Editorial Revista Sic 741. Enero-febrero, 2012
Para nosotros la celebración de los cincuenta años de la inauguración del Concilio Vaticano II es motivo de inmensa alegría y agradecimiento. La causa es que el camino que él alumbró es el que nos ha permitido seguir siendo cristianos. El horizonte que trazó sigue siendo aquel en el que caminamos y los cauces que arbitró nos han posibilitado vivirlo con alegría. Más aún, confesamos que serán precisas muchas generaciones creativas y generosas para que se trasforme en cotidianidad en nuestras iglesias.
Él respondió a nuestras mejores inquietudes y nos despertó muchas otras. Para nosotros el Concilio significó la posibilidad de vivir con coherencia nuestro cristianismo en el corazón de nuestra época, incluso la exigencia de vivirla con responsabilidad, y la luz y la fuerza para llevarlo a cabo.
Para poner de relieve su trascendencia vamos a exponer las líneas maestras del Concilio que constituyen también los ejes de nuestra existencia.
Nosotros éramos, sin duda, cristianos; nuestra fe giraba alrededor de Jesucristo. Él era el resucitado con el que nos conectábamos a través de la oración, las devociones y sobre todo la eucaristía. Rememorábamos su vida siguiendo el ciclo litúrgico, sobre todo, en los tiempos fuertes de Navidad y Semana Santa. También leíamos vidas de Jesús. Pero, al no ser los evangelios el pan diario en el que nutrir nuestra fe, desconocíamos en gran medida a Jesús de Nazaret y por eso no teníamos conocimiento pormenorizado del Reino que proclamó y para el que vivió. El Concilio, al centrar la revelación, no en la comunicación de verdades inaccesibles a la razón sino en la autocomunicación de Dios, que culmina en la encarnación de su Hijo, redescubrió que la Biblia, que narra esa historia de Dios con los seres humanos, sobre todo los evangelios, que cuentan desde la luz de la Pascua la historia de Jesús, son la fuente de la vida cristiana. De ellos sacamos el seguimiento de Jesús como la forma primordial de ser cristiano. A partir del seguimiento hemos renovado todos los demás aspectos de nuestra vida cristiana.
Ésta es la buena nueva del Concilio. ¿Podemos decir que a todos los cristianos se nos ha presentado ese Jesús de Nazaret y que él da el tono a la existencia cristiana? ¿No tendríamos que decir, por el contrario, que Jesús vuelve a quedar sepultado por doctrinas, prescripciones y ritos y que el Jesús que se presenta no es el de Nazaret sino otro intimista, no sacado de los evangelios, proyección de nuestras necesidades y deseos?
El Dios de nuestros padres
Por Jesús hemos conocido a Dios que no es el Dios omnipotente y eterno de la liturgia romana sino el Padre de nuestro Señor Jesucristo, un Dios enteramente bueno. No el Dios de los dioses y el Señor de los señores, el que corona las jerarquías sociales trascendiéndolas, sino el que da vida a los muertos y llama a la existencia a lo que no existe, el que hace salir el sol sobre buenos y malos, el que no se puede componer con el dinero, porque no se puede servir a dos señores. Un Dios alejado del rigorismo moral que nos inculcaron, pero que reclama una radicalidad mucho más exigente: ponerse en sus manos y no en las del poder o del dinero, y entregarse a su designio, en vez de pedirle ayuda para hacer el nuestro.
Este Padre de nuestro Señor Jesucristo es el que redescubrió el Concilio a la luz de la Palabra de Dios y nos lo entregó como fuente de vida verdadera. ¿Resulta tan palpable que ése es el Dios que trasmitimos los cristianos? ¿No lo hemos empequeñecido a la medida de nuestros intereses institucionales y de nuestros traumas? ¿No sigue siendo verdad esa observación del Concilio de que bastantes ateos rechazan el dios falso que les hemos presentado los cristianos?
El pueblo de Dios
Jesús nos llevó a redescubrir la Iglesia como ese grupo de condiscípulos, reunidos por el Maestro y cuya única posibilidad de unión estribaba en que la condición de discípulos y condiscípulos llevara la voz cantante y modulara las peculiaridades de cada uno para que contribuyeran al bien del conjunto. El Maestro los había convocado porque sólo una fraternidad puede ser la portadora de una propuesta de fraternidad. Si en definitiva se trataba de reunir en la unidad a los hijos de Dios que estaban dispersos, la fraternidad tenía que ser en torno al vínculo trascendente del propio Jesús y de su Espíritu. La Iglesia que antecedió al Vaticano II había absolutizado a la jerarquía. En el esquema que había compuesto la curia romana sobre la Iglesia, la identificaba con la jerarquía. El esquema fue desechado y en su lugar se puso al pueblo de Dios. Lo propio del pueblo de Dios es llevarnos mutuamente en nuestra fe, en nuestro amor fraterno y en nuestra vida cristiana. Luego vienen los servicios y carismas, importantísimos, siempre que se llevan a cabo de ese modo fraterno y horizontal.
En estas comunidades nos iniciamos y en estas comunidades vivimos. Y por eso vivimos con alegría nuestro ser cristiano. Pero no pocas de nuestras iglesias ¿tienen, en verdad, la figura de comunidades de condiscípulos que se enseñan mutuamente, que se ayudan unos a otros, que se edifican, que se soportan, que se estimulan, que se corrigen, en definitiva, que se aman como hermanas y hermanos en Cristo? ¿No parecería, por el contrario, que cada día son menos deliberantes porque nuevamente la institución eclesiástica piensa que ella es propiamente la Iglesia y que los demás sólo tienen el derecho de ser apacentados por sus pastores?
