Por Germán Briceño
Debo al doctor Oliver Sacks, de quien he hablado en alguna ocasión, el haberme puesto tras la pista de una brevísima autobiografía póstuma del filósofo escocés David Hume. Como se sabe, partiendo de su Tratado sobre la Naturaleza Humana, Hume incursionó con originalidad y soltura en múltiples terrenos del pensamiento: filosóficos, históricos, económicos, especulativos, ensayísticos y hasta teológicos, e influyó decisivamente sobre buena parte de la filosofía posterior. Como muchos de los grandes pensadores, el volumen de su obra fue inversamente proporcional a su propensión a hablar de sí mismo, cuestión que despacharía en cinco folios bosquejados apuradamente poco antes de morir.
Habiendo nacido en el seno de una buena familia, aunque de recursos más bien escasos, y siendo el menor de dos hermanos, vería sus perspectivas patrimoniales muy menguadas desde el comienzo, pues sería su hermano John el principal causahabiente de la modesta hacienda familiar en virtud de la primogenitura –que luego este se encargaría diligentemente de incrementar–, de acuerdo con las costumbres del país en aquellos tiempos, como irónicamente las catalogaría David años después.
Pero nada de esto parecía inquietar demasiado al joven Hume, quien desde muy temprano abrazó una vocación por la literatura que sería la pasión de una vida y la fuente de sus alegrías, según sus propias palabras, de manera que resolvió que una estricta frugalidad habría de suplir su falta de patrimonio, a fin de mantener intacta su independencia y no interesarse más que en mejorar sus aptitudes literarias. De mil maneras se las ingenió para lograr su cometido, aventurándose breve e infructuosamente en el comercio, residiendo en ocasiones en la casa familiar regentada por su hermano, y la mayor parte del tiempo sirviendo a algunos nobles y militares de prestigio en distintas tareas, fungiendo a veces de tutor, ayuda de campo, diplomático, bibliotecario, todo mientras dedicaba la mayor parte de su tiempo y energía a sus afanes intelectuales.
Su temperamento alegre y optimista lo hacía casi inmune al abatimiento, y le ayudaría a sobreponerse rápidamente a los repetidos fracasos literarios de los primeros tiempos. Descubrió pronto que ser naturalmente así, optimista, valía más que tener un abultado patrimonio. Pero como seguramente el optimismo abona la buena suerte, después de unos comienzos más bien tímidos y anodinos, sus libros comenzaron a ser tema de conversación y estima en ciertos círculos, los pedidos de nuevas ediciones fueron creciendo y al final de sus días la fortuna le sonrió y fue capaz de recibir unas regalías más que suficientes por concepto de derechos de autor, lo que le permitiría vivir con cierta holgura dedicado a sus quehaceres.
Después de algunos años en París, había resuelto retirarse a su natal Edimburgo. En esas se encontraba cuando, en la primavera de 1775, siendo un saludable sexagenario, sufrió un repentino malestar en los riñones que al principio no lo alarmó; pero casi de inmediato se enteró de que se trataba de una enfermedad incurable y de efectos mortales:
“Padecí un rápido deterioro. No he sentido hasta ahora mucho dolor, y, lo que resulta más raro, no obstante mi quebranto, nunca ha decaído mi ánimo. Tan es así que si me viera en el trance de repetir una etapa de mi vida, estaría tentado de elegir esta de ahora. Soy dueño de la misma pasión de siempre hacia el estudio y del mismo regocijo hacia la compañía de mis amistades. Por lo demás, considero que un hombre de 69 años, al morir, acorta considerablemente sus sufrimientos… Es difícil sentir más desafecto del que ahora tengo por la vida…”.
En los días finales llegaría a decirle al doctor Dundas, quien lo atendió en su lecho de muerte: “estoy muriendo tan rápidamente como mis enemigos, si es que alguno queda, lo hubieran deseado, y con tanta facilidad y despreocupación como mis amigos querrían…”. Poco después de morir, uno de esos amigos, su contemporáneo Adam Smith, escribiría sobre sus horas postreras: “su alegría era tan manifiesta, y su conversación y su contento se parecían tanto a lo que en él era habitual, que, no obstante los malos síntomas, mucha gente no podía creer que se estaba muriendo”.
Dos siglos y medio después, Oliver Sacks tomó prestado el título del opúsculo de Hume, De mi propia vida, para encabezar su propio testamento espiritual: un emotivo adiós convertido en un breve manifiesto de humanismo y gratitud hacia la vida cuya lectura recomiendo encarecidamente. Ni Hume ni Oliver Sacks fueron personas particularmente religiosas, o al menos manifiestamente creyentes –se dice que Hume vio cerrado su acceso a la cátedra universitaria, en aquellos tiempos todavía muy vinculada a la Iglesia, por su escasa religiosidad–, de manera que lo que para ellos era una despedida agradecida de un vida fecunda, para un creyente habría sido un tránsito hacia la auténtica plenitud.
Algunas semanas atrás, en una de esas enigmáticas vueltas del destino, me encontré en medio de un episodio que de alguna misteriosa manera descifraba el acertijo y daba sentido pleno a las evocaciones de Hume y Sacks. El padre Elkin Sierra fue un personaje singular. Tras una vida como bombero y paramédico del Departamento de Bomberos de Miami, y después de varios años de discernimiento no exentos de reservas y vacilaciones –le tomó su tiempo, como decía luego sin tapujos, aprender a poner toda su confianza en las manos de Dios–, decidió entrar al seminario bordeando la cincuentena, faltándole un par de años para jubilarse del cuerpo bomberil con una jugosa pensión vitalicia (tiempo después confesaría en voz alta que no habría podido mostrarse como un sacerdote ejemplar si hubiera hecho esperar a Cristo por treinta monedas de plata).
