Por Juan Salvador Pérez
La tradición les otorga los siguientes nombres de pila: Dimas y Gestas.
Gestas suele estar representado en el arte siempre con expresión dura, de hombre malo, ceño fruncido, molesto. A Dimas, en cambio, le dan un semblante distinto, más suave, una mirada casi dulce, más bien calmada, del hombre que encuentra paz en los últimos momentos de la vida.
Ambos corren la misma suerte a manos de las leyes romanas: morir crucificados, en el mismo lugar (el Gólgota) y en el mismo día que otro hombre que para ellos quizás resultaba un desconocido.
Este hombre no es como ellos, no actúa como ellos. Recibe igual paliza, vejación, golpes, escupitajos, insultos, burlas de parte de sus verdugos. Pero calla, lo lleva en silencio, no se queja, no pide piedad, no suplica, no llora, no maldice. Acaso por ello recibe más castigo, el ensañamiento resulta mayor con aquel hombre todo roto que aguanta, y aguanta, y aguanta.
Dimas comienza a ver algo distinto en ese galileo, no sabe qué es, no sabe quién es. Pero se conmueve ante aquella conducta. ¿Cómo puede mantenerse así, en esa especie de paz?
Las burlas y la maldad de los verdugos se enfilan contra el hombre manso. Es más fácil, más divertido, más cruel, más de tipos rudos ver sufrir al débil, al que no se opone.
Algo en Dimas se activa en su interior, no sabe por qué. Revelación: lo definirá más tarde la teología. Ya no es simplemente que se siente conmovido. De pronto ha comenzado a admirar la conducta de ese hombre. El mensaje que transmite sin decir ni una palabra es tremendamente poderoso, inspirador.
La hora llega. Salen en marcha al Gólgota, en el camino Dimas y Gestas van delante, el otro hombre va detrás de ellos, más lento, sufrió más en la víspera.
Al llegar al lugar, los tres reos son despojados de la poca ropa que llevaban puesta. Los cuelgan de sus cruces, y allí les dejan para que mueran. En el madero de aquel hombre todo roto, colocaron con sorna un letrero: “Este es el rey de los judíos”.
Gestas, desde su cruz, lleno de rabia, de ira, de dolor, lee aquel letrero y le increpa aquel hombre: “¿No eres tú él hijo de Dios? Sálvate y sálvanos”.
No recibe respuesta. Solo una mirada.
Dimas de pronto comprende (sin comprender) por fin qué es lo que pasa. Reprocha y manda a callar a Gestas… Y desde su cruz, lleno de una paz y de calma que nunca había sentido, alcanza a decirle al hombre roto: “Acuérdate de mí…”