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Dios o ídolo: consecuencias

La creación de Adán. Miguel Ángel. (1511)

Por Pedro Trigo, s.j

Creo que para los Evangelios y, consiguientemente para nosotros los cristianos, la fuente principal de la idolatría es considerar a dios como la proyección sublimada de los que están arriba en el orden establecido. La sublimación tiene tres aspectos: el primero, que el poder de dios consiste en imponerse sobre todos a las buenas o a las malas; preferiría que fuera a las buenas, pero si no hacemos caso se impondrá a las malas. El segundo, que dios no sólo es el más alto de todos, sino que su altura es absoluta y por eso completamente inalcanzable. Tiene más poder que todos los poderosos juntos y por eso acabará siempre imponiéndose. El tercer aspecto es que emplea su poder únicamente para nuestro bien. Él no necesita nada y si lo necesitara no tendría que obtenerlo de nosotros: él mismo se lo podría conseguir. Sólo busca nuestro bien y al final lo logrará, imponiéndose sobre los malos, si es preciso.

Esta noción de dios está a la base del desencuentro hasta el fin de Jesús con sus apóstoles. Y también está a la base de la reticencia de la institución eclesiástica establecida de ir a los Evangelios. También sigue siendo la imagen de la mayoría de los que se profesan cristianos, y no pocos que han dejado de creer también lo han hecho desde esta imagen de dios, que para Jesús y para nosotros es idolátrica. Es decir, que, como es mera proyección, ese dios no existe.

Comencemos con los apóstoles, ya que su actitud nos aclara la que ha persistido en el cristianismo y está presente en otras religiones y es también la que han negado muchos que se confiesan ateos. Para los apóstoles, Jesús era el Mesías: el ungido con el Espíritu de Dios, no un ungido más sino el ungido definitivo y trascendente. Por eso para ellos tenía un poder imbatible con el que sometería a los romanos y a los judíos colaboracionistas e instauraría el reino de los santos de Dios. Por eso, después de haber sido proclamado Mesías por Pedro, él les dice que el Hijo del Hombre va a ser entregado a los jefes que lo van a matar y su Padre lo va a resucitar, Pedro se lo lleva aparte y lo reprende porque entiende esa declaración como falta de fe y le asegura que no le puede pasar eso porque Dios no lo puede permitir (Mc 8,29-32). El razonamiento de Pedro es que, si alguien somete al ungido con el Espíritu, que es el poder de Dios, tiene más poder que Dios, lo que es imposible, porque “¿quién como Dios?” (Ex 15,11; Sal 35,10; 71,19; 89,6; 113,5; Is 44,7; Jr 50,44).

Hay que hacer notar que lo que les dice Jesús es ciertamente dramático, pero no trágico porque él les asegura que su Padre lo va a resucitar. Pero ni Pedro ni el resto de los apóstoles creen en la resurrección (Mc 9,10; Jn 20,9). Por eso lo que augura Jesús sobre su destino les suena a derrotismo total. Eso mismo les vuelve a repetir y ellos se quedan callados, pero tan no lo aceptan que se ponen a discutir quién de ellos era el mayor (Mc 9,30-35).

En la misma onda va la petición de los hermanos Santiago y Juan que le piden que cuando establezca su reino ellos se sienten uno a su derecha y otro a su izquierda, como si dijéramos uno ministro de Hacienda y otro del Interior. Los demás se ponen furiosos con los hermanos porque todos aspiran a lo mismo. Él les dice que los jefes de las naciones las tiranizan y los poderosos oprimen, pero ellos, nada de eso: el que quiera ser el mayor que se haga el servidor de todos, como él, que no ha venido a ser servido sino a servir (Mc 10,35-45). Pero ellos siguen en su idea de Mesías imbatible, basados en su idea de dios.

Por eso, cuando Jesús entra en Jerusalén rodeado de decenas de miles de peregrinos y expulsa a los que vendían animales para los sacrificios, derriba la mesa de los que cambiaban el dinero idolátrico romano por el dinero del templo y las autoridades no se atreven a arrestarlo; y cuando una comisión del sanedrín lo emplaza judicialmente, pero él les tapa la boca y habla todos los días en el templo ante miles saliendo victorioso de las trampas que le tienden para agarrarlo en alguna palabra impropia y ven cómo el gentío disfrutaba escuchándolo, piensan que de un momento a otro ostentará su poder para expulsar a los ocupantes e instaurar el reino de Dios (cf Lc 24,21a).

