Por Cardenal Baltazar Porras Cardozo
No encuentro palabras para expresar a nombre de mi familia los centenares de acuerdos y recuerdos con motivo de la muerte de mi mamá Blanca Luz. Al dolor de la separación surge como un huracán la fuerza transformadora de la fe cristiana que nos lleva a sentir en carne propia que somos aves de paso por esta tierra para llegar al regazo del creador. Pero la eternidad se construye desde la fragilidad de la existencia que tiene sentido cuando el amor a Dios se convierte en mandamiento de servicio al prójimo, desinteresadamente, sin más premio que el constatar que la actitud samaritana, la de estar atento a lo que pasa a nuestro lado, en la periferia de nuestras preocupaciones, es el verdadero centro desde el que debemos otear el horizonte.
Los hijos siempre somos hijos, pequeños, necesitados del calor de nuestros padres, para quienes siempre somos niños, considerados así, aunque estemos cargados de años. La mejor herencia de mi madre fue su temple de cristiana recia, recta hasta el extremo, consigo misma y con los suyos. Nunca faltó la reprimenda, mejor el reclamo tierno pero serio que exigía orden y concierto. Todo en orden. Había que dar cuenta hasta de lo más mínimo, pero con ese candor que hacía del reclamo un aviso de lo que debíamos hacer. No importaba la circunstancia. En el día de mi cardenalato, le dijo al Papa Francisco que estaba muy contenta por lo que había hecho con su hijo, pero que le dijera algo porque era muy desobediente. Con el fino humor que lo caracteriza, el Papa Bergoglio le replicó: Qué lástima, me lo dijo muy tarde. Fue y le dio un abrazo y un beso en la frente y le obsequió un rosario que desgranó miles de veces, orando por los sacerdotes del mundo entero.
Quienes la conocieron y trataron, constataron su temperamento, su infatigable afán de servir a los más necesitados que ella. Sin riquezas, no dejaba de repartir lo que tenía, no solo con los suyos sino con todo el que tocara a su puerta. Me pedía le trajera abundante comida y verduras de los Andes para hacer pequeños paquetes para la gente que recurría a ella. Lo que quedaba en casa era poco, pero no importaba. Se preparó a bien morir desde hacía tiempo. En los últimos meses, cuando empezaron a fallarle las fuerzas físicas, porque su lucidez no la perdió sino a última hora, cuando se apagó su mente y como una velita se fue extinguiendo, me pedía le rezara en voz alta y despacio la oración a San José para la buena muerte. Sus exequias se hicieron conforme lo había planificado: sin boato, con el vestido que había escogido como mortaja, con la orden de que la cremaran, indicando la iglesia donde deseaba reposaran sus cenizas.
Quiero recordarla, mejor hacerla presente en mi memoria con la imagen de su belleza juvenil expresada por su abuela Malola (mamá Dolores) en unos versos que le escribió cuando cumplió los quince años: “Blanca como esta página es el nombre de mi nieta, humilde, casta y sincera, imitando una violeta. Nítida como su nombre es la página en que escribo y azules como sus ojos los sentimientos que inspira. Azules como sus ojos son las riberas del mar y rubios son sus cabellos y sus labios de coral. En su espalda de doncella, dos lindas trenzas tejidas como el oro de Guayana el color que lo define, y blancas tienes las manos, y blancos tienes los pies. Blanca te bautizaron y así mismo te copié”.
Los muchos novenarios que se están celebrando en estos días son incienso oloroso que se eleva ante el Altísimo para que sea intercesora por todos los que oraba día a día, en interminable letanía en la que nadie quedaba fuera, ni los pobres, ni los sacerdotes, ni los familiares y los que no tenían quien les rezara. Gracias a todos los que me, -nos-, han hecho crecer la auténtica esperanza cristiana, bálsamo en la pena y vigoroso ungüento para el camino de la vida, con su cercanía afectiva y su generosa presencia. Descansa en paz, querida mamá Blanca Luz.
Fuente: Arzobispado de Caracas | Oficina de Información