Editorial Sic 713. Abril 2009
El diálogo es hoy el clamor más sentido en Venezuela y lo más difícil de llevar a cabo. La imposibilidad actual de diálogo, al menos al nivel político institucionalizado, es la expresión más palpable de la impostergable necesidad que tenemos de llevarlo a cabo en todas las demás instancias, hasta hacerlo no sólo posible sino ineludible en el área política.
LAS DOS VENEZUELAS
Es cierto que hoy tenemos una conciencia ambiental de país fracturado, que no teníamos en la segunda mitad del siglo pasado. Pero eso no significa que la fractura la haya provocado el Presidente.
Sin duda que el Presidente la ha agudizado como modo de mantenerse en el poder ya que, al no ser el suyo un socialismo productivo, como el marxista, que pretendía legitimarse porque los trabajadores, altísimamente cualificados, se hacían cargo de la gestión de los medios de producción, aumentándola y redistribuyéndola, sino un socialismo mediático que, viviendo de la renta petrolera, basa su poder en gobernar para los que se someten a sus órdenes (“ordene, mi comandante”) y legitima esta entrega de todos a su voluntad, proponiéndose como la encarnación del pueblo y descalificando a los que no se le someten tildándolos de oligarcas y pitiyanquis. Él sabe que no dice verdad, porque es absurdo calificar de oligarcas al 45% de los venezolanos.
Esa mentira deliberada tiene algún fundamento de verdad. Es cierto que el siglo pasado concluyó con una profunda división entre ricos cada vez más ricos (según la expresión reiteradísima de Juan Pablo II) y pobres cada vez más pobres.
Durante la fase ascendente de la democracia se dieron mecanismos estructurales de ascenso social, fundamentalmente la educación a la altura del tiempo y el trabajo productivo especializado, que dotaban de contenido real a la democracia. En esa época todos los venezolanos caminábamos en la misma dirección ascendente, aunque unos lo hicieran en progresión geométrica y otros, aritmética. Pero desde 1979, el pueblo empezó a perder poder adquisitivo, mientras que los de arriba seguían haciendo negocios jugosísimos. En esas dos últimas décadas, los de arriba sacrificaron sistemáticamente al pueblo.
“Las dos Venezuelas”, así titulábamos nuestro editorial en febrero de 1988, un año antes del caracazo. “Las dos Venezuelas (decíamos) se siguen generando hoy. No son el residuo, en vías de superación, de una situación de antaño. EI mecanismo que las genera es el colonialismo interno. Los empresarios no pueden siquiera desarrollar lo que el capitalismo encierra de productividad y movilización social porque no consideran al pueblo parte de su misma gente aunque sin dinero y capacitación; los militares no pueden desarrollar unas FF.AA. modernas (sobre todo la Guardia y el Ejército) porque consideran a los soldados como ‘los del país’ vencidos antaño y sometidos perpetuamente; los partidos no pueden desarrollar programas en base a una militancia adulta porque cultivan el clientelismo y tratan a sus bases como ‘compañeritos’ sin derechos con quienes se llega a tratos vergonzantes; la institución eclesiástica no puede realizarse como pueblo de Dios porque considera al pueblo como receptores de sus servicios religiosos y no reconoce en ellos a creyentes que poseen su mismo Espíritu, que participan de la misma misión y por eso que poseen la Iglesia en propiedad ni más ni menos que ellos”.
Por eso, en la base del continuo hostigamiento de Hugo Chávez a los de arriba está el que, fuera de unos escasos cincuenta años en los que todos los venezolanos marchamos por la misma dirección ascendente, el resto de nuestra historia, incluidos los veinte últimos años del siglo pasado, estuvo marcada por la dualidad estructural entre los de arriba y los de abajo. En todo este tiempo los de arriba no plantearon ningún diálogo: ellos tenían que mandar y el pueblo que obedecer.
