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Democracia: diligencia y paciencia

Foto 1_ EFE_Juan Carlos Hidalgo

La insatisfacción con la democracia es una realidad de tal generalidad e intensidad que no puede ignorarse, y de tal complejidad que es rebelde a las respuestas fáciles. Las noticias sobre el retroceso de los gobiernos democráticos alrededor del mundo dejan ver una realidad que invita a reflexionar sobre los principios fundamentales para su consecución y la necesaria educación cívica para su permanencia

Por Ramón Guillermo Aveledo*

La reciente elección general sueca trae noticias tan impactantes como reveladoras. Con una plataforma ultranacionalista, euroescéptica y antiinmigrantes, la opción más a la derecha del espectro, los Sverigedemokraterna SD, crecieron al punto de convertirse en el segundo partido detrás de los socialdemócratas, sobrepasando a los moderados, al centro, a demócrata cristianos y liberales. Los eventuales socios de una coalición con el SAP, la izquierda y los verdes no hacen mayoría, menos aún la completaría un acuerdo natural de moderados, centristas, democristianos y liberales. Así que la opción populista de derecha podrá ser socia principal de gobierno, aunque no lo presidiera, o liderará la oposición.

Ese incremento en el apoyo populista de signo antipolítico indica que muchos suecos están muy inconformes. Pero Suecia es considerada un modelo de convivencia y progreso. Su nivel de vida es de los mejores. Es décima segunda en PIB per cápita y séptima en el Índice de Desarrollo Humano que combina expectativa de vida con nivel educativo. Sus sistemas educativos, sanitarios y de seguridad social son referencias mundiales. Su democracia es reconocida en la categoría máxima según todos los indicadores respetados como el de The Economist, por encima de la británica, la estadounidense y la mayoría de las europeas.

La noticia introductoria, más larga de lo previsto, se explica como un llamado a prevenirnos ante esos simplismos que conducen a relaciones automáticas de causa-efecto.

En The twilight of democracy, Anne Applebaum analiza la ausencia de un debate común en las democracias, aún las más avanzadas. Ya no se trata de diferentes opiniones sino de “hechos diferentes” porque toda neutralidad es puesta en duda cuando “La ira se hace hábito. La división se convierte en normal”, cada vez más, la conversación es más distante e impersonal, el acceso a la información más fragmentado en parcelas que frecuentemente son eco de nuestras emociones e impregnada de iracundos discursos en las redes.

Votar, hacer campaña, formar coaliciones, “…parece retrógrado en un mundo donde las otras cosas ocurren tan rápidamente”, observa esa autora. Ese y no otro es el reto principal de la democracia en nuestro tiempo, porque debe producir soluciones y dar respuestas a sociedades dominadas por las emociones. Las opciones autoritarias son más sencillas y expeditas, pero sobre todo más injustas y mucho menos eficaces, porque al barrer los problemas bajo la alfombra de la censura no los resuelven, los acumulan. Y como se trata de materia orgánica se descomponen y se tornan infecciosos.

La alternativa posible, defendiendo la libertad esencial a la dignidad humana, surge de desarrollar las ventajas que la “desventaja” básica implica, porque la democracia es más abierta y más lenta. Necesariamente.

La sociedad democrática debe avanzar, han escrito Acemoglu y Robinson en 2019, por el “corredor estrecho” que queda entre un Estado fuerte y una sociedad fuerte. Fortalecer el poder público democrático y la sociedad no son dilemáticos sino complementarios, más en medios como los nuestros donde la democracia es más frágil, como comentara sabiamente el expresidente uruguayo Sanguinetti el año pasado.

Los supuestos democráticos

La democracia promete a todos justicia y oportunidades de realización en libertad. Para procurarlo, requiere de una condición previa que es el Estado de derecho. Al efecto, recordemos que ya en el siglo XVIII, Montesquieu escribió que:

Todo estaría perdido si el mismo hombre o el mismo grupo de los principales o de los nobles, o del pueblo, ejerciese estos poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias de los particulares.

