Por Alfredo Infante, s.j.*
“El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro”
Jesús no está en el sepulcro (Jn 20, 1-9). Ha pasado por el sepulcro, pero ya no está en el lugar de los muertos. Descendió a los infiernos, pero, no para permanecer en él, sino para rescatarnos de nuestros sepulcros, de nuestros infiernos.
Su paso es siempre liberador, como nos lo recuerda San Pedro en los Hechos de los Apóstoles: “pasó por la vida haciendo el bien”. Así, de la misma manera que pasó por la vida, ahora pasa por el lugar de los muertos, venciendo las fuerzas de la muerte e inaugurando la esperanza.
Sí, el Señor entra a los lugares más oscuros, más indignos, más deprimentes, más infernales, para remover con su luz y con su Espíritu las piedras de la muerte, liberando y sanando nuestra existencia. Nos saca de la fosa, del abismo, “el Señor es mi luz y mi salvación” (Sal 27)
¿Acaso nosotros mismos no nos hemos visto rescatados por él de nuestros infiernos existenciales? ¿Cuántas veces en nuestra vida hemos experimentado el dolor de la muerte y hemos llegado al convencimiento de que todo está perdido? No solo de la muerte de un ser querido, que nos derrumba como a los discípulos ante la muerte violenta de Jesús, sino, peor aún, de nuestra propia muerte interior, cuando ya no esperamos nada de la vida y, justo ahí, cuando tocamos fondo, cuando sentimos que nuestras fuerzas no son suficientes para remover la piedra del sepulcro que nos oprime, y, gritamos “Dios mío Dios mío porque me has abandonado” (Mt 27,46), una fuerza misteriosa, la fuerza del amor del resucitado, irrumpe en nuestra vida removiendo aquello que nos asfixia; a veces valiéndose de algún gesto o una palabra oportuna que nos abre el oído y despierta nuestro corazón; nuestra consciencia se abre a la esperanza de la vida.
Con el paso sanador del Señor por nuestros sepulcros quedan, como huellas, las heridas cicatrizadas, los lienzos del dolor ensangrentados, como evidencia de la memoria de nuestras penas y sufrimientos, ahora convertidas por su misericordia en aprendizajes vitales que nos humanizan e iluminan nuestra condición humana. Pedro “vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte”.
Así, resucitados con él, descubrimos el Espíritu de la bienaventuranza: “dichosos los que sufren porque serán consolados”. Sí, su paso por el lugar de los muertos y por nuestros infiernos existenciales es Consolador, porque él se adentra a nuestras bajezas, a nuestras podredumbres, a nuestras miserias, para rescatarnos del foso, sanar nuestras heridas y revestirnos con su misericordia, llamándonos a la luz. ¿Cuántos lienzos y sudarios hemos ido dejando en el camino como signo del paso resucitador del Señor por nuestras vidas? Esos lienzos y sudarios, memorial de su paso sanador, son prueba fehaciente de que él vive y nos sigue creando y conduciendo a la plenitud: “he venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10).
Nueva ruta, nueva mirada y nueva palabra sobre las cosas
Lo primero que se evidencia en la experiencia de los discípulos con el Señor resucitado es su propia peregrinación interior, que les lleva a releer la experiencia discipular; se les abre el entendimiento y comienzan a entender lo que han vivido con su maestro Jesús de Nazaret.
En esta peregrinación interior, llena de encuentros significativos con el Señor, descubren, iluminados por el Espíritu, que aquel Jesús, “que pasó por la vida haciendo el bien”, es el Cristo, el mesías, el ungido, el Hijo de Dios, que en su corazón nos hace hermanos y hermanas; confiriéndonos la misión de anunciar y construir la fraternidad universal, que comienza por la fraternidad concreta, que nos adentra en la historia, porque pasa por el cuidado de la vida en la tierra, nuestra casa común, la defensa de la dignidad humana y la construcción del bien común o modelos de convivencias justas e inclusivas, que no generen más crucificados, ni nuevos modos de crucifixión.
Por eso, Pedro (Hch 3, 34-43), evangeliza con su propia experiencia y, está evidencia personal, existencial, de fe, se convierte en un compromiso y fuerza histórica para contribuir a la humanización de la humanidad: “Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados”.
Y, San Pablo (Col 3,1-4), nos advierte que nuestra pasión por testimoniar al resucitado en las profundidades de este mundo, en la historia, en las fronteras existenciales y sociales, tiene como horizonte, no el mundo, sino la ciudad de Dios, los bienes eternos, porque: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”.
De esta manera, y como ha venido insistiendo el papa Francisco, el centro de nuestro compromiso en la tierra es recorrer el camino discipular para encontrarnos con Jesucristo, que nos llama a caminar juntos, a construir la fraternidad de los hijos e hijas de Dios, a reducir los sepulcros, a liberar los miedos y toda clase de opresión, sin dejarse atrapar por las ideologías y otros ídolos temporales (poder, posesión, prestigio…) porque solo el Señor salva: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117).