Pero si es crucial comprender la dificultad estructural del diálogo en nuestro país, que consiste en que fuera de menos de veinte años de democracia, no se ha dado ningún tipo de diálogo ni concertación, lo fundamental es que aceptemos también que la mera vuelta de la tortilla, no es ninguna solución sino que agudizará nuestros problemas y provocará nuevas reacciones, no menos estériles. Creemos que ya es hora de reconocernos unos a otros como pertenecientes al mismo conjunto que es Venezuela y más todavía como seres humanos distintos e igualmente dignos en cuanto personas.
RECONOCERNOS EN LA DIFERENCIA
Parece bastante claro que el Presidente no quiere dialogar sino ejecutar su proyecto, sea mediante la persuasión, la seducción o la imposición. También parece que podemos dar por supuesto que la mayoría de la oposición sí desea dialogar, aunque no sea tan claro precisar cuántos de ella lo quieren desde el reconocimiento de la actual correlación de fuerzas, en la que la mayoría la tiene el Presidente. Porque quienes no partan de este reconocimiento, en realidad no quieren dialogar, porque un diálogo verdadero sólo se puede establecer desde la realidad. También podemos convenir que la mayoría de la población resiente el clima de exclusión y de denigración constantes y anhela con toda el alma que pasemos a una situación en la que todos pongamos al país por delante, con sus potencialidades y con sus enormes problemas acumulados, que exigen el concurso de todos para hacerles frente de una manera superadora.
Para la mayoría en Venezuela no sobramos nadie, no hay nadie imprescindible y somos necesarios todos. Todos tenemos que ceder en algo, unos más y otros menos, pero todos tenemos que ceder y todos podemos salir ganando. Creemos que en esta mayoría se encuentran chavistas, antichavistas y otros muchos que desearían una alternativa que contuviese lo mejor de Chávez, es decir poner en el centro al pueblo, sin su estatismo, personalismo e ineficiencia y sin la corrupción e impunidad que tolera o propicia.
DIÁLOGO PARA ENTENDER Y ENTENDERSE
Diálogo no significa dejar de ser lo que se es. Pero sí implica serlo de modo abierto. Es decir, implica tener en cuenta que existen otros que tienen posturas distintas y que no puedo desconocerlos. Implica, por tanto, que tengo que componerme en alguna medida con ellos.
El mínimo exigible a cualquiera, para que se mantenga en su condición de persona, es que reconozca a los demás como personas, dignas como él y sujetas de derechos como él. Esto significa que, aunque se considere que se han cometido acciones indignas, hay que condenar esas acciones sin dejar de tratar con el respeto que se merece cualquiera por ser persona. Hay que acostumbrarse a analizar acciones y discutirlas, a centrarse, pues, en las acciones, dejando de lado la descalificación personal.
Si el reconocimiento de los otros es componente ineludible de la condición ética, si no se es persona, si sólo se reconoce a los propios, si no se es hijo de Dios, si se borra del corazón a los distintos, entonces seremos los primeros perjudicados por negarnos al diálogo, además de contribuir a hacer inviable la vida cualitativamente humana.
Un punto crucial del diálogo es que debe conjugar el reconocimiento de las personas con el procesamiento de la realidad. No basta con que nos entendamos entre nosotros, ni con que entendamos los problemas del mismo modo. Es indispensable que nos entendamos entre nosotros al acometer los problemas en conjunto. Dicho gráficamente, debe propiciarse el entender y entenderse.
Sólo poniendo la realidad por delante en toda su complejidad, comprenderemos la inevitabilidad del diálogo. En efecto, los problemas que se acumulan sin que llevemos camino de resolverlos son tan abrumadores, que todas nuestras capacidades combinadas resultan insuficientes. Mucho menos los resolveremos si nos desconocemos.
Pero además tenemos que vivir, y vivir en el mismo espacio es ineludiblemente convivir. La vida se convierte en un infierno si nos desconocemos y hostilizamos, si ni en la familia ni entre los vecinos podemos hablar en paz, si no ponemos por delante lo que nos une y nuestra decisión inquebrantable de respetarnos activamente.