En la Cena de despedida les hace notar que está entre ellos, no arriba, sino como el que sirve; más aún, les lava los pies a todos y les asegura que les ha lavado a todos porque ha salido de Dios y es el Señor, y que a ellos les basta con lavárselos unos a otros porque no llegan a tanto (Jn 13,1-14). Es decir, que la señal de que viene de Dios es que sirve a todos, en eso consiste su poder; ellos, como solo son sus discípulos, solo tienen capacidad para servirse unos a otros.

Para Jesús, pues, Dios es aquel que sirve a todos y a quien nadie puede servir. Nos crea y nos sirve con el poder infinito de su amor. Y el amor puede dar vida y hacer crecer y rehabilitarla, pero no puede ni quiere imponerse a la fuerza. En ese sentido, mientras no cambiemos nuestra idea de omnipotencia, que para la mayoría es la capacidad y voluntad de imponerse a las buenas o a las malas, no podemos llamar al Dios cristiano omnipotente o todopoderoso, porque como ese Dios es amor infinito, pero únicamente amor, no puede imponerse sobre nadie.

Los apóstoles no le hacen caso porque en el fondo no quieren cambiar su idea de Dios. Por eso, cuando poco después lo arrestan sin oponer resistencia y desautoriza al que pretende defenderlo con las armas (Lc 22,49-40), lo abandonan. No lo abandonan sólo por miedo a morir sino, más en el fondo, porque se han quedado completamente desilusionados y desorientados respecto de su jefe. Es lo que expresan los dos discípulos que regresan a su pueblo porque piensan que lo de Jesús fue una ilusión. Eso es lo que le dicen al supuesto caminante que se les empareja y les pregunta por qué están tan tristes. Le dicen que Jesús era un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo y por eso ellos esperaban que él liberaría al pueblo de los romanos; pero en vez de eso son los romanos los que lo han crucificado. Como se ve, el único atributo que reconocen de Jesús y que lo acredita como su enviado es el poder, que en definitiva es el poder de imponerse; un poder que en definitiva no tuvo.

Ahora bien, era imprescindible ese desengaño para que cuando se les presente recreado por su Padre, al ver su gloria, puedan reconocer que su pasión y muerte no fue una derrota porque tuvo la libertad de vivirla desde su congruencia personal y por eso mientras se consumía se consumaba humanamente.

En ese sentido la inscripción de la cruz que publicita la sentencia, aunque en su tenor literal es falsa, porque Jesús nunca pretendió ser un jefe político y eso es lo que significaba rey de los judíos, en el fondo sí era verdadera, porque la autoridad que mostró sí era más incompatible con el señorío absoluto que pretendía el emperador que el poder de un rebelde provinciano a quien las legiones podían someter fácilmente. Así se lo hizo notar el propio Jesús a Pilato, que en el careo con el reo para cerciorarse de la acusación le hizo ver que estaba maniatado ante él porque no era rey como los reyes de este mundo, porque si lo fuera, su guardia personal habría luchado para no caer en manos de la guardia del templo; pero él no es rey de esa manera (Jn 18,33-36).

Preguntado nuevamente cómo es su reinado, él le responde que no tiene súbditos, es decir, gente sometida a la fuerza, sino únicamente seguidores voluntarios: el que está por la verdad escucha su voz. Pilato le pregunta qué es la verdad, pero no quiere complicarse. Da por concluido el asunto y sale declarando a sus acusadores que no ha encontrado delito en él (Jn 18,37-38).

Así pues, Jesús, como se tiene por el enviado plenipotenciario de Dios, tiene poder para dar vida, para humanizar, para instaurar la fraternidad de las hijas e hijos de Dios, pero no para imponerse a la fuerza. La apuesta de Jesús es que su Padre, que es amor infinito, y no los poderosos que se imponen a la fuerza, tendrá la última palabra en su vida y en la de todos, porque el amor es más fuerte que la muerte (Cant 8,5).

Por eso la absolutización del poder que da la técnica, la organización, la riqueza y las armas, es decir, emplear ese poder no para que todos tengan vida y que la tengan como sujetos activos y mancomunados —en definitiva como hermanas y hermanos—, sino para adquirir predominio sobre los demás, colocándose por encima de ellos y orientando los recursos para su provecho individual y corporativo, degrada a esos seres humanos a la condición de ídolos.

¿Por qué los degrada? Porque les impide orientar sus dotes y su responsabilidad para relacionarse con los demás de modo horizontal, libre, gratuito y abierto, que es lo que nos hace personas.