Un siglo después, Lord Acton resumirá sus consecuencias con “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Así que, para realizar sus fines, a partir de sus valores y con base en su experiencia, la democracia ha ido diseñando una arquitectura de poder limitado y distribuido, mediante una institucionalidad que las personas contribuyen a construir y a enderezar de las torceduras que las mismas personas ocasionan, pero que en ningún caso puede confundirse con ellas, porque actuar en su nombre no es lo mismo que encarnarla.

El poder se distribuye territorialmente y se divide funcionalmente. Sus límites los dictan las competencias definidas y el tiempo establecido para ejercerlas.

Hay democracias republicanas, cuyo origen puede estar en hechos revolucionarios y democracias que son monarquías constitucionales, signadas más frecuentemente por la evolución, lo cual no excluye algunos episodios de altas tensiones y conflictos de mayor intensidad. La forma de Estado puede ser unitaria o federal, la de gobierno puede ser presidencialista o parlamentaria. En todas, con las imperfecciones previsibles y su corrección más o menos lenta, más o menos oportuna, el gobierno gobierna, el Parlamento representa, legisla y controla y la judicatura administra justicia.

Los fines se definen en orden al bien común y su contenido se explicita en los derechos humanos y sus garantías. La estructura organizativa para hacerlos realidad es lo que llamamos institucionalidad. De su correcto funcionamiento dependerá la salud del sistema político entero.

El gobierno democrático

Con todos sus defectos y carencias inherentes a la condición humana que obligan a traducir a la práctica el principio de perfectibilidad, la democracia es un sistema político incomparable en cuanto a posibilidades para que la sociedad vigile, exija e influya. Las libertades que garantiza, los derechos que se compromete a tutelar, la alternancia de mandatarios electos, la organización, distribución y separación del poder público, el papel de la opinión pública, contribuyen a un ecosistema amigable al reconocimiento y promoción de la dignidad humana, más allá de declaraciones.

En el modelo parlamentario, es la mayoría elegida por el pueblo en el órgano deliberante la que forma un gobierno responsable ante la cámara. Si del voto no surge una mayoría, habrá que formarla mediante coaliciones, porque no se puede gobernar sin la confianza del Parlamento.

En el modelo presidencial, ejecutivo y legislativo están separados desde el origen. El presidente y el Parlamento (Congreso o Asamblea) se eligen por votos diferentes, así que pueden no coincidir las mayorías, lo cual exigirá esfuerzos políticos de convivencia y armonización entre ambos órganos, porque el Estado no puede paralizarse sin acarrear perjuicios a los ciudadanos. En América Latina, la república presidencialista tiene un factor de “incorrección” en la tradición caudillista.

Sea la democracia parlamentaria o presidencial, la clave está en los equilibrios y el marco para lograrlos es la institucionalidad que es la única capaz de evitar excesos, frenar al desbocado, encauzar al desbordado. El equilibrio se logra formalmente con una distribución balanceada de las competencias e informalmente con un sentido razonable de la convivencia.

Nuestro Fermín Toro, cuya visión de Estado se nota ya cuando este se iba edificando en la hora temprana de la República, amenazado siempre por la impaciencia aventurera, inevitablemente violenta, así como sintetiza su constitución en “… instrucción popular muy entendida, moralidad en las costumbres, amor al trabajo y hábitos de economía”, considera que “la gran cuestión de la armonía social” es la determinación equilibrada de lo que corresponde a la ley y lo que incumbe a la conciencia y la actividad de cada quien. Porque el orden no es estático sino dinámico y para ser completo, no le basta ser legal, ha de ser social.

Aunque su incidencia directa en la dinámica del poder es diversa si la democracia es parlamentaria o presidencial, a las cámaras legislativas siempre corresponderá representar como primera función, además de legislar y controlar, pues en su carácter de cuerpo representativo de la pluralidad social es que legislan y controlan el gobierno y la administración.

Los parlamentos pueden ser unicamerales o bicamerales. De los primeros hay más, pero los segundos coinciden más frecuentemente con Estados de mayor tamaño y/o complejidad constitucional o con sistemas democráticos más estables. Eso sin perjuicio de que algunas de las democracias más respetables del mundo sean unicamerales como la costarricense y la israelita, otras han abandonado su bicameralismo histórico como Nueva Zelandia y Dinamarca a mediados del siglo XX y, por cierto, Suecia en 1971, sin que se esfume la polémica.