Después de ordenarse, fue destinado a la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en Miami, donde se convirtió inmediatamente, según palabras póstumas del Arzobispo Thomas Wenski, en uno de los sacerdotes más convincentes, entusiastas y apasionados que uno hubiera podido encontrarse. Así era él y allí precisamente me lo encontré un buen día, e inmediatamente supe que se trataba de un sacerdote singular. Uno especialmente dotado para llevar a cabo la doble tarea de la que hablaba el padre Brett Brannen, autor de un clásico volumen sobre la vocación sacerdotal diocesana: acercar a las almas a Cristo y acercar a Cristo a las almas.
Desbordaba un contagioso entusiasmo desde el púlpito, a la vez que se prodigaba en comprensión y misericordia en las distancias cortas. Puedo jactarme de haberlo conocido muy poco y al mismo tiempo de haberlo conocido mucho. A veces bastan un par de buenas conversaciones para llegar a conocer bien a una persona diáfana, y llegamos a tener algunas de esas que no se olvidan jamás, aunque nos quedaron otras pendientes que confío en que continuaremos en una mejor ocasión. Me decía que, después de haber experimentado muchas cosas a lo largo del tiempo, después de haber tenido casi todo lo que un hombre podía desear (casa, trabajo, dinero…), aun le faltaba una cosa: le faltaba renunciar a todo para poseerlo todo. Aunque tenía lo que en su opinión era una buena vida, luego llegaría a la conclusión de que la vida sacerdotal no sólo era una buena vida, sino que además era una vida buena.
Cuando le llegó el llamado de acudir a trabajar en la vila del Señor, tuvo la virtud y la docilidad para convertirse no sólo en sacerdote, sino en un buen sacerdote: era un predicador carismático y elocuente, un confesor comprensivo y misericordioso, un director espiritual cercano y certero; y todo esto lo hizo inmensamente apreciado entre la feligresía. Se podría decir que finalmente se había realizado en la vida y alcanzado la plenitud… Pero Dios le pediría aún más… A mediados del año pasado, en una carta que dirigió a los feligreses de su nueva parroquia de San Luis en Pinecrest, contaba que después de sufrir algunas leves molestias estomacales, acudió al médico a examinarse, sólo para encontrar que padecía un cáncer bastante agresivo y a la postre mortal. Contaba también que, al recibir el diagnóstico, a diferencia de las dudas –por demás naturales y humanas– de sus años de discernimiento, inmediatamente se rindió a la voluntad de Dios. No hubo quejas ni reproches, tampoco cuestionamientos sobre el amor de Dios hacia él, tan solo un pensamiento de claras reminiscencias cristológicas irrumpió en su mente: “Ahora es mi turno de sufrir…”.
En los meses que siguieron seguramente sufrió, pero siguió ejerciendo su ministerio con la misma pasión, alegría y entrega de siempre. No estuvo enfermo ni un día más de los necesarios. Al igual que sucedió con Hume, nadie que no lo supiera hubiera sospechado que padecía una enfermedad terminal. El pasado Domingo de Resurrección el Arzobispo Wenski fue a visitarlo al hospital. Se encontró con un hombre lleno de santa resignación. Le dijo: tanto si Dios dispone que siga en la tierra sirviéndolo como si dispone que vaya a su encuentro, estoy en una situación de ganar-ganar… Esas fueron probablemente sus últimas palabras, murió al día siguiente, a punto de celebrar cuatro años de su ordenación.
He asistido a funerales de personas notables, y quizás también al de algún que otro amigo sacerdote, pero jamás había presenciado una manifestación tan masiva de duelo y una despedida tan multitudinaria para una persona digamos “ordinaria”, una persona que apenas ayer parecía tan llena de vida que era difícil creer que hubiera muerto. Enormes camiones de bomberos entre cuyas escaleras se desplegaba una igualmente enorme bandera estadounidense, más de un millar de personas de todas las edades y condiciones abarrotando hasta el último rincón del templo, miríadas de uniformados de diversos cuerpos, un centenar de sacerdotes, cuatro obispos más el arzobispo celebrante. Todos reunidos en torno suyo en la misa de cuerpo presente. Contemplando aquella abigarrada multitud, cobraron vida ante mis ojos aquellas palabras de nuestro Señor recogidas por el evangelista Mateo: “todo el que haya dejado casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna”.Confieso que me invade un cierto pudor a la hora de contemplar los cadáveres en los funerales, por lo general no lo hago, salvo que se trate de algún familiar o amigo. Así que esta vez sentí la necesidad de hacerlo. Mientras me acercaba al ataúd colocado a los pies del altar, no sabía bien qué esperaba encontrarme allí, pues no había visto al padre Elkin en algún tiempo: quizás un semblante radiante con expresión beatífica… lo que me encontré en realidad fue tal vez lo que se suponía que debía encontrarme: un rostro en el que no podía ocultarse la huella del dolor y del sufrimiento, la inconfundible marca de la Cruz, pero que a pesar de eso –o tal vez precisamente por eso– irradiaba una invencible serenidad, una esperanza incólume, una victoria sin paliativos. Algunos de sus hermanos sacerdotes lo cubrieron delicadamente con un sudario, cerraron el ataúd, concelebraron una misa solemne, multitudinaria y conmovedora. Salimos todos de allí con una numinosa sensación de plenitud a pesar del vacío y la tristeza… y así concluyó en la tierra la peregrinación del padre Elkin, quien, habiendo perdido su vida para sí mismo entregándola a Dios, a fuerza de amor y dolor, había sabido ganarse la eternidad.