Piero Trepiccione*
El mecanismo empleado por muchos gobiernos en el mundo, especialmente aquellos que dependen de ingresos externos en divisas para soportar sus gastos internos, ha sido con mucha frecuencia la devaluación. Con este mecanismo, el gobierno rápidamente obtiene mayores ingresos en moneda nacional al cambiar por un valor nominal superior (equivalente al porcentaje de la devaluación) las mismas divisas que viene recibiendo producto de sus exportaciones (que siguen siendo las mismas en cuanto a unidades de producción). Con estos nuevos ingresos en moneda nacional producto de la operación cambiaria se logran cubrir los compromisos internos adquiridos en moneda nacional más fácilmente; pero las consecuencias no se hacen esperar.
Con la inyección de más dinero en la economía local y con la pérdida de capacidad adquisitiva (especialmente para los asalariados) se presenta el llamado “fenómeno inflacionario” que golpea severamente el modo de vida de la población como si sufriera un pesado impuesto que va directamente relacionado con el valor de la moneda. Como vemos, la devaluación facilita la toma de decisiones económicas para los gobiernos. Les resuelve sus problemas de flujo de liquidez y pueden atender las demandas de incrementos salariales que exigen los empleados públicos sin diseñar una política económica compleja que ataque las profundidades del problema. Vale decir, la devaluación es como aquellas medicinas que recomiendan “rápido y fácil” para el dolor de cabeza sin que atiendan realmente lo que lo produce.
Es allí donde surge la directa y perversa relación con la política. Cada vez que un gobierno utiliza el mecanismo de la devaluación más personas se van incorporando a la franja por debajo de la llamada línea de la pobreza. Cada devaluación se convierte en una fábrica de pobres que –si bien no afecta al sistema político en el corto plazo- lo va socavando paulatinamente hasta que estallan diferentes factores que se conjugan para producir especies de “puntos de quiebre” con consecuencias nefastas en lo económico, político y social.
Ya en Venezuela, por ejemplo, vivimos esta película. Durante las décadas de los ochenta y noventa, los gobiernos recurrieron con mucha insistencia a la devaluación y fueron potenciando condiciones para el “caracazo” de 1989 y el descalabro del sistema político en diciembre de 1998. Es un proceso lento –eso si, traumático- que debilita la capacidad de respuesta del Estado a las demandas ciudadanas al propio tiempo que va minando las condiciones de vida de las grandes mayorías. Usar o estimular la devaluación como herramienta de caja chica para resolver las urgencias desconociendo las importancias de la gestión pública es un arma de doble filo, que más temprano que tarde incidirá en el funcionamiento normal del sistema político.
Por eso la relación perversa entre devaluación y política ha estado condenada siempre ha producir desequilibrios severos en el balance social y democrático. Por eso es inevitable advertir que los gobiernos deben aprender a manejar los presupuestos públicos sin recurrir a los déficits. Es decir, deben aprender de una vez por todas, a ser buenos administradores de los fondos públicos para que no se repita la historia, o la película eterna de la necesidad de sembrar el petróleo para no sufrir en las épocas de vacas flacas…
*Director del Centro Gumilla Barquisimeto.