El dictado de la propia conciencia
La declaración sobre libertad religiosa, que comienza significativamente hablando de la dignidad humana, no fue fácil de aprobar. Era notorio que la institución eclesiástica se había opuesto a las libertades modernas y había recalcado la obediencia no deliberante a las autoridades, actitud incompatible con la genuina democracia. Por eso el Concilio tuvo la gallardía de reconocer que ese fermento evangélico que alentó a la humanidad no siempre tuvo cabida en ella y que sólo lo llegó a ver cuando los tiempos estuvieron maduros por la obediencia al Espíritu de muchos que no pertenecían a la Iglesia. La Iglesia, pues, no sólo madre y maestra, sino receptora humilde de las riquezas de la humanidad.
Por eso, en contra de su postura de que sólo la verdad tiene derechos, proclama que también la conciencia invenciblemente errónea tiene la obligación de seguir sus dictados porque la conciencia es la última instancia para cada ser humano. Por eso también, la obligación de formarla, no sólo por la investigación propia sino por el diálogo con los demás y en concreto, como aporte específico de la Iglesia, por la vida de Jesús, parámetro de humanidad.
Pero tal vez el giro que puede sintetizar todo lo dicho es el paso del axioma fuera de la Iglesia no hay salvación, a este otro: fuera de la humanidad no hay salvación, o, en su versión latinoamericana, mucho más exigente y evangélica, fuera de los pobres no hay salvación. De considerar que el mundo estaba perdido y de salvarse un resto de entre la masa perdida, al compromiso absoluto porque toda la humanidad llegue a puerto. Esa solidaridad de la Iglesia con toda la humanidad, consecuencia de la solidaridad absoluta de Dios con ella, es la buena nueva del Concilio para el mundo. Pero esta solidaridad exige no adaptarse al orden establecido. Si lo hace, es la sal que ha perdido el sabor y no sirve para nada. El mayor signo de trascendencia es la solidaridad con los pobres y desde ellos con todos.
Más allá de las campañas
El año que iniciamos está marcado por las elecciones primarias de la oposición y las presidenciales. Nada nuevo porque los actores políticos pasaron buena parte de 2011 preparando estas elecciones y cuadrando candidatos a cargos. Junto con la enfermedad del Presidente, las elecciones han marcado tácticas y estrategias.
Pesa una atmósfera de incertidumbre; tanto para el Gobierno como para la oposición, se trata de ganar unas elecciones que consideran definitivas para el país.
En los medios se dice que el país se juega la salvación o la condena, de tal manera que toda la vida económica, social y cultural solo cuenta en tanto elementos de campaña. El empleo, la seguridad y la salud constituyen de nuevo una suerte de acto de fe, promesa del paraíso para después del 7 de octubre. Así, la supervivencia en la vida cotidiana de las grandes mayorías se sujeta al voto. Pero algunas élites olvidan que al voto se llega después de un largo proceso en el que la gente que padece todos estos problemas reclama acompañamiento, cercanía, propuestas.
El consuelo a familiares de las víctimas de la violencia; el dolor ante tantas muertes en vano no se resuelve en un solo acto, por trascendente que parezca.
El trabajo político requiere que se respete y se escuche al más desvalido, si se quiere que estas elecciones no terminen siendo más de lo mismo. Los actores de la política actúan, sin embargo, como si no hubiese tiempo ni condiciones para superar los discursos electorales vigentes. ¿Serán estas elecciones, o cadena de elecciones, apenas un ritual para imponer un destino como si fuera inexorable?
Hace falta profundizar la reflexión política y hace falta otro tipo de convocatoria. Es decir, no se trata de cómo se van a ganar las próximas elecciones sino cuáles son las instituciones que le garantizarían a la sociedad generar individuos autónomos. Lo que vemos son grupos de operadores políticos que se aprestan para un capítulo más de la lucha por el poder.
Por supuesto: el año electoral es complejo y el tono de estas elecciones no es gratuito. Este Gobierno tiene mucho que perder y por esto quiere hacer ver que, perdiendo el poder, lo pierde la gente de a pie.
Por otro lado, la oposición promete que asumiendo el poder, lo ganará el país. En ambos casos se excluye la paciente constitución del sujeto popular como protagonista de un proyecto político que supere lo establecido.
En todo caso, en este clima de fin de mundo, debe recordarse el valor de la convivencia dentro de los antagonismos políticos; que no prive, entonces, la violencia ni la descalificación del otro; que la palabra razonada gane terreno. A estas alturas ya sabemos que los extremos que han caracterizado los discursos políticos no convienen porque contribuyen a la polarización que tanto daño ha hecho. Los tonos tremendistas no ayudan porque suscitan angustias y temores que no contribuyen con el discernimiento y la formación de un criterio personal y autónomo para elegir.
Los resultados del 7 de octubre no son la antesala del cielo o del infierno. Hay y habrá mucho que hacer y estará en manos de los venezolanos concretarlo. Mientras las campañas electorales remozan sus promesas, la vida continúa. La gente sale a trabajar, se encomienda al Dios de la vida esperando que no lo roben ni lo maten y le pide salud para seguir luchando por un país mejor.