder o jefe, la fidelidad al partido, o la capacidad de relación y conexiones, que al final (en su peor versión) se transforman en adulación, clientelismo político y corrupción, pues de todo ello depende que se pueda recibir parte de la renta.

Pero ésta no es la única vía. Existe la sensación colectiva que somos una sociedad que tiene una gigantesca riqueza a la cual cada uno tiene derecho. La percepción (muchas veces cierta) de que los sectores mejor ubicados en la sociedad (especialmente políticos) han cocinado fortunas con base a la expoliación del erario público y que la institucionalidad no es más que una máscara para encubrir dicho enriquecimiento; las odiosas y graves diferencias sociales existentes en el país; las escasas oportunidades de desarrollo que tienen los jóvenes de sectores populares; la invitación desenfrenada de la publicidad para la adquisición de bienes, dirigida especialmente a la población juvenil; el fracaso de la escuela como medio de igualación social, la impunidad galopante frente a los hechos delictivos e incluso al exaltación del malandro de barrio, han conducido a muchos jóvenes a hacerse con lo que piensan es su derecho con base al único medio del cual disponen: su fuerza. De allí que el camino sea la violencia.

Requerimos urgentemente una transformación de este modelo rentístico portuario dependiente para pasar a un modelo económico que valore la iniciativa, el desarrollo de nueva producción, la inversión, el trabajo responsable y productivo. Para ello se requiere aumentar la credibilidad en el Estado y en las demás instituciones, no su destrucción; se necesita certeza y legitimidad en materia legislativa, en particular en materia penal; decisiones judiciales más igualitarias, predecibles e ineludibles; el empoderamiento y control de la violencia por parte de la comunidad promoviendo la participación y creación de verdaderas oportunidades laborales para los sectores juveniles con reales expectativas de desarrollo y crecimiento a mediano y largo plazo.

Es toda la sociedad la que requiere darse cuenta que nos estamos jugando nuestra existencia en esa labor y el Estado debe hacerse consciente que es el instrumento de ese proyecto para poder llevarlo adelante. Es un problema que sólo es resoluble por vía del consenso nacional, tan desestimado por la actual administración y sus opositores. En ese sentido es bueno recordar que nuestra constitución prevé que “la educación y el trabajo son los procesos fundamentales para alcanzar dichos fines.” Pero nos preguntamos ¿Serán las leyes laborales y educativas frutos del dialogo, o de una nueva imposición que nos conducirá a un mayor nivel de violencia?

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