¿Por qué los llamamos ídolos? Porque se asumen tendencialmente como los más arriba de todos, como más allá del bien y del mal, atenidos a su voluntad, como piensan ellos que es dios, sin percatarse de que ese dios no existe y que esa proyección de sus anhelos no hace justicia ni a la realidad de Dios ni a la realidad humana, ni a la realidad que existe y busca desarrollarse. Por eso, al hacerse ídolos se vacían humanamente y al atropellar a la realidad causan estragos.

Actualmente, la humanidad ha adquirido tanto poder que puede perfeccionar, de modo modesto, pero real, a la realidad de la que forma parte. Pero, en vez de eso, ha roto el equilibrio ecológico y lleva el camino de acabar con la vida humana. Esto es así porque su absolutización entraña tal desconocimiento de su realidad que no se reconoce ni como hijo ni como hermano y ni siquiera como “terreno de la tierra” (adam adamá, en hebreo: Gn 2,7) y por eso la explota como si fuera una mera cantera de recursos, sin percatarse de que pertenece a ella, que como terreno necesita de una proporción constante entre el oxígeno y el nitrógeno en la atmósfera, necesita que la presión, temperatura, luz y humedad se mantengan dentro de unos límites determinados. Pero más que eso, ha dejado de experimentar el misterio de la vida del que forma parte, de admirarse y sobrecogerse de él (Mc 4,26-29) y de disfrutar de esa vida compartida. Vive en lo que hace y su disfrute es el consumo y la ostentación de su poder, y no la participación y comunión.

Y cree insensatamente que esa vida es superior a la pertenencia responsable a la tierra y a la humanidad. Cree equivocadamente que eso es vivir un poco como dios, sin darse cuenta de que ese dios no existe. Que Dios no crea con su inteligencia y su poder, como la causalidad eficiente, como un carpintero hace una mesa, sino que es su relación constante de amor la que pone en la existencia a seres que no nacen de sí y los mantiene ante sí, libres de sí.

De este modo, creerse como dioses es desrealizarse, porque no hace justicia ni al ser del único Dios que existe ni a su propia realidad ni a la realidad en la que estamos entrañados y de la que se nos pide responsabilizarnos. Por eso ese afán de suscitar las poderosidades de la realidad por la fascinación de sentirlas lleva a probarlo todo desordenadamente de manera que la realidad se sale de cauce y se provocan catástrofes.Y el afán de tener siempre más y acaparar lleva también a hipotecarse a las cosas y perder el cultivo propiamente humano con la responsabilidad consiguiente, que conlleva la entrega de nosotros mismos que nos humaniza.

Estoy convencido de que el aviso de la catástrofe no la detendrá. Sólo cambiaremos de rumbo si llegamos a comprender y aceptar que nos estamos deshumanizando. Sólo si vivimos haciendo justicia a la realidad y no haciendo lo que nos da la gana, más allá del bien y del mal, podrá volverse a recomponer el equilibrio ecológico y viviremos como terrenos de la tierra con alegría, gustando el misterio de la vida y responsabilizándonos de ella.

Pero si seguimos creyendo que somos individuos y que cada uno corre en la vida por su carril y nadie tiene que culpar ni agradecer a nadie de su fracaso o de su triunfo porque son cosas que se labra exclusivamente cada uno; si seguimos pensando que cada quien está atenido a sí mismo, a lo que decida hacer consigo mismo y que eso depende exclusivamente de cada uno porque no existe la realidad, esa red inextricable de relaciones de la que formamos parte, esa absolutización del propio ser individual, desconociendo nuestra pertenencia a la tierra y a la humanidad y nuestra responsabilidad con ellas, es para nosotros la idolatría que nos deshumaniza y nos está llevando a la catástrofe ecológica y al humanicidio. La advertencia de la catástrofe, repito, no la detendrá. Sólo si volvemos sobre nosotros mismos y hacemos justicia a nuestra realidad y a la realidad de la que hacemos parte y de la que tenemos que responsabilizarnos, solo si aceptamos que estamos deshumanizados y nos proponemos rehumanizarnos, pero lo ponemos por obra consecuentemente, se revertirá la marcha hacia la catástrofe, se recompondrá el equilibrio y nos asumiremos gustosamente como terrenos de la tierra y como corresponsables de ella y de la humanidad y, en definitiva, como hermanos e hijos.

Ésta es la relación entre la idolatría y la catástrofe socioambiental.


Nota:

1. Como les dijo la serpiente a Adán y Eva: “serán como dioses” (Gn 3,5)

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