Desde que la historia dejó atrás las sociedades estamentales, la bicameralidad puede tener tres fundamentos: el federalismo, la búsqueda de equilibrios o ambos. García Pelayo sintetiza las ventajas que la literatura del XIX atribuía al modelo de dos cámaras en su carácter moderador y ponderado, su garantía frente al despotismo por dividir el poder legislativo que refleja el principio general de división de poderes y por posibilitar la unidad de la representación individual y la corporativa. Control mutuo para Madison y Hamilton, para Constant equilibrio entre la opinión circunstancial y lo que es más perdurable, entre la imaginación y la razón para Boissy D’Anglás.

La más frecuente denominación de la segunda cámara parlamentaria es Senado, tradición que arranca en la república romana de la antigüedad. Senatus viene de senex o anciano, condición a la cual se asocia la sabiduría. Pretorianismo estimulado por militares al mismo tiempo populares y ambiciosos, debilidad gubernamental, corrupción, entreguismo al poder imperial, marcaron la decadencia del Senado, antes la de la República y al final, la de Roma. Fue por separarse, nunca por seguir, la idea original que combinaba precedente, reconocimiento, prestigio de nobles patriotas, ilustrados y de dilatada experiencia.

Por historia, política, diseño constitucional e incluso etimología, el bicameralismo está unido a la serenidad, a la virtud de la paciencia.

Diligencia y paciencia

La política democrática tiene el deber de la diligencia, tanto para ser previsiva con vista al futuro como para atender las demandas actuales. Así mismo, el deber de la paciencia, para procesar las alternativas, decidir y ejecutar sin precipitaciones, pero oportunamente. Diligencia y paciencia son elementos complementarios.

Por reconocer la complejidad social e incluirla en su diseño, tras experiencia histórica, el gobierno democrático no es veloz. La impaciencia de la sociedad se transforma en ira, porque no comprende las ventajas de que así sea. También porque en su juicio, puede confundir el desempeño de un mandatario con defectos del sistema.

Así que es cada vez mayor y más apremiante la demanda de una comunicación política que conecte, como ha escrito Davies, a la democracia con las emociones. Comunicación política necesaria que ha de relacionarse con una universal, constante, eficaz pedagogía política. Educación cívica que es base de la comunicación cívica. Si no ¿A partir de qué se puede comprender?

No creo que sea osadía remitirnos a un ámbito superior, por ser el más interior en cuanto íntimo. Si la política es la más humana de las actividades humanas, como ya lo comprendía Aristóteles ¿Por qué no intentar entenderla en ese plano? En el de las virtudes como solución de preferencia preventiva, pero también curativa.

¿No es la virtud de la diligencia nuestro antídoto a la pereza? Políticamente, la pereza se manifiesta en indiferencia para comprender lo que está mal, indolencia o demora inexcusable para buscarle solución. El gobernante, el representante, el juez diligente, tiene cuidado y actúa con prontitud, con agilidad. Si cada uno lo hace, el sistema como conjunto tendrá ese signo. Diligencia para acortar la distancia entre promesa y realidad.

¿No es la paciencia nuestro antídoto contra la ira? Políticamente, la ira se genera desde arriba o brota desde abajo. Puede provocarla la pereza arriba, pero también puede instigarla la demagogia de un discurso que la provoca con intención de aprovecharse de ella para fines propios. Sobran los casos históricos de ese proceder. La respuesta del poder democrático no puede ser iracunda, tampoco indiferente. Paciente para comprender y asimilar y de ese modo dar respuestas tan sabias como eficaces, así como ayudar a su comprensión y asimilación por el pueblo todo, por la ciudadanía, en quienes el diseño mismo del sistema democrático confía las decisiones supremas. Paciencia para que la pasión no domine la promesa al punto de contaminar la esperanza.

Nunca puede el gobierno democrático perder la diligencia. Tampoco, obviamente, puede darse el lujo de perder la paciencia.

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